martes, 26 de febrero de 2013

El inquilino

Se ha marchado hoy. Sin la mínima oportunidad de que nos conociéramos mejor, sin escuchar lo que tenía que decirle. Desapareció, dejándome en la soledad más absoluta, el que fuera mi primer inquilino.

¿Por qué no consigo retener a nadie para compartir mi vida? Esto me angustia y es lo que más anhelo.

Todo empezó cuando me quedé solo en este piso tan grande para mí. Isabel se había marchado, después de varios meses de una convivencia difícil. Hacía dos años que vivíamos juntos. Durante el primero (bueno, para ser sincero, los primeros cinco meses) nuestra relación era muy satisfactoria en muchos aspectos, y puedo decir que fui feliz. No sé si ella también lo fue; nunca me lo dijo.

Esa felicidad se fue transformando y pasando a otros estadios emocionales a medida que nos íbamos conociendo. Como en la danza de los siete velos, cada uno que cae va descubriendo lo que hay debajo. En nuestro caso, con menos emoción y expectativas que en el baile. El último velo dejó al descubierto una Isabel muy diferente: ya no era la muñeca dulce y sumisa que había conocido. 

Se ponía a llorar cuando le decía que se quedase conmigo en casa, en lugar de irse con su amiga. Tal vez mis métodos de persuasión no le gustaban. Tengo un fuerte carácter. (Eso dijo mi madre cuando, con 12 años, tiré al gato por la ventana del ático, porque me había arañado.)

También lloró cuando no dejé entrar a su madre. Era una mujer manipuladora; le llenaba la cabeza de ideas poco convenientes.

Ni ella ni su madre me valoraban. ¿Dónde iba a estar tan protegida? En ningún lugar tendría todas las comodidades que disfrutaba en mi casa.

Un día me dijo que se marchaba.

   ¿Por qué no lo hablamos antes, gatita? —le dije, abrazándola fuertemente —. ¿Quién te va a querer como yo? —le dije, mientras la llevaba a la cama.

Al día siguiente, cuando llegué de la oficina y no la encontré, no me sorprendí tanto. Pero la rabia de haber sido abandonado me sacó de quicio. Pegué patadas y puñetazos a las paredes y a las puertas hasta cansarme.

Luego recorrí todas las habitaciones. Se había llevado lo que era suyo; en realidad no era mucho. Creo que no me faltaba nada. 

Yo he estado siempre muy aferrado a mis pertenencias. Opino que el sentido de posesión sólo lo tienen los seres sensibles y fieles. Yo pertenezco a este grupo. Algo que no valoró Isabel.

Cuando comenté a mis compañeros del bufete de abogados que nos habíamos separado, no se sorprendieron.

Así, súbitamente, me encontré solo, y eso no me gustaba nada.

De modo que se me ocurrió alquilar una parte del piso, aprovechando que tiene dos puertas al exterior: una de ellas con el  rótulo “entrada de servicio”. Al pasar por esta última, se accede a una habitación grande y a un baño completo. Tiene comunicación con la cocina.

Decidido a arrendar esa especie de estudio, con derecho a cocinar, puse varios anuncios.

Antes, y para mantener la privacidad, coloqué llaves a las puertas que comunican la cocina con ambas viviendas.  

Después de tres entrevistas decepcionantes, convine una cita con otro interesado.

Cuando llamó a mi puerta y la abrí, me quedé unos segundos pasmado, observándolo. Su aspecto era… ¿cómo decirlo? ¿Estrafalario? Sí, eso me pareció.  

   Hola. ¿Es usted el dueño del estudio que se alquila? Habíamos quedado a esta hora.

Su sonrisa a lo Gioconda y su mirada, clara y directa, me animaron a introducirlo al pasillo y de ahí a mi enorme salón-comedor-biblioteca.

Mientras andaba delante de mí y se acomodaba en una butaca, pude observarlo mejor. Lo veía pasado de moda, como de otra época. Llevaba puesto un pantalón a rayas, amplio y con gomas en los tobillos, una camisa azul desteñida, suelta y sin cuello. Calzaba sandalias franciscanas.  Su cabello lacio y rubio le tapaba las orejas. Eso sí, todo muy limpio. Olía a lavanda.  

Tendría unos años más que yo, tal vez treinta y seis o treinta y siete.

La expresión apacible de su rostro me inspiró confianza.

Interrumpió mi examen. 

    ¿Vive con su familia?—dijo, mirando a su alrededor.

Su pregunta interrumpió mis pensamientos.

   No. ¿Quiere ver la habitación?

Estuvo conforme con el pequeño apartamento amueblado y con las condiciones económicas. Se instaló al día siguiente, después de la firma del contrato.

Le pasé por escrito las  normas que debería seguir como  inquilino, que incluía el uso de la cocina. Las aceptó, aunque después comprobé que se las pasaba por el forro.

