sábado, 22 de febrero de 2014

Cosas corrientes

Nací un domingo de febrero, en una capital de provincias. De ese día no puedo contaros gran cosa,  porque apenas había llegado. Además, os diré que en esa época no se solían dar muchas explicaciones a los niños, cuanto menos a una recién nacida.  Si puedo contaros, de oídas, que al parecer mi padre quería un chico. Sueño que tardó varios años en materializarse poco tiempo y por partida doble. Pero esa es otra parte de la historia.

Eran los años cincuenta del siglo veinte. En esas fechas las cartillas de racionamiento daban sus últimos coletazos. Esto no quiere decir que con ello se hubiera llegado a la prosperidad; quedaba tiempo de incertidumbre, pero no para mí, era un bebé precioso y sabía llorar o reír según la necesidad… Mi abuela Isabel me auguraba un futuro esplendoroso.

Recordando su figura alargada y sus vivos ojos azules, no pude evitar una sonrisa mientras acercaba a mis labios la taza del té, con la que calentaba mis manos en una fría tarde de invierno. Como fogonazos rápidos primero, y luego deslizándose despacio, las imágenes de mi infancia llenaron la habitación y la calle accesible a mi ventana. Suavemente, como un río que te lleva, me trasportaron a tiempos y lugares de cosas corrientes y emociones sencillas. 

Entre las brumas de que están envueltos muchas veces, y la reelaboración que sufre con el tiempo todo recuerdo, emerge la escuela del pueblo de mi madre. Situada en la planta baja del ayuntamiento dividía en dos la principal y única calle. Dentro, los pupitres de madera gastada, con sus temibles tinteros de loza, capaces de, en un instante, teñir de azul indeleble papel, mesa y vestido… los tanques de aluminio o porcelana desconchada, en los que recibíamos nuestra ración de leche en polvo que previamente habían batido para disolverla, no recuerdo bien con qué, la maestra y los chicos mayores. Aún veo la perola renegrida por el humo de la salamandra que, ya encendida cuando llegábamos los pequeños, calentaba la estancia. En ocasiones,  a la leche se sumaba un trozo de queso amarillo y gustoso, que más que comer roíamos para que nos durase más. Las carreras a la salida y la música de los lápices dentro del cabás de madera, los gritos, las pequeñas y grandes travesuras hechas en la libertad de un pequeño pueblo, donde todo el mundo se conoce o tiene lazos familiares.

Otro sorbo de té y, esta vez, una carcajada. Éramos espías de los chicos y chicas un poco más mayores, entre los que se encontraba mi hermana, también el chulito de turno: ¡Chiquitos, chiquitos, mirad que alto meo!, gritaba Cirilo haciendo la correspondiente demostración subido en un poyete, tan alto que tuvo que cerrar la boca rápidamente ante la inesperada ducha y el regocijo de toda la chiquillería. 

Inolvidables las escapadas al río, a pescar, la emoción de encontrar un cangrejo agazapado tras levantar, con mucho cuidado, una piedra y otra, y otra… aventuras de las que siempre salía alguien remojado. 

Pero los días plácidos y de juegos a la sombra de los abuelos siempre llegaban a su fin. Y otra vez a la ciudad.

Jugar en la calle no era sencillo, tras la consabida recomendación: no habléis con extraños, mi madre se asomaba a la ventana varias veces y verificaba que no nos habíamos movido de la plazoleta y que todo estaba controlado… Mi hermana, otras amigas y yo chapurreábamos una jerga con la que nos dirigíamos a los extranjeros que visitaban la catedral, junto a la que vivíamos, y salíamos corriendo, lo mismo que hacíamos tras llamar a los timbres de las casas. 
Y, de fondo, una sensación extraña. No sé si era esa la realidad o es mi lectura de ese momento pero al evocar la ciudad en esos días  me invade un sentimiento de desamparo. Quizá la clave sea un padre enfermo y ausente y una madre ocupada en salir adelante en una situación difícil. 

Las cosas habían mejorado para algunos, para otros aún quedaban años de incertidumbre. Yo llevaba fatal que mi madre me enviara a hacer los recados, las pequeñas compras: dile al señor Gaspar que nos lo apunte. Eso era lo que menos me gustaba, ir a comprar al fiado es como si me mandaran a pedir. Me hacia la remolona pero, por más que lo intentaba, no conseguía que los hiciese mi hermana.

Una y otra vez la visita a los abuelos, los juegos en la calle, “soy la reina de los mares…”, la abuela contando historias  mientras cocina, el risco tras las casas, el río fluyendo incansable… 
Así hasta  aquel  día de agosto. Nos mandaron, a una prima de mi edad y a mí, a recoger las medicinas del abuelo, en un pueblo de al lado, a unos ocho o diez kilómetros. Teníamos once años, muchas ganas de hacerlo bien y nos habían dejado un burro con el que trabajaba el molinero, pequeño y gris, resabiado y huidizo. No conseguimos montarlo, cada intento terminaba en una caída, teníamos que tirar de él para que no se escapase. De Platero solo tenía el tamaño y el pelo. Pese al burro, conseguimos ir y volver hacia el atardecer. Subimos a la alcoba de los abuelos, el abuelo sentado en la cama y la abuela en una silla a su lado, nos recibió con un: ¿ya estáis de vuelta? Suavemente se metió entre las sábanas, dio media vuelta y se quedó quieto y en silencio para siempre.

Era agosto y, sin embargo, recuerdo un día gris, sollozos y vestidos negros. Después, todo fue diferente. Mi espacio de libertad junto a los abuelos se disolvió, como humo, en esa misma tarde.

El té se ha terminado. Contemplo el fondo de la taza, como si más adentro hubiera claves para entender mi vida. Alegrías y penas emergen, entre la niebla del tiempo, amores y desamores, encuentros y despedidas, los viajes, la universidad, un trabajo que no exige creatividad pero que gratifica… y tantas pequeñas cosas que se colaron en mi vida y han tejido mi historia. Imágenes en blanco y negro.

Hace unos años volví al pueblo de mis recuerdos y ya no estaba allí. Los sitios donde pase mi niñez, la casa, la escuela el río donde se lavaba la ropa, mientras los chiquillos buscábamos cangrejos o culebras que enredábamos en un palo, habían desaparecido. Quería reencontrar mis raíces y se han perdido enredadas en el espacio y el tiempo. 

Pero la abuela Isabel tenía razón: un futuro esplendoroso. Estoy aquí, en mi casa, con la ciudad a mis pies, dueña de mi vida y mis recuerdos y con una taza de té entre las manos.

Por Mayte Espeja

No hay comentarios:

Publicar un comentario