sábado, 23 de febrero de 2013

La sospecha

Celia le había dicho que tenía mucho que estudiar y no podría salir este fin de semana. A Carlos le parecía extraña esa sucesión de exámenes, como si se hubieran multiplicado los temas y las evaluaciones. Además, últimamente la notaba distante. Sospechaba que algo silenciaba.

Los jóvenes, y los no tanto, airean demasiado su intimidad con el abuso de la tecnología y de las redes sociales. Amigos y enemigos, compañeros, conocidos y desconocidos saben de los movimientos, gustos, aficiones, alegrías, desencuentros y otras facetas, supuestamente privadas, de los demás.

Uno puede poner en su estado algo que indique lo que está viviendo, para que todos se enteren, o, si se es más avieso, lo que quieres que los otros crean sobre ti. Puedes decir: “Por primera vez, la vida ha sido justa conmigo”, porque has conseguido, por fin, ser correspondido en el amor, o escribir: “Estoy de exámenes y profesores hasta las narices”, como había declarado Celia.

Se expone uno tanto que, a poco que se ponga interés, se le acaba por conocer. Pero Carlos intuía que ese tipo de expresión ocultaba algo distinto. Cuando otra vez Celia puso en su estado “Por fin un fin de semana en el pueblo de mis abuelos”, parece que escondía: “Unos días en el chalé de una compañera de clase, sin sus padres”. Un compañero creyó verla en la sierra. Otra vez escribió: “Me jode no poder ir a la fiesta por esta mierda de trancazo”. Alguien la telefoneó ese día y su hermana contestó que había salido. Debió de darse cuenta sobre la marcha de que estaba metiendo la pata, porque enseguida añadió que había ido con su padre al médico de guardia.

Carlos veía que Celia estaba conectada al servicio de mensajería más de la cuenta. Pero no era para comunicarse con él. El hecho de estudiar tanto no debería ser óbice para que, de vez en cuando, pudiera enviarle algún mensaje, aunque sólo fuera para romper la rutina. Él le mandó alguno, pero no recibió contestación.

El chico compró una pizza y se presentó en casa de Celia sobre las nueve de la noche del sábado, casi seguro de que se la comería él solo. Había mucho jaleo en el portal. Se introdujo a empujones para poder llegar a la primera planta, hasta que un policía le cortó el paso. Vio llorando a la hermana de la chica. Se acercó a ella y ésta le abrazó, diciéndole, entre sollozos, que Celia estaba muerta. La habían encontrado con la cabeza reclinada sobre el libro de Historia del Arte. Hallaron, en un extremo de la mesa, un envase medio vacío de dextrometilfenidato, droga utilizada para aumentar la atención en el estudio. Al lado del libro estaba su teléfono, donde, si se desbloqueaba, podía leerse un mensaje medio escrito: “Si esta noche termino, mañan”.

Echaron a todos. Carlos, con la caja en la mano,  caminó sin rumbo hasta que la ciudad desapareció. Se sentó en los restos de una antigua caseta y dio dos bocados a la pizza. Fría, mojada y salada.
Por Vicente Briñas

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