domingo, 28 de octubre de 2012

Don Matías, el boticario

Don Matías era el boticario del pueblo. Alto, corpulento, con un rasgo definitivo: su enorme bigote en forma de ola que le daba cierto aire decadente. Don Matías, todos los días a las nueve y media en punto, abría su botica, se ponía su impoluta bata blanca y se colocaba tras el mostrador, dispuesto a atender a la larga fila de parroquianos que acudían a él para dar remedio a sus males.

El caso es que el boticario había adquirido tanta fama que no sólo le visitaban los del pueblo, sino gente de aldeas colindantes, que esperaban pacientemente su turno con la esperanza de ser atendidos.

Entre los habituales, se encontraba doña  Gertrudis, una anciana afectada por la artrosis, que caminaba ayudada por un bastón y que, tras quedarse viuda, notaba un aumento de sus dolencias físicas y penas del alma. Atribuía al boticario propiedades mágicas.

Éste la ayudaba a entrar, la dejaba sentada en el bonito sillón de mimbre que flanqueaba la entrada y, mientras charlaban sobre sus hijos y nietos y la suerte que tenía de haber llegado a su edad con ese porte, le preparaba la fórmula milagrosa.
 
Ésta consistía en una mezcla de ingredientes procedentes de los diversos botes y frascos de cerámica y cristal tallado que reposaban alineados a lo largo de las estanterías, tras el mostrador. Los rojos, a la izquierda, los azules, a la derecha y, en el centro, los blancos.

-Ya sabe, doña Gertrudis, debe tomarse dos cucharaditas por la mañana, disueltas en agua, zumo o café -impelía a la venerable señora, que salía caminando sin ayuda del bastón  y más derecha que una vela.

También acudía con cierta regularidad Rosita, una bonita muchacha cuyo novio era transportista y cuando, por razones de trabajo, se ausentaba varias semanas, además de quedarse sola y triste, sufría una extraña parálisis que le afectaba a media cara y le impedía expresarse con claridad.

La joven, mientras esperaba su receta balsámica como ella la denominaba, hablaba y hablaba de las muchas cualidades de su mozo la proximidad de su boda y, cuando salía del local dispuesta  a seguir las indicaciones del boticario (dos cucharaditas por la mañana disueltas en agua, zumo o café), su rostro estaba relajado y terso y se podía expresar sin ninguna dificultad.

El último siempre en llegar era don Cosme, un profesor retirado que tenía mal genio que pensaba que a la juventud le hace falta disciplina, autoridad y buenas maneras, pero que, cuando se iba a su casa, su carácter se transformaba e incluso se iba con los jóvenes del lugar a tomar unos vinos, pues también era líquido apropiado para disolver la fórmula.

Cuando acababa la jornada, tras haber atendido a todos sus clientes, don Matías repasaba la cantidad que tenía que reponer de las distintas  clases de azúcar que contenían los frascos y, al mismo tiempo, pensaba que su famosa fórmula mágica no sería tal si a estos ingredientes no le añadiera una buena dosis de empatía, varias porciones de comprensión y ciertos gramos de atención. Mezclado todo ello y servido con la mejor sonrisa podría contribuir a mejorar, al menos, la vida de sus semejantes.

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