viernes, 21 de febrero de 2014

Recordando

Al salir del trabajo, estaba enfadada consigo misma. Sin saber cómo se dejó convencer por su madre. Le había prometido que se acercaría al pueblo, no contaba con terminar tan tarde. Ahora no le apetecía meterse en el coche y hacer ciento y pico kilómetros para llevar unas flores, que ni siquiera había tenido tiempo de comprar. Al final decidió hacer el viaje, una vez compradas las flores  se puso en camino. Llegó demasiado tarde para visitas,  su madre estaba en casa de una de sus tías así que se quedó a dormir en la vieja casa de los abuelos.

Jacin no había vuelto al pueblo desde que murió su abuela. A pesar de que ya hacía tiempo que había dejado de ser una niña, echaba de menos las noches de verano en que la abuela contaba  las historias que, según decía, eran verídicas. Durante el viaje fue rememorando alguna de esas viejas historias, que la retornaban a su niñez.  

Hay lugares de los que no se pude huir, aunque intentes evitando una y otra vez se produce el reencuentro. A Jacin  le sucede hoy,  después bastante tiempo vuelve al pueblo de su padre. Sin saber porqué, no se sentía identificada con sus gentes, quizá por ese tenebrismo que parecían desprender, una mezcla entre religión y superstición que impregna los lugares y sus habitantes. Aún recuerda los paseos hasta el cementerio en las tardes de domingo. Era la visita obligada de clero (solía haber más de un representante  del mismo e incluía respetuoso besamanos) y de la gente del pueblo. No se paseaba en dirección contraria, algo que si se hacía cuando caía la noche. Había, además, otras costumbres que Jacin no entendía, ni ha intentado entender.

Un afán de privacidad enfermiza, cuando todo era público. Como lo del tío Saturnino y de sus hijos que, al llegar a la madurez, desarrollan esa enfermedad mental de la que no se habla sino en susurros. Se iban casando y teniendo hijos, a pesar de que todo el pueblo estaba seguro de que la parca les reclamaría pronto un nuevo tributo.

Sin  la abuela no tenía sentido visitar un lugar, del que lo único que la atraía era precisamente que ella allí estaba. A pesar de que ya hacía tiempo que había dejado de ser una niña, añoraba las noches teñidas de los relatos de la abuela. Imposible olvidar ese trayecto hasta la cama, el recelo y la huida de esa sombra que les mira y les sigue mientras se alumbran con el candil. 

Según contaba la abuela cada año, en la noche del día de difuntos,  la Santa Compaña se detenía en la puerta del tío Saturnino y reclamaba a alguno de sus hijos. También contaba que solo allí habían visto a la comitiva de ánimas en pena con sus luces titilantes. Es la noche en la que se abre la puerta entre los dos mundos y los muertos regresan para visitar a los vivos. En las casas se encienden mariposas (luces que arden en un platillo sobre una capa de aceite) que les indican el camino a  la mesa  que  está dispuesta, o que sirven de protección para que no vengan a molestar durante esa noche.  En esta macabra reunión se ponen en paz con los vivos: les reprochan los errores o faltas,  promesas incumplidas… piden lo que necesitan  para liberarse de esa cadena de penitentes y pasar al otro lado.

Pocos pueden ver a los espectros, filas fantasmales de sudarios con pies descalzos presididas por un mortal, portador de una cruz  y rodeado de una difusa luz que alumbra su pálido rostro. Condenado a vagar eternamente sin volver la vista atrás, hasta que algún incauto, sorprendido, reciba la cruz y la condena de vagar de la que solo se librará entregando el relevo a otro ser vivo. 

Aquellos que se crucen en su camino con la Santa Compaña puede que sólo oigan la salmodia del rezo de un rosario cuyas negras cuentas van desgranando, huelan el humo de sus velas u oigan arrastrar de cadenas… Si te topas con ella lo que hay que hacer es no escuchar, no hablar, no pensar,  no mirar, no aceptar nada que te ofrezcan;  si es un cirio es anuncio de una muerte próxima, si es la cruz quitas su maldición y la asumes tú.

Se había despertado sobresaltada, le pareció  oír ruido de cristales, guardó silencio,  nada… un sudor frio corrió por su frente. ¡Que tonta soy!  Volvió a dormirse. Al despertar se asomó a la ventana. Ese primero de noviembre amaneció nublado, las gotas de roció en las hojas temblaban con el viento, sus ojos recorrían el  trayecto mientras resbalaban lentamente. Entre la niebla divisó una figura que se alejaba.

Cuando se dirigió a la cocina, para prepararse el desayuno, al pasar por el salón vio cristales rotos. Era el espejo que colgaba encima del aparador, estaba hecho añicos y recordó: “tenéis que volver los espejos cara a la pared, así aunque esté detrás de vosotros no la veréis”. Se volvió hacia el retrato que había en el otro lado de la pared  y vio la figura desdibujada de su abuela.

Por Mayte Espeja

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