lunes, 21 de enero de 2013

La tía Ezequiela

El bar de un pueblo pequeño es como los mentideros, una de sus funciones es la difusión de noticias, cotilleos y sucesos cotidianos y se esfuerza por hacerlo de forma tan esmerada y veraz que no lo haría mejor el periódico más acreditado, además siempre de forma desinteresada.

En uno de esos lugares sagrados me narraron esta historia, y así la transmito a quien interese.

En los años oscuros de la postguerra, cuando nuestro país estaba sumido en el hambre y la miseria, vivía en un pequeño pueblo castellano una mujer, enjuta de cara y cuerpo, de edad indeterminada, conocida por tía Ezequiela, que regentaba una de las dos panaderías del lugar, negocio del que se tuvo que hacer cargo al morir su padre y que la permitía vivir holgadamente.

Como era diligente y animosa y no había encontrado ningún pretendiente adecuado entre los rudos mozos del pueblo, disponía de tiempo libre suficiente después de cerrar la tienda, que dedicaba a visitar a cuanta parturienta se estrenaba como madre, llevándoles una barra de pan recién sacado del horno, bollos caseros y varias estampitas de santos que, según aseguraba, velarían por la vida de los recién nacidos.

De forma que la tía Ezequiela, amante de los niños que ella no pudo tener, estaba feliz entre sus panes y sus visitas y aunque era de carácter más bien desabrido, la gente apreciaba sus atenciones.

Pero comenzaron a suceder acontecimientos luctuosos en el pueblo: los niños que tan gratamente ocupaban a Ezequiela morían a los pocos días, lo que generó un estado de alarma general entre los vecinos, que finalmente acusaron a la mujer, unos, de bruja, otros, de endemoniada, y los más, benévolos de enviada del Averno, coincidiendo unos y otros en que la causa del mal acaecido al pueblo era que la tía Ezequiela les había “echado mal de ojo” a los pequeños.

En una época en que la desnutrición, la escasez de medios sanitarios y la falta de instrucción, los males diarios con los que se convivía, era fácil que arraigara el germen de la superchería y las creencias populares, de modo que se reunieron el alcalde, el médico, el cura y el maestro, altas ‘instituciones populares’, para devolver el raciocinio a los exaltados habitantes, sin conseguirlo.

La gente empezó a demonizar a la tía Ezequiela, apartando la mirada cuando se cruzaban con ella, dejando de ir a su tienda e incluso los más retrógrados, queriendo resucitar el tribunal de la Santa Inquisición.

Víctima de la sinrazón, menospreciada y abandonada, se encerró en su casa de la que no volvió a salir hasta el día que la encontraron inerte, en un rincón de la cocina con varias estampitas en sus resquebrajadas manos.

Ha pasado el tiempo y la casa, paradójicamente se convirtió en un centro cultural, pero los vecinos aseguran que desde entonces, cuándo nace un niño en la villa, no puede pasar por allí hasta que ha cumplido un año de edad. Carmen Alba

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