jueves, 6 de marzo de 2014

En honor del quijotesco Vicente

Una sonriente Olga acaricia la rodilla del  adormilado Juan, su marido. Con la mano izquierda mantiene la dirección del vehículo. A cada rato dirige la mirada al espejo retrovisor, a través del cual contempla el placentero sueño del pequeño Diego.

Por razones profesionales, está acostumbrada a visitar los más exóticos cementerios, algo habitual en los corresponsales de guerra. A veces lo hace por fines artísticos o culturales, pero no suele hacerlo por motivos familiares. No le gusta. Pero hoy acudirá al de la ciudad donde nacieron sus antepasados, la capital de provincia de las quijotescas tierras de Calatrava. Allí se reunirá con sus padres, sus hermanos, sus tíos y sus primos, a los que desde hace años no ve.

Mientras escucha un disco de una melódica cantante persa, que conoció en uno de sus viajes de trabajo, rememora todo lo que ha tenido que luchar, junto a otros paisanos, para llegar a este momento. Meses de investigación histórica, de búsqueda de documentación. El trabajo antropológico, los análisis genéticos. Los portazos de las administraciones, las trabas judiciales, el resquemor de la gente. Pero mereció la pena.

Vicente era un ferroviario bien considerado que, igual que desarrollaba su oficio, formaba chavales para trabajar en el ferrocarril. Debido a su carácter cordial y a su despejada mentalidad, codiciosa de justicia, era respetado por gran parte de los vecinos de la pequeña ciudad donde vio la luz y encontraría las tinieblas. A partir de la modesta instrucción que recibió en la escuela, supo almacenar conocimientos que fue adquiriendo por su gran curiosidad y afán por aprender, que se engrandecieron  por su disposición a compartirlos. 
Al poco de terminar el servicio militar contrajo matrimonio y, en no muchos años, tres criaturas jugueteaban por el patio con peculiares artilugios elaborados por las hábiles manos de Vicente. Aunque sin excesos, la familia mantenía un día a día desahogado, gracias a las ocupaciones del padre, permitiendo, a menudo, sacar de un apuro a amigos y vecinos.

Pero a un país que se resiste a prosperar acaban llegando tiempos revueltos, en donde los amigos reniegan de ti y los que te suplicaron ayuda desenfundan su dedo acusador. Terminó la guerra fraticida y Vicente, que no era del agrado de los vencedores, fue fusilado, junto con otros ciento sesenta, en las tapias del camposanto, siendo inhumados en varias fosas comunes.

Tras aquella hecatombe, una mujer señalada y aturdida, junto a sus tres pequeños, deambulaban por las calles, víctimas del escarnio, en busca de caridad cristiana, implorando ayuda a los antiguos amigos. Transcurrieron largos y tristes años hasta que la pubertad de los niños les permitió ganarse un sustento que dignificó la vida familiar, aunque ya fuera de su real villa.

Hoy Olga, como otros miles de familiares que reponen flores en las tumbas y nichos de sus difuntos, acudirá al cementerio, y rendirá homenaje al quijotesco Vicente, su abuelo. Se juntará con sus hermanos, padres, tíos y primos y con los de los otros cientos sesenta ejecutados como colofón a una catastrófica victoria. Este mediodía, por fin,  se va a inaugurar, en una de las entradas a la necrópolis municipal, un monumento en honor a los hombres y mujeres a los que segaron el mañana, a través de una mirilla, por haber defendido sus ideales democráticos.

Por Vicente Briñas

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