miércoles, 26 de febrero de 2014

Alisado japonés

Ernesto tenía luz propia. Lo supe porque me deslumbró en el momento en que le besé. Nos casamos, quizá algo precipitadamente, pero yo ya estaba de tres faltas y estas cosas es mejor normalizarlas cuando los abultamientos del cuerpo no son aún demasiado evidentes. Tuvimos una niña y fuimos felices. A Ernesto lo ascendieron y un buen día se lió con su secretaria. Me lo confesó tranquilo, con una mueca ridícula, mezcla de lástima y de alivio, y me pidió que no hiciéramos un drama de la situación; más que nada por nuestra hija. Ese mismo día me corté los rizos, que él tanto veneraba, a navaja, yo misma, y en el suelo de nuestra propia cocina. Lo cierto es que estuve algo descentrada en esa época. Lo maldije durante meses, pero luego entendí que haberme casado con un hombre como él, con tanta luz, comportaba ciertos riesgos. 

Pasó el tiempo y, aunque me costó, rehíce mi vida con un señor de Cuenca, que vivía en el piso de arriba, y que se dedicaba a la venta de pequeños electrodomésticos a domicilio. Le conocí un día soleado, tomando el ascensor, cuando llevaba una caja de una plancha alisapelos promocional que, según él, causaba furor entre las jovencitas. Era un tipo sereno, atractivo con prudencia, pero sin luz, un hombre mate y sin brillos, lo que me dio cierta tranquilidad y equilibrio. Conseguí ser moderadamente feliz entre sus pocas luces y mis muchas sombras.

Un día sonó el teléfono. Era Ernesto. Se disculpaba por el daño que me había causado. Me explicó que me amaba, que había roto con su novia y que quería volver conmigo. No dejaba de llorar desde el otro lado del teléfono. Me dijo que había alquilado una casa cerca de un lago y que me esperaba. Qué romántico había sido siempre, pensé. Por supuesto que no le contesté que sí, faltaría más, tenía que hacerle entender lo mal que me había sentido y la angustia y la soledad en la que me sumí cuando me abandonó… Quise que sufriera como yo lo había hecho y antes de darle una respuesta le hice suplicar; rogar por una segunda oportunidad; tenía que verle arrastrado reclamando mi amor y mi perdón… Tras diez minutos de súplicas, ruegos y llantos, que a mí se me hicieron interminables, claudiqué rendida. 

Lo dispuse todo en casa. Envié a mi novio a la recogida del melocotón a Murcia, lo primero que se me ocurrió, y lo curioso es que no se extrañó. Cogió sus pocas pertenencias y salió por la puerta con ese aire sereno y apagado que era su seña de identidad. A la niña la mandé con mis padres y me preparé un pequeño bolso de viaje en el que no faltó un conjunto de lencería en satén rojo sangre y mi plancha de pelo para el alisado japonés, que tanto me favorecía. Metí las coordenadas de la casa del lago en el GPS de mi coche y corrí como una loca a los brazos de Ernesto. Hasta sin coordenadas le hubiera encontrado tan solo con seguir el sendero de su luz. Me estaba esperando de pie en un bonito porche cuajado de flores. No me dejó hablar, me besó, me tomó en sus brazos y, mientras me desnudaba, me condujo directamente a la cama… Me dejé amar y lo amé como una bellaca, una y otra vez, hasta que, extenuados, quedamos dormidos el uno en brazos del otro…

A la mañana siguiente, Ernesto preparó un baño de espuma para los dos. Me indicó que estaba muy bonita con el pelo lacio, que ese corte me favorecía. “Es alisado japonés”, le dije orgullosa. Menos mal que me había traído la alisadora. Allí, en la bañera, reanudamos nuestro deseo, en el mismo punto donde el sueño lo interrumpió la noche anterior. Salí la primera del baño, quería arreglarme el pelo antes de desayunar y, mientras él permanecía aún dentro jugando con la espuma, le dije que le amaba, que siempre lo había hecho y que jamás le había podido olvidar. Ernesto comenzó a llorar. Me enterneció. Y es que soy una sentimental que no puede ver llorar a un hombre; esas cosas me desarman. Entendí que se daba cuenta del tremendo error que había cometido al abandonarme… Lloraba como un niño al que se le escapa el globo que le acaban de comprar. Cuando se serenó me pidió perdón. Vi la luz en sus ojos, en sus labios, alrededor de su cuerpo, sobre su cabeza. Me dijo que le perdonara otra vez porque se había vuelto a equivocar. Había discutido con su novia y en un impulso estúpido me había llamado a mí… ¡Que se había peleado con su novia y en un impulso es-tú-pi-do me había llamado a mí!.. ¿A mí?.. No quería creer lo que estaba escuchando… ¿Había sido utilizada como una vulgar vía de servicio en una pelea de enamorados? Ernesto me había puesto de nuevo la vida patas arriba… Me estaba diciendo que me dejaba, el muy canalla, y aún veía su luz… Dejé de plancharme el pelo y me senté en la taza del váter para no caer desvanecida. Me dijo que lo de anoche había estado muy bien y que podíamos repetirlo los tres… ¿Los tres?.. ¿Qué me estaba proponiendo este libertino tarambana?.. ¿Un trío con su novia?.. ¡Valiente degenerado indecente..! 

Me levanté, le insulté, le maldije, le escupí, le puse la cara roja de bofetones y me tapé los ojos para que no me cegara la luz… Tomé mi plancha de alisado japonés y la arrojé al agua… La luz de sus ojos, labios y cuerpo desapareció engullida por sus propios estertores. Era la primera vez en mi vida que le veía tan apagado y tan convulso.

Por María Sergia 

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