martes, 4 de marzo de 2014

El imprevisto

Había nacido en un pequeño pueblo del interior. La iglesia componía el total de su conjunto arquitectónico, sus casas planas y la carencia de cuestas le proporcionaba cierto encanto, una maravillosa sierra de pino le otorgaba frescura y personalidad.

Allí pasó su infancia, correteando entre sus estrechas callejuelas. Todo el mundo se conocía; de carácter vivaracho y alegre iba saludando a todos cuando su madre la mandaba a por pan a la tahona.

Al crecer todo lo que hasta entonces había sido su mundo le había dejado de sorprender. Tenía sed de nuevos horizontes. La entrada en la universidad vino a rescatarla y la llevó a un mundo totalmente diferente  de lo que había vivido hasta entonces.

Cuando terminó  la carrera de filología inglesa, decidió quedarse en aquella ciudad.

Encontró trabajo como traductora en una editorial, donde conoció a su marido y padre de su hija. Nunca podría olvidar la primera vez que le vio, andando hacía ella seguro y decidido. Por un breve espacio de tiempo el mundo se paró y todo se desvaneció a su alrededor, excepto ellos dos. 

Tuvieron un corto noviazgo y comenzaron una vida en común, todo transcurría con normalidad, eran razonablemente felices, no les faltaba el dinero, gozaba de buena salud e iban solventando las dificultades que la vida pone en el camino.

Hasta que un día decidió ir a buscarle al trabajo sin avisar y se lo encontró susurrándole palabras a unos oídos que no eran los suyos. Un mudo escalofrío le recorrió todo el cuerpo para dejarle un dolor helado como una noche de invierno. Giró sobre sí misma y salió de allí tal y como había llegado, apenas sin hacer ruido. Nadie se había percatado de su presencia.
Esther, a sus 53 años, sintió cómo el mundo que había creado a su alrededor ya no le parecía tan lógico y real. En cuestión de minutos sus sentimientos se habían mudado a otro lugar. No sabía muy bien dónde estaba, cómo se encontraba.

Llegó a su casa y se dejó caer lánguidamente sobre el sofá. Su hija en ese momento estaba con unos amigos. No encendió ni una luz y se quedó allí presa del aturdimiento, mientras su mente visitaba los distintos estadios de su vida y repasaba todo su matrimonio. Se le hacía difícil comprender lo que  le estaba pasando. Pudo oír el girar de la llave en la cerradura; era Miriam, que regresaba a su casa. Cuando vio en ese estado a su madre se quedó sorprendida. 

– ¿Te ocurre algo mamá? -le preguntó en tono cauteloso:
–No, cariño, solo estaba meditando, no te preocupes -se levantó del sofá y se dirigió a su cuarto. En ese tiempo había barajado algunas posibilidades, de todos los pensamientos que habían pasado  por su mente, solo veía dos  caminos a seguir, los dos completamente distintos.

Por un lado podía hacer como si no hubiese visto nada, como si aquello no hubiese sucedido, de esta manera, mantendría su status social, su matrimonio y su vida continuarían inalterables o por el contrario pondría el cartel de: “Se vende“, dando la espalda a toda su relación y comenzaría, junto con su hija,  una nueva vida en cualquier otro lugar. Ninguna de las dos opciones era fácil. En una de ellas tendría  que vivir a la sombra de la mentira y en la otra le harían falta todas sus fuerzas para comenzar de cero.

Estaba allí, en ese abismo que a veces abre la vida, aprendiendo la más dura de las lecciones. Es que no se debe dar nada por hecho. Toda su realidad, su día a día se transformó en una décima de  segundo sin aviso y sin marcha atrás.

Cuando aquella noche su marido llegó a casa, ella acababa de tomar su decisión, la suerte estaba echada. 

Ahora era él quien no sabía a lo que se iba a enfrentar.


Por Esther Gómez

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