lunes, 26 de marzo de 2012

Ha llegado la hora

El señor Lavander está muy nervioso. No puede dejar quieta la pierna derecha y los ojos saltan de una parte  a otra del salón como si quisieran recordar todo tal y como está en ese momento. Siente como si un reguero de hormigas le recorriese la espalda de forma implacable, como un soplidito detrás de la oreja que le recuerda constantemente que el minutero se acerca la maldita hora.

En la casa el ambiente es espeso. Es algo así como un puré de patata que se pega a la piel y que apenas permite respirar. Los niños juguetean en el salón a cámara lenta, como sin energía, y Mamá Luoise está llorando en la cocina porque no quiere que el señor Lavander haga ese condenado  viaje que tanto tiempo lleva programado. El aire es denso y cada vez que el señor Lavander respira levanta el gaznate como para que pueda pasar con más facilidad por su faringe.
En el fondo, ninguno confía en que Lavander regrese de su aventura.
Las dos maletas descansan junto a la puerta de la casa, dormida la una junto a la otra, las dos similares en dimensión y color, repletas con todo lo necesario para un viaje de esas características, sin que nadie les preste la más mínima atención, pero con todos los ojos de la casa puestos constantemente sobre ellas.
Tocan al telefonillo y el tiempo se detiene en el interior del piso. Lavander se incorpora de un salto y dirige una mirada a sus dos hijos,  ahora paralizados a pocos metros de él. Los hipitos del llanto de mamá Louise llegan a saltos hasta los pies de todos ellos y les rescata de la pesadilla que les mantiene atenazados.
- Ha llegado la hora.

El señor Lavander se recompone, se coloca el cuello de la camisa, se lleva la mano derecha a los labios y, tras depositar un beso en ella, lo lanza a sus dos niñitos a modo de despedida.
Recorre el pasillo a pequeños pasos, arrastrando los pies como un fantasma; descuelga el telefonillo para abrir el portal, y se coloca entre las dos maletas con la cara del color de la cera. Está asustado y el corazón presto a romper la jaula y desbordarse.
Tocan al timbre y el señor Lavander respira hondo. Justo en el momento en que agarra las asas de sus maletas, mamá Louise sale disparada de la cocina cubierta de lágrimas con la intención de fundirse en un abrazo con él.
- ¡No abras, no abras, por lo que más quieras!
Lavander levanta su mano y la detiene en seco con ese simple movimiento. Acto seguido dirige esa misma mano hacia su boca, y con el dedo índice sobre los labios, la manda guardar silencio. Como un ritual aprendido, se da la vuelta y abre lentamente la puerta que da al portal del edificio.
Y ahí le están esperando.
Una figura alta, de unos dos metros y medio, completamente cubierto con una enorme capa negra está del otro lado de la puerta.
- ¿Señor Lavander?- la voz de ultratumba que surge de aquella montaña negra inunda todos los rincones del portal.
El señor Lavander afirma con un simple movimiento de la cabeza.
La figura negra apoya la guadaña contra la pared, echa hacia atrás la capucha que cubre su rostro cadavérico, extiende la mano derecha hacia el señor Lavander, y un puñado de gusanos cae del interior de la manga hacia el suelo en el momento en que ambos se dan la mano.
- ¿Está usted preparado?- la voz recuerda a la oscuridad. Señor Lavander, creo que le ha llegado su hora…
Emilio José Isidro

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