jueves, 24 de enero de 2013

Las cinco estrellas

En las primeras décadas del siglo XXI, en Madrid, capital de lo que entonces se conocía como reino de España, era costumbre que se celebraran grandes fiestas, donde acudían miles de jóvenes en busca de diversión.

En dichos eventos sonaba la música con una potencia tan alta, que a punto estaba de que aquello se llenara de tímpanos reventados. Unas veces, los músicos deleitaban con sus estridentes melodías, otras, las notas las producían unos artistas que mezclaban sonidos, a los que llamaban disc-jockeys.

Los chicos gritaban y saltaban al ritmo de la música. Lo poco que hablaban entre ellos tenían que hacerlo a gritos, debido a la elevada intensidad del ruido.

Para aguantar hasta altas horas de la madrugada, los jóvenes mezclaban grageas y bebidas, que les hacía brincar como canguros. Estos productos, en una gran cantidad de casos, les hacía sufrir alucinaciones, mareos y pérdida de conocimiento. Pero no todos las personas que asistían a estos festejos tenían las mismas costumbres. La mayoría pasaba la velada de la forma más natural.

Estas reuniones, al recibir a tantos cientos de muchachos, debían cumplir un gran número de requerimientos, por parte de sus organizadores y por las autoridades competentes.

Pero era tanta la demanda de este tipo de jolgorios, que los que lo organizaban, movidos por la avaricia, aprovechaban para hacer rebosar sus arcas de euros, la moneda que circulaba en Europa por aquella época. Con el afán de beneficiar a estos desaprensivos, ya que eran amigos suyos, las autoridades relajaban las normas o, sencillamente, no les obligaban a cumplirlas.

Una noche de los difuntos se organizó una de estas celebraciones. Los que la organizaron permitieron entrar el doble o el triple de  personas de las que estaban autorizadas. Los que tenían que controlar el orden en el auditorio estaban más interesados en revender entradas. Al médico, que era muy mayor, y ya le habían retirado la licencia para ejercer, le preocupaban poco los jóvenes que tenía que atender. No había ambulancias para ocuparse de quien estuviera grave. Las autoridades, además, habían pasado por alto ciertas irregularidades de los promotores.

Esa noche, cinco bellas jovencitas murieron aplastadas por una avalancha que se precipitó contra ellas, debido a la nefasta organización de la fiesta.
Desde entonces, cada vez que puede repetirse un accidente como el de esa trágica noche, se ve brillar en el cielo, con mayor intensidad que ninguna otra, a cinco estrellas alineadas. Si uno se fija detenidamente, puede distinguir el gesto de dolor de aquellas cinco muchachas.
Por Vicente Briñas

La última creación de Diogenisio

Una luminosa mañana, precursora de la llegada del equinoccio de las flores, paseaba Diogenisio por una de las innumerables praderas que componían su edén, emplazado en una península al sur de la cordillera gobernada por Pyrene, diosa de las altas montañas.

Orgulloso de su paraíso, cada mañana se deleitaba contemplando el paisaje nacido de su propia energía, aunque,  con el paso de los siglos, iba notando como su paseo matutino se hacía un poco menos llevadero, debido principalmente  al exceso de masa que iba lentamente acumulando en su divino organismo.

Advirtió los brillos que la luz del alba reflejaba sobre la hierba y, aún harto de convivir con ello, reparó por primera vez en la cantidad de porquería que había depositada en el prado en que habitaba. Decidió que ya era hora de hacer una limpieza.

 Las bellas extensiones de Diogenisio estaban colmadas de toda clase de árboles: ornamentales, aromatizantes, leñosos, frutales y otras originales variedades.

Dentro de su actividad divina, había dedicado especial interés en la creación de especies productoras de alimentos: los bovinos, con sus jugosas carnes y su nutritiva leche; los ovinos, de los que producía sabrosos quesos; los porcinos, de los que curaba sus patas con maestría; los peces, que se le arrimaban en los ríos para ser pescados; los naranjos, manzanos, perales y vides, que le proporcionaban sus mejores frutos, y los árboles ultramarinos, que concibió cuando empezó a aburrirse de sus anteriores inventos.

A Diogenisio le divertía idear árboles de esta última especie. Una de sus categorías predilectas era la de los bollacos, a la que pertenecía el panricoquero, que producía donusius en verano y bollicones en invierno. Otra subespecie era la de los bebestibles, donde destacaba la mau, que le liberaba de la sed después de comer los frutos de los chucherios, que producían risquetinas y bocabios. Existían otras diversidades, como los piscolabios, los pascuálidos y los simonáceos.

Este tipo de árbol tenía un gran inconveniente. Cada fruto nacía con su correspondiente envoltorio, de plástico, papel, metal, que Diogenisio arrojaba por donde le venía en gana. Su cabaña, donde solía cobijarse cuando las grandes lluvias, tenía tal capa de restos y envases que apenas le permitía moverse, a pesar de su gran envergadura.

