domingo, 17 de febrero de 2013

La niña buena

Violeta desde pequeña careció de ambición. Se conformaba con obedecer y confiar en todo lo que le decían los adultos. Quería ser piadosa cada día. Al ir creciendo empezó a detectar ciertas contradicciones en sus creencias. Aún así, su leit motiv era ser buena. Llegó un momento en el que una amiga, además de psicóloga, le diagnóstico “empatía patológica”. Es decir, se preocupaba tanto de los demás, en cada momento, que se olvidaba de atenderse a sí misma. Violeta, le dijo: eres prisionera de tus deseos de bondad, así no puedes ser libre. Quedaron trastocados definitivamente sus intereses éticos.

Dejando de pagar aquella minuta se estaba demostrando hasta dónde podía llegar. Convencida de su recto hacer, ahora empezaba a desconfiar de sí misma. Sin embargo, era natural que tras aquel fiasco de defensa considerara necesario el impago de la factura. Los distintos recibos de la casa, el coche, los estudios de su hijo, etc… le comían la nómina y, de este modo, su fuente de sustento adquiría unos mínimos insoportables.
 
Su hijo preocupado por sus intereses vitales –blackberry, fibra óptica, portátil, y ropa y calzado de última moda-, tiraba su competencia por los suelos al no poder darle lo que él le demandaba. Sus riñas eran continuas.

El perro, destinado a dar saltos, a jugar y a obedecer, a hacer compañía, se convirtió en un ser abyecto y deleznable. Cuando el veterinario les dijo que tenía una enfermedad incurable y degenerativa, el animal entendió que la casa era suya, aprovechándose de la pena que generaba. Cuando le regañaban se echaban atrás. Sacaron su cama de la cocina y la ponían donde el perro quería. De este modo, asaltó todas las habitaciones y también el salón, destrozando la casa y los nervios de Violeta. Además, enseñó a su hijo a no ser responsable, pues se abstenía totalmente de pasear al chucho. Y, por ende, las facturas del veterinario cada vez eran más onerosas.

Con graves daños la casa y quebrados los nervios de la mujer, aparte de hastiada por las peleas con su hijo, no le quedó más remedio que reaccionar ante su indefensión. Un jueves, arrancando de sí la furia que la invadía, proyectó un plan infalible. Daría un golpe en uno de los bancos más odiosos de la nación. Con el poco dinero que le quedaba, visitó centros de belleza durante un tiempo, al cabo del cual su aspecto era más atractivo.  Sin ningún temor compró ropa y calzado, bolso y abrigo, con las tarjetas visa. Ataviada de un modo discreto pero elegante, estudió varias sucursales hasta encontrar la más propicia. El día del golpe siguió sus rutinas desde primera hora hasta las diez de la mañana. Se vistió cuidadosamente y se maquilló. Colocó la bella peluca morena sobre su cabeza. Cuando se miró al espejo no se reconocía, y sintió gran confianza en sí misma. Se puso el abrigo y cogió el bolso saliendo dignamente hacia el banco. Al entrar en éste, se acercó a la cajera y, en un tono intenso, le dijo: ¡Dame el dinero listo para Prosegur! ¡Llevo una bomba debajo del abrigo! ¡No levantes sospechas! La cajera, sin mediar palabra, asintió. Era una trabajadora más hastiada por la reforma laboral, pendiente de un ERE. Se puede decir que le facilitó las cosas. Violeta salió de la sucursal con la misma entereza y elegancia con la que había entrado. Regreso a casa con disimulada euforia, potente, plena.

Su plan definitivo, después de haber barajado otros, como la visita a ‘La Argentina’, mujer experta en hacer cambalaches para blanquear dinero, era guardar el dinero y servirse de él de una forma regulada.

Pagó sus deudas y empezó a vivir con normalidad y sin agobios.
Comenzó a quedar con sus amigas y amigos para salir a cenar, ir al teatro, a conciertos, etc. Actividades de lo más normal que la actual crisis impedía, como a ella misma, a muchos ciudadanos. Empezó a viajar los fines de semana a casas rurales u hoteles con encanto. Conoció las ciudades a las que siempre quiso ir…

Poco a poco, adquirió gran seguridad en administrar sus bienes. A su hijo le compraba lo que más demandaba, pero no todo, y su relación se hizo mucho mas “amable”. Al perro lo llevó al veterinario cuantas veces hizo falta, operándole incluso por estética, de la que no precisaba.

Cuando ya estuvo todo resuelto se dio cuenta de que el dinero iba menguando. Aunque disponía de mucha cantidad, el temor de volver a la vida anterior le predispuso a dar un gran salto. Encima del portátil de su hijo dejó la siguiente nota:

Cariño, ya eres mayor de edad, me lo recuerdas cada día, por esto, te puedes quedar viviendo solo. Te dejo estos euros para que vayas tirando. La casa es tuya, administra bien el dinero para poder pagar los recibos, tus necesidades y las del perro. ¡Estate tranquilo!, verás como así entiendes mejor la vida. Te iré mandando más cada mes, y te llamaré.

A los abuelos les dices que no penen por mí, que estoy estupendamente. Les puedes ir contando lo que yo te comente, así estéis en contacto.

Por mi parte, me voy harta de obligaciones laborales, familiares y morales. Un nuevo futuro empieza para mí.
 
Y, sin más, te dejo toda la vida por delante, a ver si la aprovechas tanto como yo.

Violeta se instaló en un pueblecito del norte, prendido de la montaña y con el mar como única vista. Compró una casa antigua con dinero negro, pues convino con el vendedor en que el precio oficial de la vivienda sería más barato que el real y así este declaraba menos a hacienda y ella podía hacer uso del suyo. Del mismo modo, reformó toda la casa. Contrató a un jardinero y a una joven deseosa de trabajar, a los que también pagaba una nómina oficial y otra en  negro. Sus amigas y amigos la visitaban con frecuencia encantados. A Violeta no le importaba hacer felices a los demás. Su “empatía patológica” había terminado. Se sentía plenamente persona.


Por Mercedes Martín Duarte


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