jueves, 25 de octubre de 2012

Coponieve

Mi nombre, durante años, fue Adrián Rodelco. En este momento de mi vida carezco de la necesidad de nombrar las cosas, y mucho menos a las personas. Me he convertido en un observador mudo.

Vine al mundo una fría noche de invierno, y conmigo llegaron las nieves, que tiñeron de blanco toda la comarca. Quizá fuera esa coincidencia meteorológica la que explicaría la razón de mi fascinación por los copos de nieve; las formas más puras y bellas que he sido capaz de encontrar en la naturaleza. O tal vez no.

Mis primeros pasos transcurrieron siendo un niño hermoso, con facciones delicadas, tez clara y cabellos rojos como el fuego, que contrastaban con mis ojos negros, produciendo un efecto de atracción entre cuantos me rodeaban. Estos detalles de mi físico, que ahora me resultan lejanos y extraños, me fueron relatados en numerosas ocasiones por Analía, mi madre. Es curioso que, para referirme a ella, sí preciso utilizar su nombre.

Me contaba Analía que, siendo aún un chiquillo, anduve perdido durante días en el transcurso de una monumental nevada. Mi padre organizó con los lugareños grandes batidas para buscarme, peinando palmo a palmo cada rincón. No tuvo descanso ni tan siquiera cuando se hacía la noche. Entonces, en grupos más pequeños y alumbrados por candiles, proseguían con el rastreo. Decía mi madre que, días más tarde, cuando las esperanzas de encontrarme con vida comenzaron a desvanecerse, regresé por mi propio pie. Aparecí de la nada, descalzo, caminando sobre una alfombra de nieve, que se resignaba a abandonar su reino. Mis cabellos, hasta entonces del color del fuego, se tornaron blancos. Esta noticia, que se calificó de misteriosa, y mi inesperado regreso corrieron como la pólvora y dieron para mucho de qué hablar. A partir de ese momento, las leyendas en torno a mi persona se multiplicaron y hubo quien se refirió a mí como el hijo del hielo o el endemoniado blanco. Pasamos de ser una familia admirada a ser rechazados por toda la comunidad. Mi padre no aguantó la presión y desapareció sin más.

Nada pude explicar de lo que sucedió durante esos días ya que, a partir de entonces, dejé de pronunciar palabra alguna. Analía murió con la certeza de que algo sorprendente debió de ocurrirme durante el tiempo que permanecí en la nieve. Nada le dije porque nada podía decir para hacerle comprender mi verdadera esencia y preferí callar para siempre.

Ahora formo parte de otra realidad y, a través de mis cristales de hielo, contemplo un mundo que no me satisface demasiado. Me gusta crearme cada vez en formas diferentes, buscando la belleza y la armonía. Cuando las temperaturas lo permiten, me dejo caer sobre las ciudades, los campos, los coches o las cosas y colorear de blanco, por unas horas o días, su oscuro gris. Me doy por satisfecho tan sólo con contemplar la felicidad dibujada en la cara de los niños cuando me ven aparecer, en marcado contraste con el gesto de enfado monumental de sus padres.
Por María S. Martín González

3 comentarios:

  1. ¡Jolínes, la primera...!

    Muy contenta de pertenecer a un grupo tan chulo.
    Besos a tod@s los cuentistas y a la Seño.

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  2. Pues he venido persiguiéndote para felicitarte por este cuento tan ameno y dulce. Eres genial Towanda...
    Bueno, yo llegué y como estabas tú me siento como en casa de modo que por aquí me quedo con el permiso de todos los cuentistas del grupo.

    Besitos.

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    1. Campo... que no te había visto hasta ahora, justo un año después.

      Besos y gracias por acercarte hasta aquí. Este blog es de mi profe del taller de relato y de todos los alumnos.

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