Esa luminosa mañana decidió que tenía que limpiar su pradera favorita. Ayudado de los animales de dicho hábitat, cumplidores siempre de sus divinos designios, recogieron toda la basura que encontraron y la acumularon en dos montones. Diogenisio estaba dispuesto a encender una hoguera, cuando el viento del sur precipitó una tormenta que descargó una gran cantidad de agua sucia de polvo del desierto.

El hacedor se refugió en su cabaña, que seguía inmunda, pues nadie se preocupó de adecentarlo. Almorzó una pierna de cordero, acompañada de simonáceos y bollacos. Después, se tumbó sobre la alfombra de restos y reposó la comida, hasta que la lluvia cesó.

Volvió a los dos montones  de inmundicias, que encontró totalmente embarrados. Al no poder prenderlas, empezó a jugar con las montoneras, modelando, sin pretenderlo, unas figuras con una forma que le pareció graciosa, semejante a su imagen, pero de tamaño más reducido. Una vez perfiladas, procedió a recoger los restos que quedaban en el suelo, llenándose las manos, pegando los dos pegotes en la parte superior de uno de los cuerpos, el más curvilíneo.

Satisfecho de su nueva invención, decidió que, dentro de una especie superior, a la que llamó la de los homínidos,  daría vida a sus retoños, que podrían hacerle gran compañía. Reparó en una piltrafa que quedaba en el suelo y la pegó allí donde se juntaban las extremidades inferiores del cuerpo más rectilíneo.

Al fin, dio la luz a sus dos esculturas. Éstos se miraron mutuamente; observaron con sorpresa a su hacedor; advirtieron los árboles ultramarinos y corrieron a recoger sus frutos y atiborrarse de ellos, arrojando los envoltorios sobre la hierba. Una vez hartos de comer y beber volvieron junto a Diogenisio. Éste les preguntó que cómo estaban y aquéllos, con cara de imbéciles, no pudieron más responder con una exhibición de aerofagia.

Diogenisio, interpretando el futuro que podría esperarle junto a los homínidos, sobre todo cuando empezaran a procrear, decidió abandonar su paraíso y ascender hasta una altura que le permitiera controlar su creación. Aunque, con el paso del tiempo, dejó de prestarles la suficiente atención.
Por Vicente Briñas

miércoles, 23 de enero de 2013

Mito

En el principio de los tiempos en los dominios de Sak Xunán todo era hielo. Ella era la dueña y señora que regía el orden en un mundo blanco. Cada día, al caer la tarde, gustaba de pasear entre las inmensas praderas de escarcha que rodeaban su castillo o entretenía las horas cincelando los bloques de hielo con cuantos carámbanos encontraba colgados de cualquier saliente.

Una mañana observó a lo lejos una inmensa bola de un color rojo cegador que a su paso iba fundiendo las aguas congeladas, otorgando vida a pequeños lagos. Quedó fascinada por la belleza de tonos que la conformaban y, cuando pudo tenerla más cerca, percibió el inmenso calor que brotaba de ella. Era Kook Kaa’k, el señor del fuego, alguien al que no conocía pero de quien había oído hablar mucho.

Esa noche se amaron y también la siguiente y la siguiente de la siguiente… Pero él debía marcharse. Cuando Kook Kaa’k partió, Sak Xunán corrió a arrancar un gran carámbano con el que comenzó a esculpir una figura en un bloque inmenso de hielo. Quería crear un símbolo a su amor. Al atardecer, ya había terminado y observando su magnífica escultura quedó dormida junto a ella. Cuando la luz del día se hizo notar, la figura había tomado vida propia.


María Sergia Martín

La creación del hombre

Hallábase Felonio, El Creador,  tan satisfecho de su obra que se solazaba en la contemplación de astros, estrellas y planetas que flotaban en el ingrávido cosmos y decidió que  había llegado el momento de crear modos de existencia que habitaran tantos mundos vacíos.

Observó cuidadosamente todos los elementos y empezó por una esfera transparente, de tamaño mediano, que le llamó la atención por su tonalidad  azul y recordó que al concebirla la inundó de agua cristalina que imitaba el color del cielo cuando  éste se reflejaba sobre su superficie, y convino en que sería el lugar idóneo para insuflarle vida. Y lo llamó Tierra.

Comenzó por decorar el escenario, introduciendo playas y montañas, desiertos y estepas, selvas y bosques colmándolos de vegetación y animales: gigantescos y diminutos, voladores y terrestres, todos enlazados por un código de armoniosa convivencia.  Acto seguido, al apreciar que su mundo estaba en tinieblas, lo iluminó,  situándolo cerca de una bola de fuego que llamó Sol, en torno  a la que  lo hizo girar para aportarle luz y calor.



