miércoles, 31 de octubre de 2012

Monotonía

Din Don Din, la melodía que daba paso al mensaje por megafonía había dejado de sonar en su cabeza hacia mucho tiempo.  Escuchar se había transformado en una destreza que había dejado de practicar.

Se limitaba a seguir el guión que llevaba practicando desde años. Realizaba las preguntas de rigor una y otra vez y, después, se les permitía el paso.

El siguiente. Siempre lo mismo.

Allí, metido en el cubículo de cristal, ignoraba qué tiempo hacía en el exterior, qué hora era, ni qué día. Todos los días eran exactamente iguales. Entraba a su turno de madrugada y salía al mediodía, llegaba a casa a la hora de comer y se echaba una siesta, que en ocasiones se prolongaba hasta la madrugada del día siguiente.

Aquella situación no podía continuar pero necesitaba el dinero para darles un buen futuro a sus hijos. A esos hijos que veía siempre dormidos. Entre el colegio y las actividades extraescolares no coincidían con las pocas horas que su padre pasaba en casa despierto.
 
Finalizada la jornada, salió a esperar al autobús que le llevaría hasta el aparcamiento de empleados y se quedó embobado con la lluvia.

Se bajó del autobús y corrió hasta el coche bajo el diluvio. No le importaba mojarse, pero corría por instinto.
El limpiaparabrisas no daba abasto. Los conductores dejaban más espacio del habitual con el coche que les precedía. La lluvia otorgaba intimidad. Sólo existían él y el coche en medio de la tormenta.

Avanzaba a alta velocidad aun sabiendo que debía tener precaución. Sin embargo, no le importaba. Ya nada le importaba. Al día siguiente tendría que volver al trabajo que detestaba y que le estaba consumiendo.

Aminoró la velocidad del cuenta kilómetros, se cambió al carril derecho, cogió el volante con ambas manos y lo giró con brusquedad hacia la derecha.

Mientras daba vueltas de campanas y recibía golpes aleatorios en el cuerpo, pensó en el seguro de vida que dejaría en buen lugar a su familia, en su mujer que merecía un hombre que la escuchara, y en sus niños, que no notarían tanto la ausencia de su padre.

Después sonrió y cerró los ojos.

Se había terminado el levantarse sin ilusiones, el vestirse sin esperanzas y el caminar sin fe.
Por Jenny Tejana

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