jueves, 27 de febrero de 2014

Two hundred

Por fin se produjo la noticia que miles de madrileños llevábamos tiempo esperando. Se había dado portazo a las pretensiones del anciano, y asqueroso, una cualidad no quita la otra, ni la pone, pero en este caso conviven, magnate bostoniano, que quería instalar en la periferia de Madrid un Las Vegas europeo.

Ya no habría que emprender otra nueva reforma laboral que deteriorara aún más las actuales condiciones aprobadas por la reciente y nefasta legislación. Ni nos preocuparíamos por todas esas multimillonarias infraestructuras que se pondrían al servicio de ese anciasqueroso, que no sabemos si se iban a amortizar, pues había fundadas sospechas de que el pretendido negocio era un subterfugio para conseguir dinero fresco de todos nosotros, facilitado por unos gobernantes que pondrían el cazo, y así saldar las millonarias deudas contraídas por el americano allá en el lejano oriente. Tampoco habría que temer por la nómina de serviles prostitutas, por los bufones y los cuentistas que pudieran pulular por las habitaciones de los hoteles de lujo haciendo felices a los distinguidos tahúres, ni por los desalmados prestamistas que permanecerían apostados en las inmediaciones de los locales de juego, para ofrecer dinero a los desdichados ludópatas a un interés casi suicidante. Situaciones que me resultaban harto desagradables.

A las pocas semanas, escuché otra noticia que, aún siendo opuesta a la anterior, no me desagradó demasiado. Para qué mentir, dado su carácter patrio, hasta me gustó. Las autoridades regionales habían permitido, después de muchos años de prohibición, la instalación en Madrid de dos casinos, mucho más pequeños, apéndices de otros situados a más de treinta kilómetros de distancia. Pero en este caso, y eso suponía un tanto a su favor, no habría que modificar la legislación y, muy importante a mi parecer, no se iba a relajar la prohibición de fumar en locales públicos.

Escuché que uno de ellos estaba situado en un edificio histórico a unos pasos de la fuente de la diosa Cibeles. Se habían conservado todas las singularidades de la construcción original, por lo que aconsejaban su visita, aunque no fuera para jugar. Además, te ofrecían por internet entradas gratuitas para dos personas. Y hacía meses que no salía de casa más que para trabajar.

Pensé que un lunes sería el mejor día de la semana para conocerlo. Me perfumé, me vestí lo más elegante que pude -cambié el jersey por una añosa chaqueta y la cazadora por una desfasada gabardina- y me arreglé un poco el mostacho. Camino del casino, una gitana que me ofreció una ramita de romero -y yo se lo acepté a cambio de unas monedas, me sentía generoso- me auguró una noche muy dichosa. No estaba nada mal para empezar.

En la puerta del edificio, una despistada rubia con pinta de extranjera, envuelta en un abrigo de piel, parecía buscar un cartel con los precios o los requisitos para poder entrar. Me dirigí a ella para brindarle la mitad de mi entrada y, por un momento, me creí George Clooney en la película “Un día inolvidable”, a dos pasos de una Michelle Pfeiffer de treinta años.

Con un inglés americano, intercalado con alguna palabra en español, aceptó mi ofrecimiento. Una vez dentro, sin apenas articular palabra, ya que aún me temblaba la boca, y todo el cuerpo, de la emoción, le dejé un aflautado “hasta luego”. Peor, un aflautado y patético “see you later”.

Recorrí las lujosas salas del palacete, sin quitarme a la rubia de la cabeza, admirándome de los detalles tan extraordinarios que ocupaban cada rincón, terminando la ruta en un majestuoso salón repleto de ruletas. Allí volví a encontrarme con la Pfeiffer, que, desde la mesa más lejana, me obsequió con una hipnotizante sonrisa.

Dudé, pero me acerqué a ella, que aprobó mi atrevimiento con otra sonrisa. Pensaba que iba a esparcirme por la moqueta como el vino vertido de una copa. Me preguntó si iba a jugar y le contesté que no. No era mi intención. Sólo pretendía gastarme algunos de los cuarenta y cinco euros que llevaba en tomar una copa, por lo que le ofrecí una, que, con otra deliciosa sonrisa, aceptó. En ese momento noté la evaporación de mi estado líquido.

Ocupamos una mesa en un rincón, donde la luz de una vela amplificaba aún más su belleza. “¡Qué calor!”, me dijo en su idioma, y sus dedos se dirigieron al botón superior de su abrigo, que todavía llevaba puesto, y se lo desabrochó. Continuó con los dos siguientes y, para refrescarse, agitó la prenda por el lado de los ojales, regalando a mis ojos, tras un body casi transparente, un seno de Play Boy.

Tras  observar cómo me goteaba la baba me preguntó si me gustaba. Le dije que sí, con cara de gilipollas, y me contestó: “two hundred”. Entreabrí la boca, con un mayor gesto de idiota, hasta que reaccioné y deduje que me pedía doscientos euros por acostarme con ella. No dije nada, pero ella añadió ahora con un español casi perfecto: “Si no tienes, seguro que en la cafetería de la esquina encuentras a alguien que te lo presta. Búscalo y te hago pasar la mejor noche de tu vida”.

Me besó en los labios Michelle Pfeiffer y yo, más parecido a un Groucho Marx sin cigarro que a George Clooney, y aún sabiendo que al día siguiente tendría que pedir a mi hermano el doble de dinero para devolverlo en concepto de usura, salí con largas zancadas, dejándome el culo atrás, en busca del bendito prestamista.

Por Vicente Briñas

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