Tras esta fatigosa tarea, el Creador estaba cansado y se dispuso a disfrutar del resultado, observando como se alternaban  los días y las noches, admirando los ciclos de las estaciones que hacían variar paisajes y plantas y cómo a las tormentas y heladas, les sucedían días de acogedora calidez.

Pasados varios milenios, en los que Felonio se paseó por otras galaxias y volvió a su planeta preferido para comprobar si todo estaba en orden. Adoptando la forma de pájaro recorrió la Tierra y constató que era un edén de belleza y armonía y decidió crear a un ser diferente, ni planta ni animal, que poseyera las cualidades del propio Felonio y las transmitiera poblando la Tierra.

Así es como quiso dotarle al mismo tiempo de valor y justicia, fuerza y ternura, integridad y recto modo de proceder con la Naturaleza.

Cortó la rama de un roble,  por ser árbol recio y de gran consistencia, y lo mezcló con barro, materia moldeable y adaptable, dándole forma de primate, y le añadió la fortaleza del simio, la habilidad del felino y la nobleza e inteligencia del equino, tomando pelos de dichos animales y sometiendo todo al calor del astro rey y la acción del viento. Y lo llamó Hombre.

Más tarde creó a su compañera de la misma forma y proclamó que hombre y mujer serían los reyes de su creación, se extenderían por la Tierra y convertirían el planeta en un paraíso de paz y felicidad, cuidando del resto de las criaturas y de los árboles y plantas.

Pero ignoraba Felonio que hombre y mujer adquirirían  cualidades que no les fueron otorgadas desde el principio y quebrantarían la lealtad que les había sido concedida e indignado les abandonó a su suerte.

Y así fue como la humanidad conoció la traición, el egoísmo, y desde entonces el lugar ameno y delicioso se convirtió en morada de penalidades, luchas y destrucción, generación tras generación, por los milenios de los milenios.


       Carmen Alba

martes, 22 de enero de 2013

El mundo

Érase una vez un mundo. Negro, frío e inhóspito. Sus únicos habitantes eran las Rocas. Ellas poseían y poblaban un paisaje estéril y sombrío. Grandes rocas puntiagudas y hurañas que arañaban un cielo amenazador.

Un día apareció la Lluvia, torrencial, imperativa, arrolladora. Golpeó sin piedad las incontables rocas; las arañó, las maltrató, las arrebató su firmeza y mudó el paisaje.  Algo tan liviano como el agua deshizo su poderío ostentado desde tantos siglos atrás.

Ellas que se creían invulnerables, infranqueables, sólidas y arrogantes, se fueron horadando y redondeando bajo el insistente golpear de sus diminutas gotas.  El agua se fue abriendo camino a través de su dura envoltura. Dejó al descubierto su parte más poderosa.  La Lluvia desmembró su armadura y liberó su corazón.

Hasta entonces su himno era: "Las Rocas no lloran, no sienten, sólo existen, no se desvanecen". Pero eso había cambiado, y ellas ya sólo eran un recuerdo de lo que fueron y descubrieron que ahora tenían corazón.

Otro día apareció el Viento.  Era un ente invisible pero mucho más violento que la Lluvia. Las azotaba y las quebraba, las bamboleaba y arrastraba ladera abajo sin control y sin conocimiento, y cuando al final se cansaba de jugar con ellas y de maltratarlas, las abandonaba a su suerte, lejos de su mundo conocido y familiar.  Algunas de ellas llegaban hasta donde la Lluvia había hecho mansión y se vanagloriaba de sus dominios; donde sus gotas habían formado legión y, como un ejército poderoso, desfilaba y arrastraba todo lo que a su paso encontraba.  Eran los Ríos, poderosos y nerviosos; profundos y escandalosos.

La Roca que acababa en ellos rodaba y, rodaba y si no encontraba un recodo donde acomodarse, acababa por empequeñcerse de tal modo, que ya no la decían roca, sino arena la nombraban. Entonces su canción era: "Bastión venido a menos, ¿quiénes fuimos, quiénes seremos?".

Otro día apareció un ser diminuto, frágil, sin aparente fuerza ni poder. Pero resultó ser el elemento que más alteró su morfología: el Hombre. Primero eran pocos y torpes, pero ya eran violentos y se aprovecharon de su dureza para crear armas y con ellas matar y defenderse. Fueron aumentando en número e inteligencia y descubrieron   los Metales, más duros y resistentes que las Rocas, para lograr sus fines. Crearon toda clase de herramientas y con ellas esculpieron su dura corteza y modificaron su exterior. Montañas enteras desaparecían y se convertían en pirámides, castillos, fortalezas, catedrales, murallas y fronteras. Calzadas, caminos y carreteras construyeron con paciencia y esmero. Ahora su canción era "En las cimas nacimos, ahora nos pisotean, ¿qué más nos queda?"

