miércoles, 16 de enero de 2013

El origen

Cuando aquella masa incandescente giró y giró alocadamente hasta enfriarse, ya se había formado la tierra. Entonces dios se entretuvo observándola y pensando qué podía hacer con ella. Se le ocurrió llenar sus huecos con agua y cubrir el resto de su superficie con seres vivos adheridos a esa sustancia que cambiaba de color según las zonas y que llamó tierra. Así nacieron los vegetales. Los creó de muy diversas formas y tamaños. Hizo algunos gigantescos, otros minúsculos. Dibujó sus ramas y sus hojas. Luego, las flores y, por fin, los frutos. Los fue pintando con los colores que se le iban ocurriendo. Así se pasó miles, millones de años.

Cuando se aburrió, comenzó a sembrar plantas también en mares y ríos.

Pero éstas se fueron multiplicando desaforadamente. Se apretujaban. No quedaba ni un resquicio.

Pensó y pensó…

Al fin tuvo la solución: crearía otros seres vivos que pudieran moverse y que se alimentaran de  las plantas. Así aparecieron los animales.

Entonces sucedió, tras miles de años, que los vegetales desaparecían y los animales se multiplicaban. Ante esta situación, tomó la decisión de que algunos bichos grandes se comieran a los pequeños. Y que éstos se reprodujeran más que los otros.

Así se entretuvo mucho, mucho tiempo, perfeccionando sus criaturas. Lo hacía todo a su antojo y capricho. Nada escapaba a su dominio. Era el amo y señor de todo.

Pero un día, ocurrió algo inusitado…

Tras una gran tormenta de lluvia y viento, cuando las aguas bajaron, todo quedó cubierto por un  gran lodazal.  Fue entonces, cuando un trozo de ese barro cobró vida y comenzó a moverse. Por donde pasaba se le adherían restos de sustancias orgánicas y minerales. Su tamaño aumentaba.

Estupefacto, dios observaba ese ser que éL no había creado. Aunque el viento soplara con fuerza, el trozo de barro seguía avanzando. El sol lo calentaba  al máximo y eso lo iba secando. Se formaron grietas en su masa, pero crecía y andaba.

Apoyado en una nube, dios observó. La masa iba cambiando de forma y color, según pasaba por un trigal, una duna, una pradera. Dios se asombró cuando vio que la parte que rozaba el suelo se dividía, formándose dos patas largas; y en la superior otras extremidades más cortas. Todas terminaban en dedos, como en algunos animales. ¿Cómo era posible que “eso” se estuviese formando sin su intervención?  Para colmo, entre las patas superiores fue creciendo una cabeza con ojos, nariz, boca, orejas. “¡No es posible!”, se dijo.

Ya  no pudo aguantar más su curiosidad y, con el puño cerrado, le dio un golpe en la incipiente cabeza y esperó su reacción. Para su sorpresa, “aquello” se dividió. Ahora eran dos “cosas” iguales que caminaban, movían los brazos y la cabeza. Pero no eran como los animales que él había hecho. Sus movimientos eran diferentes. ¡Hasta le resultaban graciosos!

La superficie de sus cuerpos era oscura y lisa. Cuando se detuvieron, miraron a su alrededor. Se vieron uno al otro, se observaron, se tocaron, se empujaron. Echaron a correr, persiguiéndose. Los movimientos eran torpes y se caían. Después de muchas carreras y porrazos contra el suelo, permanecieron sentados, frente a frente. Entonces, abrieron la boca, echaron la cabeza hacia atrás y emitieron un sonido gutural. Dios se acercó para verles la cara. Se maravilló con la expresión de sus ojos, donde vio un punto de luz que brillaba de forma extraña.  También la boca era diferente.

Uno de esos seres se levantó, acercándose a un animal que se pastaba plácidamente. Intentó agarrarlo, pero éste huyó. Persiguiéndolo a pedradas, lo derribó. Lo olisqueó y se dispuso a desgarrarlo para comérselo. El otro ser, que había presenciado la escena, se acercó intentando arrebatarle la presa. La resistencia del primero y la insistencia del segundo generaron una lucha que acabó con la muerte, a golpes de piedra, del cazador.

Había nacido el hombre.


Elsa Velasco

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