jueves, 13 de marzo de 2014

La orilla derecha del paseo del Prado

Álvaro curioseaba entre los volúmenes amontonados en la mesa de una de las librerías de la Cuesta Moyano. A su derecha aparecieron las manos blancas y cuidadas de un hombre mayor, con aspecto distinguido, que destilaba un fresco aroma floral en armonía con esa mañana nublada y cálida de finales de abril.

El joven se giró y reconoció a su antiguo vecino.

Después de saludarse afectuosamente, siguió cada uno ojeando por su lado, hasta que empezó a lloviznar y los libreros echaron las lonas sobre los expositores.

Gustavo buscó a Álvaro con la mirada. Como este no venía cubierto, y la lluvia arreciaba, se acercó a él con  el paraguas abierto.

—Tenía pensado caminar hasta la Biblioteca Nacional y coger allí el tren. Me gusta mucho pasear por la orilla derecha del paseo del Prado. Si quieres, puedes meterte, que, aunque es pequeño, creo que cabremos los dos.
—He quedado con Lola, mi novia, en Manuel Becerra, pero hasta la hora de comer queda tiempo. Lo acompañaré —aceptó el joven.
—Si me llamas de usted, me vas a hacer más viejo aún. Acabo de jubilarme.
—¿Ya? Si estás estupendo. Pues no te queda nada por disfrutar. Te conservas mucho mejor que mi padre. Con el buen aspecto que tienes no te faltará buena compañía —a punto estuvo Álvaro de hablar de mujeres, pero se contuvo intuitivamente.

Anduvieron despacio –acompañados por los esporádicos goterones que, acumulados en las hojas de los árboles, repicaban sobre el paraguas- observando, a través del enrejado, las heterogéneas especies del Real Jardín Botánico de Madrid. Gustavo, gran amante de las plantas, comentaba, con gran pasión, sobre muchas de ellas. Sentir la respiración, la cercanía y la lozanía de Álvaro le insuflaba una energía que hacía tiempo que no percibía.

Siguieron en paralelo al jardín, camino del Museo del Prado. Aunque el cielo se tornaba marengo, dejo de llover y Gustavo, en contra de sus deseos, cerró el paraguas. Sonriente, rememoraba tiempos pasados, antes de cambiar de piso, cuando vivía en el mismo bloque que el muchacho.

—Te recuerdo con ese amigo con el que siempre ibas, el de ricitos. Vuestro uniforme del colegio, los dos muy arregladitos y repeinados, con el nudo de la corbata siempre en su sitio. Alguna vez merendasteis en casa. También tendrá novia, como tú, si es que no se ha casado. El tiempo vuela.
—Ese es Claudio, al que le fascinaban esas fotografías antiguas de actores de Holywood que había en tu despacho. A él, la verdad, no le gustaban mucho las chicas. Ahora vive con su novio.
—¡Vaya! La vida es una caja de sorpresas— Añadió Gustavo, soltando una leve carcajada.
—¿Y tú? ¿Sigues soltero? Mis padres se reían, porque siempre había alguna vecina tonteando contigo. Creo recordar un tiempo en que compartiste el piso con un compañero de trabajo, muy guapo, decía mi madre, que había venido de no sé donde.
—La verdad, no era compañero de trabajo. Fueron unos meses. Pero cuando te acostumbras a vivir solo, se hace difícil la convivencia con otras personas. No me atreví a hacerlo cuando era como tú y después ya era tarde. Prefiero seguir siendo un solterón —rió el hombre.

La lluvia apareció de nuevo, con más fuerza. El viento dispersaba el agua por debajo del paraguas. Apenas se cubrían los dos cuerpos, por lo que tendían a acercarse. Gustavo llevaba su mano izquierda pegada al pecho mojado de Álvaro. Esto le hacía sentir un placer casi olvidado. El chico, lejos de sentirse azorado, buscaba la cercanía.

Dejaron a un lado el hotel Ritz, la Bolsa y el Museo Naval, llegando empapados a Cibeles, refugiándose en el Palacio de Comunicaciones.

—Si tienes tiempo, antes de encontrarte con tu novia, podríamos tomar algo en la cafetería. Hay unas vistas estupendas.
—Siempre me toca esperar a mí —respondió Álvaro, sonriente—. Hoy esperará ella. 


Por Vicente Briñas

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