No les faltaba razón porque les quedaba aún un largo y variopinto camino. Fueron esculpidas y en los templos sagrados adoradas, fueron lápidas y en los cementerios por los mortales lloradas, fueron bendecidas y milagros les achacaron, fueron preciosas y lindos cuellos adornaron, fueron arrojadas y cuerpos inocentes lapidaron.

Ahora nada temen, de nada se extrañan, saben que todo cambia y nada permanece, y que lo que hoy es grande mañana desaparece. El Hombre puede apretar un botón y la Nada será la que gobierne ese universo que un día les perteneció.

Ahora su canción es:" Rocas fuimos, polvo seremos, ¿mañana dónde nos encontraremos?"

Por Raquel Ferrero

lunes, 21 de enero de 2013

La tía Ezequiela

El bar de un pueblo pequeño es como los mentideros, una de sus funciones es la difusión de noticias, cotilleos y sucesos cotidianos y se esfuerza por hacerlo de forma tan esmerada y veraz que no lo haría mejor el periódico más acreditado, además siempre de forma desinteresada.

En uno de esos lugares sagrados me narraron esta historia, y así la transmito a quien interese.

En los años oscuros de la postguerra, cuando nuestro país estaba sumido en el hambre y la miseria, vivía en un pequeño pueblo castellano una mujer, enjuta de cara y cuerpo, de edad indeterminada, conocida por tía Ezequiela, que regentaba una de las dos panaderías del lugar, negocio del que se tuvo que hacer cargo al morir su padre y que la permitía vivir holgadamente.

Como era diligente y animosa y no había encontrado ningún pretendiente adecuado entre los rudos mozos del pueblo, disponía de tiempo libre suficiente después de cerrar la tienda, que dedicaba a visitar a cuanta parturienta se estrenaba como madre, llevándoles una barra de pan recién sacado del horno, bollos caseros y varias estampitas de santos que, según aseguraba, velarían por la vida de los recién nacidos.

De forma que la tía Ezequiela, amante de los niños que ella no pudo tener, estaba feliz entre sus panes y sus visitas y aunque era de carácter más bien desabrido, la gente apreciaba sus atenciones.

Pero comenzaron a suceder acontecimientos luctuosos en el pueblo: los niños que tan gratamente ocupaban a Ezequiela morían a los pocos días, lo que generó un estado de alarma general entre los vecinos, que finalmente acusaron a la mujer, unos, de bruja, otros, de endemoniada, y los más, benévolos de enviada del Averno, coincidiendo unos y otros en que la causa del mal acaecido al pueblo era que la tía Ezequiela les había “echado mal de ojo” a los pequeños.

En una época en que la desnutrición, la escasez de medios sanitarios y la falta de instrucción, los males diarios con los que se convivía, era fácil que arraigara el germen de la superchería y las creencias populares, de modo que se reunieron el alcalde, el médico, el cura y el maestro, altas ‘instituciones populares’, para devolver el raciocinio a los exaltados habitantes, sin conseguirlo.

La gente empezó a demonizar a la tía Ezequiela, apartando la mirada cuando se cruzaban con ella, dejando de ir a su tienda e incluso los más retrógrados, queriendo resucitar el tribunal de la Santa Inquisición.

Víctima de la sinrazón, menospreciada y abandonada, se encerró en su casa de la que no volvió a salir hasta el día que la encontraron inerte, en un rincón de la cocina con varias estampitas en sus resquebrajadas manos.

Ha pasado el tiempo y la casa, paradójicamente se convirtió en un centro cultural, pero los vecinos aseguran que desde entonces, cuándo nace un niño en la villa, no puede pasar por allí hasta que ha cumplido un año de edad. Carmen Alba

Leyenda sobre la felicidad

Cuenta una leyenda que hace muchos, muchos años, tres duendes se reunieron en un precioso jardín para planear sus travesuras. Les encantaba juguetear con los humanos.

Uno de ellos dijo: “¿Por qué no les escondemos algo a lo que tengan mucho aprecio?”

-Algo, ¿cómo qué?-respondió otro.
-¡Ya lo tengo! Vamos a esconderles la felicidad… -repuso el tercero.

Dicho y hecho. En pocos minutos los tres se afanaron en buscar el perfecto escondite.

-¿Por qué no en la cima de la montaña más elevada?
-Bah, ése es un mal sitio. A los hombres les gusta mucho escalar y seguro que alguno la encontraría.
-Pues, en el fondo del mar, a cientos de metros de profundidad y escondida en un cofre cerrado con tres llaves.
-No. Los hombres son curiosos y les gusta inventar cosas. Quizá un día alguno invente un aparato para descender en el mar y la rescate.
-¿Y en otro planeta?
-Tampoco me parece un sitio seguro. Cualquier día mirando las estrellas podrían tener ganas de viajar y con un poco de aquí y otro poco de allá, serían capaces de fabricar una nave para viajar entre los planetas…
-Creo que lo tengo. Vamos a esconderla dentro de ellos mismos…
Los tres duendes se miraron entre sí extrañados.
-Sí, estarán tan ocupados buscándola fuera que nunca la encontrarán.

