lunes, 26 de marzo de 2012

En el profundo océano

Me llamo Anxo. Anxo Caldeira y soy marino. Desde bien chico llevo faenando en los caladeros de este mar bastardo y terrible que es el Mar del Norte. Veinte años luchando un día sí y otro también, apelando a la buena suerte y a todos los santos que me son conocidos.

Fue un golpe de mar. El barco se inclinó violentamente sobre un costado. Cada uno se agarró donde pudo. Yo me lancé, desesperado, hacia uno de los cabos de la red de arrastre. Fallé. Caí al mar y al momento supe que estaba perdido si mis compañeros nos se habían percatado de mi caída. 

Grité, agite los brazos; continúe gritando no sé durante cuánto tiempo, hasta que el pesquero se convirtió  en un pequeño bote en la lejanía. El frío se dió prisa para morderme todo el cuerpo. Pronto llegaría el final. Cerré los ojos y me deje llevar por las olas. Me subían y me bajaban como en un tobogán diabólico. Subir, bajar... bajar, bajar. Me hundía lentamente. Notaba como el agua encharcaba mis pulmones. Cómo me costaba respirar cada vez más. El roce de algo me hizo abrir los ojos. En la negrura de aquellas aguas abisales me vi reflejado
–mi rostro de tiza congestionado, mis ojos enormes de espanto-  en una criatura translúcida que irradiaba una luz irreal impropia de aquellas profundidades. La criatura, o lo que fuera, se adhirió a mí, y de inmediato dejé de jadear, de dar bocanadas de ahogado. Mi boca y mi nariz se acostumbraron al agua marina y empecé a respirar con normalidad. La normalidad de respirar como los peces. 
No tuve tiempo de asimilar mi nuevo estado, el extraño ser empezó a moverse. Más bien se entregaba al albur de la corriente. Y yo con él. De forma natural, como algo aprendido hacía mucho tiempo, avanzaba por el mar profundo teniendo como guía la luminiscencia del ente que me salvó la vida.
Perdí la noción del tiempo surcando aquellas aguas, hasta que llegamos a una enorme grieta. Como un tajo mortal dividía una colosal masa de piedra que se elevaba amenazante delante de nosotros. En su interior, la criatura me abandonó. Se desprendió de mí, dejándome sobre una plataforma de dura roca. La oscuridad era total. Yo seguía sereno y tranquilo, a gusto con mi nuevo estado. Poco a poco, una tenue luz empezó a adueñarse del recinto y mis ojos se fueron acostumbrando a la claridad recién venida.
Era una gruta monumental. Una inmensa bóveda se elevaba hacia las alturas labrada en roca viva. Miré a mi alrededor. No estaba solo. Estaba rodeado de gente, seres humanos como yo. En grupo, por parejas, solos. Todos atareadas, haciendo diversas labores. Fui avanzando, incrédulo. Me sonreían cuando se fijaban en mí. Con asombro reconocía a algunas de aquellas personas...
Allí estaba el viejo Celso, sentado en un rincón, tallaba primorosa pipas de espuma de mar. El viejo y terco Celso. Salió un día con su pequeña barca, a pesar de la galerna que se cernía amenazadora. Reparando unas redes reconocí a Lucía, “la loca de Muxía”. Una mañana fría de marzo se metió en el mar hasta que la cubrieron las olas. A su lado, tensando los hilos de la urdimbre, estaba Martiño, el “percebeiro” de Paio. Desapareció una tormentosa madrugada entre las rocas negras de percebes. 
Han pasado días, semanas, meses. El tiempo transcurre tranquilo, casi monótono. Ahora me dedico a tallar grandes mascarones de proa. Madera no me falta. Restos de naufragios hay por toda la gruta.
Solo cuando allá arriba, en tierra, los días son brumosos y el mar se confunde con la costa, podemos subir y pasear por el litoral o caminar al interior en busca de algún pueblo o aldea. A veces, también, vamos en procesión con la “Santa Compaña”.

                                                                         Andrés Orellana

No hay comentarios:

Publicar un comentario