sábado, 1 de marzo de 2014

El Día de Todos los Santos

Me arrepiento de todo el daño que hice, de lo mal que traté a mi mujer, a mis hijos, a mis amigos… Nunca encontraba tiempo para ellos y, cuando estábamos juntos, era muy desagradable con ellos.

Supongo que merezco el castigo que tengo, el de estar vivo en la muerte, el de hallarme dentro de este ataúd sin poder casi ni moverme en esta asfixia continua.

Estos eran los pensamientos de Eduardo; mientras su mujer, sus hijos y sus amigos… visitaban su tumba y le ofrecían flores  en el día de todos los santos.

Y, mientras pensaba estas cosas, de una manera misteriosa, sus lágrimas salían al exterior y mojaban las flores, que se mostraban cada día más frescas y hermosas. Estaban regadas por amor y buenos deseos. Todos se sorprendían y nadie acertaba a dar una explicación.

Eduardo no podía dejar de llorar su anhelo de estar junto a los suyos y dárselo todo. Así que lloró y lloró y lloró. Tanto lloró que la madera de la caja en la que estaba metido comenzó a reblandecerse y a pudrirse lentamente. Eduardo continuó llorando más y más hasta que tanta humedad acabó por deshacer el material del ataúd y terminó con su cuerpo en la tierra mojada. La retiró con sus manos hasta hacia que llegó a la superficie.

Maltrecho y cubierto de tierra apareció en medio del cementerio ante la sorpresa y el miedo de todos los que allí estaban. Su mujer cayó al suelo desmayada mientras sus dos hijos corrían a auxiliarla. Sus amigos, con la boca abierta, no daban crédito a lo que estaba sucediendo.

Eduardo corrió a abrazar a su familia y a sus amigos y les dijo: “Os quiero mucho, a partir de ahora seré con vosotros mejor de lo que he sido antes”.

Y de esta manera tuvo la oportunidad de amar y ser amado como nunca  lo había sido.



 Por Rosa Velasco

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