Todos estuvieron de acuerdo, y desde entonces cuenta la misma leyenda que ha sido así: el hombre se pasa años de su vida buscando la felicidad sin saber que la lleva consigo.
 
        María Sergia Martín

domingo, 20 de enero de 2013

Órbigo, río de la vida y la muerte

Ha pasado ya mucho tiempo, más de treinta años, pero nadie olvida que bajo el puente sobre el río Órbigo se vivió una tragedia.

Fue aquel 10 de abril de 1979, cuando un grupo de estudiantes se vieron en la más cruel de las pesadillas, nueve de ellos volviendo a nacer, otros cuarenta perdiéndose irremediablemente en las profundidades de aquel río lleno de remolinos y corrientes agresivas. Nunca se supo explicar que fue lo que realmente pasó en la curva en el momento exacto en que el bus despega de la carretera y cayó a un pozo en el interior del río haciendo el rescate de los niños más difícil.

Veinte años después, personas que no conocían de la tragedia fueron testigos de cosas inexplicables que pudieran fácilmente calificarse de sobrenaturales. Estos fenómenos no se presentan por la muerte, sino por la pérdida instantánea de un montón de vidas juveniles que estallaban de alegría y de pronto desaparecen inevitablemente, así como las muertes de muchos de los que trataron de salvar las vidas de los niños.

Según informes oficiales del enigma del río Órbigo, los datos, las cifras, alumbran un espanto difícil  de imaginar en toda su magnitud. 47 cuerpos, entre maestros y alumnos quedaron varados en el río, para siempre, solo 9 niños que volvieron a nacer aquella misma tarde. Al otro lado del puente un sonido extraño despierta a toda la población, hombres, mujeres, niños corren a la ribera del río, y lo que contemplan les perseguirá desde entonces y para toda la vida como la más desgarradoras de las pesadillas.

Es el momento de los héroes y de las reacciones inesperadas. Ante los gritos de los niños en la mitad del agua turbia, los habitantes de Santa Cristina,  algunos sin saber nadar, se arrojan al río sin vacilaciones por un impulso humano, con un único objetivo: salvar vidas jugándose las suyas. Órbigo, el río de la vida y muerte, repleto de remolinos, de corrientes traicioneras, de pequeñas cimas, pero de considerable profundidad donde quedaron muchos cadáveres. Pasaban las semanas y algunos cuerpos aún no se recuperaban.

El campamento de rescate había recogido los bártulos y los padres enlutados esperaba recuperar los cuerpos inertes de sus hijos. En ese mismo lugar se escribió la historia del niño Cristóbal Pérez, de 12 años, el último en aparecer junto a una chaqueta y unas postales que habían comprado en el Museo del Prado; esa misma noche una mano anónima depositó un puñado de rosas en aquel mismo lugar.

Con el paso del tiempo han quedado dos marcas indelebles: el enigma permanente sobre las causas del accidente se habla de los juegos de los niños echando polvo pica-pica, teoría que luego esta teoría fue descartada. El misterio en forma de recuerdo, de pesadilla constante, de imagen que no se despega del alma de quienes presenciaron el infierno en forma de río.

Ambas localidades, Vigo y Santa Cristina de la Polvorosa, de donde procedían las víctimas, se hermanaron y lo hicieron con un bello signo, el mítico e inmortal Cruceiro.

Por Pilar Martínez Hidalgo

Figuras de la niñez

No sabe qué paso aquel día, a pesar de los años transcurridos; aún persiste en su memoria aquella sensación de miedo recorriendo su cuerpo. Celes cuenta, entre risas,  que su mayor preocupación eran sus zapatos de charol, nuevos y relucientes.

En aquel minúsculo pueblo castellano no se asustaba a los niños con “El Coco”, sino con “El Sacamantecas”; sin saber en qué momento surgió,  se asociaba a la desaparición de un niño, cuyo cadáver fue encontrado, tras varios días de búsqueda, en una cueva.

En este pueblo, de una sola calle, escondido en un pequeño valle surcado por un río y protegido entre montañas, “El Sacamantecas” se  percibía como una figura fantasmagórica, grande y maligna que  se llevaba a los niños, les sacaba las mantecas y las cocinaba en su cueva en una gran olla negra.

