domingo, 24 de febrero de 2013

Mentiras de supervivencia

Fermín Bocanegra era un mentiroso compulsivo. Desde pequeño había utilizado la mentira para conseguir sus objetivos. Formaba parte de su vida. Incluso las clasificaba en categorías: mentiras piadosas y despiadadas, mentiras alegras y de colores y mentiras tristes y oscuras. También distinguía las gordas y las pequeñitas. Y las dolorosas de las inofensivas.

Se pueden servir frías o calentitas y pueden tener un resultado devastador o producir un inmenso placer si están bien condimentadas.

Fermín mentía siempre, era un experto, pero a veces se enredaba en una telaraña  de contradicciones y no encontraba la salida.

Disfrutaba fingiendo ante los vecinos que había pasado unas vacaciones de ensueño en un lugar paradisíaco, cuando, en realidad, había estado en su pueblo; mientras que a los amigos del pueblo les aseguraba que era el director de su empresa.

En realidad, era vendedor de una de las más prestigiosas cadenas de electrodomésticos del país. Llevaba poco tiempo, pero era tan hábil convenciendo al cliente de las cualidades del producto –las lavadoras eran su especialidad-,  que había ascendido al olimpo de los mejores vendedores de la compañía y disfrutaba de un sueldo decente, buenas comisiones y la estimación  de sus jefes, por lo que se encontraba en el mejor momento laboral de su vida.

Claro que, como de costumbre, había falseado un poco el currículum y añadido algunos datos durante la entrevista, pero eso lo hace todo el mundo si se quiere encontrar un buen puesto, son mentiras de supervivencia. Sabía que la empresa tenía entre sus rígidas normas la de admitir exclusivamente a vendedores casados, porque consideraban que los solteros se distraen y quieren ligar con las clientas, y los divorciados tienen demasiados problemas jurídicos y personales que se llevan al trabajo. Sin embargo, los casados son personas equilibradas emocionalmente y ofrecen mejor rendimiento.

Todo iba sobre ruedas hasta aquel día en que el director general reunió en su despacho a los vendedores que habían superado los índices de ventas exigidos por la empresa y les comunicó que, como todos los años, antes de las vacaciones de verano, quería invitarles a ellos y a sus esposas a una cena íntima en su casa para celebrarlo.

Al escucharlo, se le congeló el cerebro y se le paralizó el corazón. Tenía que buscarse una esposa en el plazo de un mes. Pensó en llamar a alguna de sus ex novias, pero lo desestimó, todas le habían dejado,  hartas de sus embustes, y sería paradójico pedirles que participaran en esa representación.

Una noche, al salir del trabajo,  entró en lo que creyó un bar de copas pero que resultó ser una barra americana de colores chillones donde samaritanas del amor, como decía la canción, le ofrecían unos momentos de felicidad a un precio razonable. Sólo quería hablar con alguien y de repente, se le acercó una espléndida señorita de aspecto cansado a la que contó su problema y le ofreció una importante suma si se prestaba al juego de hacerse pasar por su legítima.

Varias copas después, la chica, cuyo nombre de batalla era Marlene, le confesó que era una estudiante española que acudía al local dos veces por semana para pagarse la carrera de Historia, y aceptó, pero tenía que regalarle el vestido, los zapatos y los accesorios.

Fermín Bocanegra tuvo que acudir varios días al bar para ensayar los detalles y saludaba con familiaridad al resto de las chicas que se imaginaban una historia de amor estilo pretty woman.

Por fin llegó el gran día. Estaba preparado, no quería perder aquel empleo y había pasado por muchos,  de los que le habían echado al descubrir sus artimañas.

Llegaron  a la magnífica mansión del director general. Marlene apareció con un elegante y discreto vestido, no parecía la misma.   El jefe y su mujer salieron a recibirles y vinieron las presentaciones. Fue en ese momento cuando Fermín Bocanegra sufrió de nuevo una congelación transitoria: la mano que estrechó era la de una de las compañeras de Marlene:   Katia, la polaca. 

Tras unos momentos de tensión contenida, miradas interrogantes entre los tres y perplejidad, todos siguieron con la comedia.  Fermín le quito importancia y se  relajó: tenía la sartén por el mango. Al fin y al cabo, se trataba de mentiras de supervivencia. 

 
Por Carmen Alba

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