sábado, 8 de marzo de 2014

Tirando a café con leche

Carla y Lloro estudiaban Derecho. Además de compartir facultad, aula y sentarse en el mismo banco, tenían los mismos gustos y les movían idénticos intereses. Desde que se conocieron, ambos sabían que querían compartir sus vidas. Sin embargo, éstas eran muy diferentes. Carla era una chica acomodada a la que sus padres costeaban los estudios y los caprichos y cuyo futuro laboral estaba asegurado en el bufete de su padre. Además, la nívea piel de Carla contrastaba con el tono oscuro que  el sol de África le había regalado a Lloro. Pero él, que nació en la misma patera en la murieron sus  padres  en el viaje a un mundo mejor, no consideraba que el color pudiera separarles. Había pasado su vida en un centro estatal de acogida, destacando en los estudios, lo que le había llevado a la Universidad. Ante él se abría un porvenir muy diferente al que en principio le estaba destinado. 

Su amor era sólido como los muros de una iglesia románica, pero tan vulnerable como una mariposa, ya que la madre de Carla, Palmira, que se atiborraba desde la mañana de pastillas y prejuicios, no estaba dispuesta a aprobar una relación tan disparatada. Ese negro lo único que buscaba era vivir de su niña.  

Carla, que no entendía esa oposición en pleno siglo del conocimiento, consiguió por fin que sus padres conocieran a Lloro. Palmira se negó a recibirle en casa y quedaron en un restaurante de lujo, para poder ridiculizar y atacar a Lloro. El padre de Carla, Antonio, era más comprensivo, quería la felicidad de su hija, pero temía las reacciones neuróticas de su mujer e intentaba soportarla.

Durante la comida, el chico fue sometido a feroces ataques verbales y humillaciones por parte de Palmira, pero él se defendió con éxito y salió victorioso de la prueba. Antonio le felicitó por su coraje y le ofreció todo su apoyo. 

Sin embargo, la madre de Carla seguía insistiendo en que su hija no se casaría con un descendiente de esclavos, ¡Si al menos tuviera un color negro claro!

Carla y Lloro siguieron estudiando, encontraron trabajo y alquilaron un piso, alejados de los choques familiares. Antonio se ofreció a ayudarles y se enfrentó a su mujer, separándose al poco tiempo. 

Un día, Palmira recibió una llamada de una amiga de su hija, anunciando que había tenido un nieto. Su reacción fue la esperada: no quería saber nada de niños con genes africanos. Pero, quizá debido a la soledad, quizá a los remordimientos, lo pensó y aceptó conocerlo. Cuando lo tuvo en sus brazos, reconoció los ojos de su hija y, sonriendo por vez primera tras mucho tiempo, dijo en voz baja, como dirigiéndose a sí misma: bueno, no es tan oscuro, tiene un color tirando a café con leche. Puede que  con el tiempo se aclare. Aunque este pelo  áspero…

Por Carmen Alba



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