Aquel día de verano, como tantos otros, Celes había ido a la fuente de la era, con un grupo de niños, cada uno con su botijo para llenarlo del agua transparente y fresca que manaba de la fuente. Era un pequeño manantial en la falda de la montaña, para llegar a él había que bajar un talud, escondida entre cañas y arbustos siempre verdes, el agua formaba un pequeño riachuelo en el que crecían los berros, fruto preciado para niños y adultos. 
También como tantos otros días, los niños hicieron caso omiso de la advertencia familiar tan repetida:
— ¡Vuelve a casa antes  de que se haga de noche!

Los juegos en la era, la búsqueda de berros… como cualquier día. Pero ese fue diferente a todos los demás.

A la luz de la luna, estaban llenando sus botijos en la fuente, cuando uno de ellos gritó:

—¡El Sacamantecas, que viene el Sacamantecas, el Sacamantecas!

Todos salieron corriendo,  gritando:

—¡El Sacamantecas, el Sacamantecas..!

Cruzaban el arroyo de la fuente “a chape”, Celes buscaba un sitio para cruzar, sin meterse en el agua. No podía mas  y veía cómo los demás corrían y corrían,  ella iba quedándose atrás perseguida por una figura grande, oscura y andrajosa con un gran cuchillo en su mano.

Cuando Celes lo cuenta, entre risas, dice:

—¡De verdad, yo creo que le vi!

Por Mayte Espeja

sábado, 19 de enero de 2013

La nada y el vacío

La Nada despertó. Buscó en la oscuridad a ambos lados de su lecho. Nadie la acompañaba y tuvo consciencia de su soledad. Decidió, entonces, que había soportado demasiado vacío en la eternidad de los tiempos y que necesitaba compañía. Primero pensó cuánto le agradaría oír una voz, pues el silencio era lo único que escuchaba más allá de sus pensamientos. Creó así el sonido. Como el tiempo del silencio ya había concluido, utilizó su voz para decirse a sí misma que, a continuación, nacería la luz. No soportaba ya el peso de las sombras y, cuando creara lo que había pensado, quería que pudiera ser visto para conocer el grado de belleza de su obra. Así, abrió los ojos con fuerza y la luz nació.

Una vez que ésta germinó, comprobó que nada había que ver o escuchar pues todo estaba vacuo, así que decidió alumbrar la tierra firme, el mar y el cielo, para que algo se pudiera ver y escuchar, y lo llamó Paraíso. Le gustó el nombre, pero nada en él se movía; era como ver una imagen fija eternamente y decidió añadir el movimiento. Creó los planetas y sus satélites y los ató con invisibles hilos para que sus órbitas estuvieran relacionados y la noche y el día se sucedieran eternamente como en un infinito juego.

Ahora que la Nada ya tenía qué ver, no tenía con quién comentar la belleza de los colores del atardecer, ni los del amanecer, ni las turquesas aguas del mar, ni las verdes praderas de trigo mecido por el viento; así que decidió entonces que no volvería a estar sola y moldeó sobre las montañas un cuerpo a su imagen y semejanza y con la fuerza de un rayo le dio vida. Pero la emoción del último momento le hizo temblar y erró, y así el Vacío no se creó a imagen exacta de la Nada. Fueron sólo complementarios y, cuando se acercaron comprobaron que sus cuerpos encajaban entre sí, amantes. Tanto placer y tanta felicidad disfrutaron que decidieron extenderlos sobre la faz de la tierra, por lo que modelaron montañas con sus formas y con cuantas  aquellas que su imaginación vislumbró, creando tormentas que dieran vida a todas las criaturas sobre la superficie de la tierra.
 
Por Luis Castilla

viernes, 18 de enero de 2013

El caballero medieval

—Mi brigada, parece que ha visto un fantasma. ¿Qué le pasa, si sólo ha mirado la lista de servicios para esta noche? Hay luna llena pero no es para tanto
— ¿Sabes qué día es hoy?
—Claro, mi brigada, hoy es domingo, 10 de julio, el cumpleaños de mi madre. Voy a comer con ella y luego, a las nueve, cuando sea la hora de cerrar el museo entro de guardia con Vd., mi brigada.

 El brigada Chaparro no podía creer su mala suerte; qué malaje, se decía en su tierra. De estatura breve y amplio estomago, hacía honor a su apellido, mientras el cabo primero profesional, que así se hacía llamar, chusquero para todos los demás, se llamaba Olmo, alto y corpulento como el árbol que no aún contraído la grafiosis. 

—No es que quiera darte una clase de historia pero, ¿sabes cuál es la pieza más importante del museo?
—Por supuesto, mi brigada, recitó de carrerilla, las piezas más importantes del Museo del Ejército son: la capa de Boabdil, ‘El chico’, la armadura de Carlos I y, por encima de todas ellas, como reza el folleto de la entrada, la Tizona, la espada del Cid Campeador.
— ¿De verdad que no has oído nada al respecto?
— ¿Algo de qué, mi Brigada?
—No, si va a ser verdad que te has ganado a pulso el apodo de chusquero.  ¿Sabes lo que vamos a hacer esta noche? Tú y yo nos vamos a encerrar en la sala de banderas y de ahí no nos va a mover nadie hasta que amanezca. ¿Entendido?
—Mi brigada, por favor, explíqueme de qué va todo esto.
—Voy a contarte una historia, pero cuando termine nunca la harás mención, yo negaré haberla contado y juraré sobre la Biblia que nunca oí hablar de ella.

