viernes, 23 de marzo de 2012

El mendigo de las manos azules

El menudo y tímido Eusebio es uno de los muchos limosneros que se procura la subsistencia en un acceso a uno de los numerosos centros comerciales de la ciudad. Desde hace varios años, salpicados con algún periodo de absentismo debido a empeoramientos de su frágil salud, se sitúa, durante las horas más benévolas del día, en la entrada más oriental del que hay situado frente al parlamento regional.

El hombre no molesta. Se sienta a tres milímetros del suelo, la medida del grosor del cartón, y desmenuza artículos y noticias de todo periódico, da igual de que fecha, que caiga en sus manos.

La gente que tiene a bien ofrecerle alguna ayuda, ya pecuniaria, alimenticia o de otra índole, recibe, por este orden, una mirada, que se eleva mansamente desde la lectura hasta el generoso prójimo, una tierna sonrisa y un agradecimiento apenas audible. Unos depositan su altruismo en una gastada gorra, antaño colorida, y otros, los menos, directamente en su mano. Los hay que lo hacen en silencio y los que le dedican alguna palabra, aunque en rara ocasión mantiene una conversación.

Eusebio, hasta que aquella terrible depresión le relegó a la miseria, era una persona considerada, con un sólido cimiento cultural y un meritorio trabajo. Lo que ignoraba, y aún lo sigue haciendo, es su poder de transmisión de sensibilidades ajenas.

Las palmas de sus manos proyectan el negativo de una noche estrellada, infinitos puntos azules sobre un pálido fondo. Estas puntadas se corresponden con unas sobrenaturales terminaciones nerviosas, culpables de dicho tránsito.

Carmela es una mujer más joven de lo que aparenta. Suele llenar su nevera en las ofertas del centro comercial. Encierra en su interior un corazón inabarcable; la humildad y ella son íntimas amigas. Ayuda, dentro de sus mínimas posibilidades, a todo aquél que lo necesita.  Aportó tres hijos a la sociedad y ésta se los llevo, en una edad pensada para ser feliz, de mano de la droga. Su marido no pudo soportar tanta pena y corrió tras ellos. Siempre que le es posible, ofrece a Eusebio una moneda o alguna pieza de fruta. Cree que éste vive en tal penuria  por el uso de las mismas sustancias que envenenaron a sus hijos.

Cortázar es diputado regional. Hombre elegante, cercano a la cincuentena, mesurado y religioso. Procura cumplir con los preceptos de caridad cristiana, por lo que siempre tiene a mano monedas sueltas.

Esta tarde se celebra en la cámara un importante plebiscito, donde se espera una votación muy ajustada. Cualquier apoyo es importante para el resultado final. Cortázar recuerda que debe comprar un regalo a su hija, que viene reclamándole, hasta el hartazgo,  desde hace semanas. Cuenta con apenas veinte minutos para acercarse a la perfumería que está en la entrada del centro, muy cerca del puesto de trabajo de Eusebio. Cruza ligero la avenida, mientras busca alguna moneda en el bolsillo. Observa como una anciana, a la sazón la buena de Carmela, deposita algo en la mano del pobre y se introduce en el local. Al llegar al sitio del indigente, no encuentra la gorra donde depositar el dinero, lo que le hace titubear. El hombrecillo, posado en su alfombra, extiende la mano, mientras eleva la sonrisa hasta el político, produciéndose el roce de las palmas, que hace que caigan las monedas sobre la moqueta de cartón. El edil se apresura en busca del perfume.

Un par de horas después acaecerá un hecho importante, que cambiará el devenir de nuestros protagonistas.
En el momento de la votación parlamentaria, se producirá el trasvase de un sufragio, que modificará el resultado previsto. Cortázar, en contra de las órdenes de su partido, votará a favor de una ley de ayuda a la población marginal, que contemplará, entre otras medidas, indemnizaciones a las víctimas de la droga y a sus familiares.

El político sufrirá los reproches y presiones del estamento al que representaba, lo que le sumirá en una gran depresión, que le conducirá a abandonar la vida política, social y familiar. Acabará limosneando en unos jardines al noroeste de la ciudad.

Pasado un tiempo, el elegante señor será muy celebrado por los visitantes del parque donde fijará su residencia, en el que será conocido como el mendigo de las manos azules.


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