Ya al tercer día, tuve que llamarle la atención porque dejaba todo en cualquier lugar. No respetaba su espacio en la nevera. Y eso que se lo había dicho muy clarito. Hizo caso omiso de las prioridades que yo había establecido: primero cocinaría yo; luego él.

   ¿No has visto la pasta y unos champiñones que tenía aquí?— Me preguntó un día, con voz suave y amable.
   No. ¡A saber dónde los pusiste! (La noche anterior, estaba yo tan indignado, que los había tirado a la basura.)

Le gustaban las coliflores y, a pesar de que le dije que me molestaba su olor, siguió preparándolas. Incluso me invitó a probarlas, sin tener en cuenta mi asco. Un día que las estaba cocinando, le puse hojas de sen molidas, cuando se retiró un momento. Estuvo dos días sin aparecer.  

Otra vez le puse sal a la leche de soja que tenía en la nevera. Me disgustaba hasta su color.

Un domingo lo invité a comer porque me sentía solo; se disculpó porque iba al campo con unos colegas.

Una tarde le dije que viniese a cenar. Me habían traído dos chuletones de Segovia. Agradeció con una sonrisa (el muy cabrón).

   Eres muy amable, pero soy vegetariano y me va muy bien. Por cometer un pequeño exceso, estuve tan mal de la digestión estos días pasados. No suele ocurrirme.

Encima me aconsejó: “Deberías comer menos carne.”

 Cada vez me irritaba más su actitud tan pacífica, tan modosita. Me daban ganas de darle un puñetazo en todo el morro, a vez si reaccionaba. Llegué a entrar a sus habitaciones, cuando salía, para hurgar en sus cosas y ver si lo podía joder en algo.

Ya harto de él (porque encima el tío no perdía la serenidad) decidí que era hora de darle una lección. Llamé a mi primo Ramón, que es un delincuente con suerte. Siempre anda metido en algún trapicheo de drogas, de contrabando… Alguna vez ha venido a pedirme ayuda. Así que ahora le tocaba a él.

Le conté que mi inquilino me tenía harto. “Le digo al Pocho que lo sacuda bien”, me soltó. Lo contuve y le expuse mi plan.

Cuando la policía intervino en una pelea entre el compinche de Ramón y mi arrendatario, le encontraron a éste más de 300 gramos de marihuana. Lo detuvieron y lo condenaron a un año de cárcel.

Aunque, en el comienzo, disfruté con la noticia, esta venganza no me dejó contento, como suponía. Tampoco me libraba de la angustia de estar solo, sin nadie que me comprendiese y apreciara mis cualidades: una persona ordenada, trabajadora, cariñosa y fiel.

Por eso, decidí visitar a mi inquilino a la cárcel. Le llevé comida vegetariana y le estuve preguntando sobre su vida allí. Lo estaba pasando muy mal, encerrado con rateros y camellos.

Volví a casa dando un paseo. Sentado en el banco de una plaza, estuve cavilando. “¿Me sentía mejor por lo que había hecho?” Claramente, no. Ese hombre podría haber sido un buen compañero para mis ratos libres. Tuve que reconocer que siempre fue correcto, y casi diría afectuoso conmigo.

Así que decidí pedir a mi socio del bufete, un abogado con mucha experiencia en asuntos de drogas, que se encargara del caso.

Consiguió que a los dos meses le dieran libertad bajo fianza y volvió a casa. No tenía palabras para agradecérnoslo.

Durante varios días compartimos la comida, él la suya, yo la mía. Incluso una vez accedí a probar uno de sus platos, por complacerlo. Le enseñé mi colección de discos y  escuchamos algunos; él trajo té de la India.

Estaba a gusto con su conversación. Percibí que era la primera vez que escuchaba a alguien con interés, con empatía. Estaba gratamente asombrado conmigo mismo.

Esta convivencia idílica, duró menos de un mes. Un viernes, a la vuelta de mi trabajo, encontré, sobre la mesa de la cocina, un gran cuenco lleno de hermosas y coloridas frutas. Con una sonrisa golpeé suavemente su puerta y nadie contestó.

Después de la ducha, en pijama, fui a prepararme algo de cena. Entonces lo llamé otra vez. Nada.

Antes de acostarme insistí y, ante el silencio, lo llamé por su nombre. No hubo respuesta. Entonces, preocupado, traje la llave y entré.

Lo que vi me dejó paralizado y casi sin respiración. 

En el sillón estaba el Pocho, atado; un trapo le tapaba fuertemente la boca babeante y los ojos inyectados en sangre, me miraban con pavor. Adherido a su camiseta un cartel rezaba. “Si quieres un buen porro de maría, pídeselo a éste. Gracias por nada”.

Por Elsa Velasco

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