Fue hace bastantes años, yo aún no era brigada, acababa de pedir destino en Madrid y el museo podía ser un destino tranquilo. Así, que todo ufano y contento, me dispuse a hacer mi primera guardia nocturna por los pasillos de este edificio, que como ya debes saber fue el salón del trono que formaba parte del Palacio de Buen Retiro. Por un lado, pensé que sería un trabajo relajado donde pasear y dejar sestear los días hasta la fecha de mi ascenso, en la que podría pedir un destino más acorde con mis aptitudes y mis deseos, una tranquila oficina en alguna ciudad del sur, junto a mi amado mar Mediterráneo. 

Aquella noche no la podré olvidar jamás. Domingo, 10 de julio.  Nada más cerrar la puerta y apagar las luces del edificio, un ruido de cristales rotos atronó en el interior. Rápidamente, los que estábamos de guardia nos dividimos en dos grupos, unos a rodear el perímetro exterior, los más y otros,  el brigada Plácido y yo mismo, corrimos por los pasillos en busca de la causa de aquel estrépito. En nuestra carrera, jadeantes y azuzados por la adrenalina de nuestra sangre, llegamos hasta la sala de armas blancas donde nos encontramos una vitrina rota y sus cristales desperdigados por todo el suelo. Lo peor, La Tizona, desaparecida. Escuchamos sonido a lo largo de los pasillos, incluso llegué a creer que había escuchado metales golpeando entre sí, relinchos y ruido de cascos a la carrera. Pasado el primer momento, todo permaneció en silencio. Encendimos todas las luces del museo y recorrimos las estancias, los pasillos, las oficinas, hasta llegar a las buhardillas y los sótanos. Hasta llegar a una conclusión: nadie había entrado, nadie había salido. 

Una vez hubo terminado la ronda completa, apostamos vigilancia en los lugares de entrada y salida, y nos dirigimos al cuerpo de guardia para hacer el informe que habríamos de presentar a nuestros superiores al día siguiente de aquella pavorosa noche. Fue entonces, cuando los mismos ruidos se reprodujeron y al llegar de nuevo a la sala de armas blancas, cuál no sería nuestra sorpresa, al ver vimos cómo una figura a caballo, vestida con yelmo y cota de malla, depositaba la espada en la urna de cristal para desvanecerse lentamente a la vez que los rayos de sol entraban por los huecos de las contraventanas. No habríamos creído lo que vimos si no hubiera sido por el reguero de sangre que dejó tras de sí, la misma que goteaba de la Tizona y por la cabeza que se encontraba pinchada en la pica del alabardero que se encuentra junto a la puerta de la sala.

Muchos son los testimonios de personas que dicen haber visto la figura de un caballero medieval que cabalga por el Retiro blandiendo una espada en noches de luna llena, y todos ellos coinciden en la fecha, domingo, 10 de julio, aniversario de la muerte del Cid Campeador.
 
Luis Castilla

jueves, 17 de enero de 2013

La leyenda del lobo


Como cada año, viajábamos a la tierra en que nacieron mis padres. Durante el trayecto, los cinco hermanos sentados en la parte de atrás del vehículo, unos encima de otros, peleando, protestando y jugando al veo-veo. A la hora del atardecer entrábamos en la sierra y, según se hacía de noche, los niños guardábamos un silencio expectante, cargado de miedo e interés.

Mientras conducía, mi padre nos contaba la historia que tanto le angustió en la infancia, cuando se la oyó a sus mayores. “En las fiestas los mozos iban de un pueblo a otro, normalmente en grupo. Aquel año, Manuel quedó prendado de Gracia, campesina de una aldea lejana. Empezó a visitarla con frecuencia. Manuel hacía el camino solo, ya que a ningún mozo le venia bien acompañarlo. Un día, la chica y él se entretuvieron más de la cuenta. El joven partía al servicio militar y estarían varios meses sin verse, lo que les llevó a un encuentro más profundo. Manuel lucía su uniforme ante Gracia, que le veía cada vez más guapo. Se despidieron abrazándose con gran congoja y prometiéndose amor eterno. Era noche oscura y el soldado tenía que cruzar la sierra solo y a pie. Pero, gracias a la pasión que sentía por la amada, el muchacho se creía protegido de todo mal, venciendo los temores del camino.

