martes, 30 de octubre de 2012

El primer y último día que se enrrolló

Un día estaba con las manos en la masa, haciendo pan. Me encanta fresco y natural. Metido en harina, escuchaba el sonido de la lavadora a punto de centrifugar y vigilaba la integridad física del Ricky, que correteaba por la cocina. Mientras tanto, observaba a Ricardo, mi marido, tonteando con una hamaca de red que se empeñó en comprar en Ikea, y que intentaba colocar entre los dos árboles del jardín. Al parecer, una tarea complicada porque llevaba dos horas malgastadas en su empeño. Luego me diría que el producto venía sin el libro de instrucciones o saldría con cualquier otro pretexto; claro que al lado, en la mesita junto a la piscina, descansaba el tercer botellín y un plato de aceitunas medio roídas.

El señor de la casa llevaba de vacaciones desde que compramos el chalé de segunda mano e hizo la última reparación, no recuerdo cuántos años hace de aquello; sólo me viene a la memoria que aquel día concreto, para conmemorar el fin de nuestras penurias reformistas —las alargamos durante nueve meses—, plantamos los pinos, uno cada uno, en señal de alegría, de unión, de compartir nuestras vidas y algo más.

“¡Marta!” escuché al fondo, “¡Marta!”, en repetidas ocasiones. Estaba aterrada, qué querría, no me llamaba con tanta intensidad desde el primer año de matrimonio. Miré por la ventana y le vi enrollado en una situación atroz. Me di prisa. Me quité el mandil y lo doblé bien, estaba limpio y no quería volverlo a planchar; después apagué el horno por el miedo al gas y a las explosiones; luego hice unas carantoñas a Ricky, que cuando me alejaba ponía cara de tristeza como si le fuera a abandonar para siempre, y tenía que encerrarle porque no quería que observara el espectáculo; más tarde quité del fuego unas patatas y me lavé las manos en el fregadero por si tenía que hacer una operación en vivo; apagué la lavadora porque me gusta controlar el centrifugado, me deja la ropa demasiado seca y arrugada; me quité las chinelas de Hello Kitty que me regaló para mi cumpleaños y me calcé las zapatillas para salir al jardín, no sin antes cerrar bien los armarios, sobre todo el de la cocina, que luego se cae con el peso de la puerta, y a mi hombre cuesta días apretar los tornillos. Hay que ponerle las cosas fáciles y de una en una, sino se complica la vida con cualquier minucia. Aún recuerdo cuando era un manitas. De eso hace muchos años, sobre todo antes de firmar en la sacristía, después de pasar por el altar.

Miré otra vez por la ventana y cogí el cuchillo más grande que encontré, el de trinchar. Lo miré. Buen corte, punta afilada, iría bien para la matanza del cerdo.

Abrí la puerta y le observé de nuevo. Allí estaba el amor de mi vida, atrapado en la red como un pez. Me entraron unas ganas terribles de convertirle en pescado. Luego lo miré mejor, pero ¿qué pez?, aquella masa se asemejaba más a un redondo o a un rotí, de cerdo, por supuesto.

En sus intentos por liberarse, las cuerdas de la malla se habían apretado sobre sus carnes, sobre todo en la barriga, y ya no le quedaban fuerzas ni para protestar. Me vio avanzar con el cuchillo en la mano y e intentó desenredarse otra vez pero, cuanto más se movía, más le apretaba el hilo; se estaba poniendo colorado, tan asfixiado que ya no gritaba ni mi nombre. Dudé entre si el motivo de que no soltara palabra se debía a la presión de las cuerdas o a el acojone de verme con el cuchillo en la mano, acercándome con decisión hacia su garganta. Por suerte para él, antes de salir miré el calendario que colgaba en la puerta de acceso al jardín: faltaban tres meses y veinte días para San Martín.

Entonces fue cuando comprendí el trasiego de los gusanos de seda, y solté unas carcajadas de loca mientras caminaba hacia él, pensando en que mi marido con el tiempo —lo mismo pensé desde el día que le conocí—, podía evolucionar y convertirse en una mariposa. De momento, y valga la redundancia, el capullo estaba dentro del capullo.

Por Tomás Alegre

No hay comentarios:

Publicar un comentario