jueves, 14 de febrero de 2013

No es verdad…

No es verdad, ángel de amor,
que en esta apartada orilla,
más pura la luna brilla
y se respira mejor…

Juan miraba con ojos cansados, había navegado con ellos todo el día y parte de la noche. Por ella era capaz de aprender largas estrofas de poesía, de caminar sobre el fuego y de esperar sentado toda la noche a que la luz del amanecer bañara su angelical rostro. Inés.

Se había incorporado sobre la cama. No podía dormir, se encontraba exhausto, había trabajado todo el día. No tuvo ni un instante de descanso, siempre concentrado en la tarea, salvo algunos momentos en que la recordaba para  hacerse más fuerte.
Casi a oscuras, con la tenue luz del despertador y el mágico silencio de la noche, la miraba. Veía su figura modelada por el cobertor, jugaba con su respiración acompasándola a la suya. Al principio, el juego fue relajado y tranquilo, boca arriba era lánguida y serena, inspiraba con un dulce movimiento de pecho y expiraba con la misma suavidad que mecía su silueta en rítmico vaivén.
Juan no dejaba de observarla, sus pupilas se habían dilatado como las de un felino para ver facciones. No lo necesitaba, podía describir por completo la orografía de su piel, tantas veces recorrida, con sólo cerrar los ojos. Dormía de una forma placida y sosegada. Entonces, divagó unos instantes, paseó por las alturas, subió por empinadas laderas, bajó a los valles donde escuchó el arrullo del viento y regresó caminando sobre ardiente lava.  

Un escalofrío le rescató del sopor y se dio cuenta de que instintivamente seguía jugando con su respiración. Comenzó a apreciar que era más liviana y confusa. Ahora se movía inquieta bajo el edredón, agitaba brazos y piernas en una danza incoherente y desacompasada. Posó la mano sobre su frente —seguro que tan sólo era una pesadilla-, se tranquilizó. A pesar de ello, seguía con su ritmo de respiración. Éste ya no era ligero, sino rápido y superficial, próximo al jadeo.
De repente se desarropó, con sus piernas sacudió las sábanas hasta que se liberó del peso que la oprimía. Entonces, abrió los ojos y escuchó decir:
—Javier, cariño...  

Por Luis Castilla

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