Más, al día siguiente, Manuel no llegó a casa. Pasaron dos días y nadie sabia de él. Los aldeanos creían que en la montaña había lobos que atacaban al hombre, sin embargo, el miedo era tan feroz que se cuidaban de mencionarlo. La familia y los vecinos rastrearon los alrededores. Al tercer día, el cabrero, que acompañaba a su ganado mientras triscaba por la sierra, vio a lo lejos algo negro que brillaba. Se acercó y observó aterrado, explicando después en el pueblo: lo único que quedaba de Manuel eran los pies dentro de las botas militares; lo demás se lo habían comido los lobos”
 
Mercedes Martín

miércoles, 16 de enero de 2013

El origen

Cuando aquella masa incandescente giró y giró alocadamente hasta enfriarse, ya se había formado la tierra. Entonces dios se entretuvo observándola y pensando qué podía hacer con ella. Se le ocurrió llenar sus huecos con agua y cubrir el resto de su superficie con seres vivos adheridos a esa sustancia que cambiaba de color según las zonas y que llamó tierra. Así nacieron los vegetales. Los creó de muy diversas formas y tamaños. Hizo algunos gigantescos, otros minúsculos. Dibujó sus ramas y sus hojas. Luego, las flores y, por fin, los frutos. Los fue pintando con los colores que se le iban ocurriendo. Así se pasó miles, millones de años.

Cuando se aburrió, comenzó a sembrar plantas también en mares y ríos.

Pero éstas se fueron multiplicando desaforadamente. Se apretujaban. No quedaba ni un resquicio.

Pensó y pensó…

Al fin tuvo la solución: crearía otros seres vivos que pudieran moverse y que se alimentaran de  las plantas. Así aparecieron los animales.

Entonces sucedió, tras miles de años, que los vegetales desaparecían y los animales se multiplicaban. Ante esta situación, tomó la decisión de que algunos bichos grandes se comieran a los pequeños. Y que éstos se reprodujeran más que los otros.

Así se entretuvo mucho, mucho tiempo, perfeccionando sus criaturas. Lo hacía todo a su antojo y capricho. Nada escapaba a su dominio. Era el amo y señor de todo.

Pero un día, ocurrió algo inusitado…

Tras una gran tormenta de lluvia y viento, cuando las aguas bajaron, todo quedó cubierto por un  gran lodazal.  Fue entonces, cuando un trozo de ese barro cobró vida y comenzó a moverse. Por donde pasaba se le adherían restos de sustancias orgánicas y minerales. Su tamaño aumentaba.

Estupefacto, dios observaba ese ser que éL no había creado. Aunque el viento soplara con fuerza, el trozo de barro seguía avanzando. El sol lo calentaba  al máximo y eso lo iba secando. Se formaron grietas en su masa, pero crecía y andaba.

Apoyado en una nube, dios observó. La masa iba cambiando de forma y color, según pasaba por un trigal, una duna, una pradera. Dios se asombró cuando vio que la parte que rozaba el suelo se dividía, formándose dos patas largas; y en la superior otras extremidades más cortas. Todas terminaban en dedos, como en algunos animales. ¿Cómo era posible que “eso” se estuviese formando sin su intervención?  Para colmo, entre las patas superiores fue creciendo una cabeza con ojos, nariz, boca, orejas. “¡No es posible!”, se dijo.

Ya  no pudo aguantar más su curiosidad y, con el puño cerrado, le dio un golpe en la incipiente cabeza y esperó su reacción. Para su sorpresa, “aquello” se dividió. Ahora eran dos “cosas” iguales que caminaban, movían los brazos y la cabeza. Pero no eran como los animales que él había hecho. Sus movimientos eran diferentes. ¡Hasta le resultaban graciosos!

La superficie de sus cuerpos era oscura y lisa. Cuando se detuvieron, miraron a su alrededor. Se vieron uno al otro, se observaron, se tocaron, se empujaron. Echaron a correr, persiguiéndose. Los movimientos eran torpes y se caían. Después de muchas carreras y porrazos contra el suelo, permanecieron sentados, frente a frente. Entonces, abrieron la boca, echaron la cabeza hacia atrás y emitieron un sonido gutural. Dios se acercó para verles la cara. Se maravilló con la expresión de sus ojos, donde vio un punto de luz que brillaba de forma extraña.  También la boca era diferente.

Uno de esos seres se levantó, acercándose a un animal que se pastaba plácidamente. Intentó agarrarlo, pero éste huyó. Persiguiéndolo a pedradas, lo derribó. Lo olisqueó y se dispuso a desgarrarlo para comérselo. El otro ser, que había presenciado la escena, se acercó intentando arrebatarle la presa. La resistencia del primero y la insistencia del segundo generaron una lucha que acabó con la muerte, a golpes de piedra, del cazador.

Había nacido el hombre.


Elsa Velasco