lunes, 24 de febrero de 2014

La instantánea

          
Le había vuelto a suceder. ¿Cómo una imagen podía despertar en él tantos recuerdos? Había arribado a Valdoviño como un náufrago sobrevive a una tempestad. Todos le esperaban; le recogió un coche, llegaba don Luis, el director del centro. Al tomar contacto con la realidad, desestimó todas las consignas que desde Madrid se le habían marcado. Comenzó por eliminar las llaves de las habitaciones, fuera taquillas, los niños contarían con dormitorios  decorados con sus ídolos, se celebrarían sus cumpleaños, nada de ropa prestada. Se los llevaría al centro comercial y los equiparía  para el nuevo curso. Una vez al mes irían al cine, se organizarían rutas los fines de semanas, no se contarían los yogures… quería lograr un hogar para todos.
“No se fíe”, era el comentario que más escuchaba. “Estos niños están muy bien aleccionados”. “Estos niños son víctimas de sus circunstancias”, respondía él.

Estos pequeños habían tenido en su corta vida experiencias durísimas, como dormir en una bañera mientras su madre ejercía la prostitución en la habitación de un hostal de carretera, o presenciar la llegada de un padre borracho a media noche y despertarlos para que le calentaran la cena. Pero Luis se había propuesto que tuvieran una existencia lo más normalizada posible, aunque solo lo lograba por momentos. En una ocasión, empeñado en hacerle entender a Juan Carlos, un chico de ocho años, que había que aprender a conjugar el verbo haber este le dijo: “Yo lo que quiero saber es cuántos sacos de patatas tengo que vender para comprarme unas zapatillas nuevas”.

Y, tal vez por esa fuerza que engendra la esperanza, le costó ver la  cara oculta de la luna. Los niños estaban encantados con las novedades que Luis había implantado, y un fin de semana al mes, como recogía la ley, lo pasaban con  la familia, ala que, entusiasmados, contaban las novedades. Fue en uno  de esos fines de semanas Luis echó en falta su magnífico equipo fotográfico, ese que su padre le había regalado al acabar su licenciatura y que sería el último regalo antes de su  muerte repentina. Esa cámara le ayudaba a plasmar solo los instantes que él deseaba y que conformaban “su vida”, desde una representación teatral de los niños, hasta una hermosa luna llena. Pero no estaba, alguien había entrado en su habitación y se la había llevado. Aguardó esperanzado a la tarde del domingo, cuando los niños volvían al centro, no tuvo que esperar mucho para saber qué había pasado con su equipo. “Nos han comprado una bicicleta a cada uno!”, dijo el más pequeño de los Barreiros. Llamó el lunes a la abuela,, que era la que se hacía cargo de aquellos niños. Bajaba por la cuesta del pueblo con sus ropajes amplios, su pañuelo negro en la cabeza, su larga vara de eucalipto y seguida por un par de hermosas vacas. “¡Imposible, mis rapaciños no!” Afirmaba indignada al tiempo que su mirada sobrevolaba la plata que adornaba el salón.

Y así pasaron algunos años hasta que decidió volver a Madrid. Le prepararon una despedida y, en el último momento, cuando se acercaba la hora de coger el autobús, Bea, la mayor de las Barreiros le dio una foto de todos sus hermanos tomada uno de esos fines de semanas en los que visitaban a la familia y le dijo: “Nos la hicimos para que tuvieras un recuerdo de nosotros. Nos la hizo un amigo de papá con una cámara como la tuya”, le dijo el más pequeño de la saga. 

¡ Es tan increíble lo que una imagen puede evocar!



                                                                                       Por Parapeto



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