jueves, 28 de febrero de 2013

Esta es su vida

Estimados inspectores Villar y Domingo:

Les remito la presente en la espera de que la lean con atención. Yo, por mi parte, estoy seguro de que su lectura les será muy instructiva.

Me llamo Lucas Alcaraz, quizás les suene mi nombre. Salí de prisión un martes día trece, a la una de la tarde y trece minutos. Al atravesar la última verja miré mi reloj, un Casio digital de plástico negro que compré en Canarias; pero ese agradable recuerdo se borró en un instante cuando en la esfera sólo encontré números trece. Aquello no podía ser una buena premonición.
Todo empezó hace unos años, cuando me vi en un programa de televisión, en cuyo plató nunca había estado. Es ese tipo de programas en los que, por un viaje a Benidorm, la gente está dispuesta a mostrar sus miserias, ya sean reales o inventadas por aviesos guionistas.
De pequeño crecí en un barrio a espaldas de la Gran Vía, digamos que viví entre pintadas, mujeres con exceso de carmín en los labios, mugre en las calles, y todo ello a escasos metros de joyerías de alto nivel; en definitiva, en el lugar donde el ayuntamiento levanta la alfombra para ocultar su escoria.
En la escuela fui un niño tímido a quien todos dejaban de lado o simplemente ignoraban, y cuya opinión, aunque la manifestara en pocas ocasiones, nunca fue tenida en cuenta, o bien se recibía con un coro de risotadas. Me gustaba pensar que era un conservacionista, término un poco rebuscado, pero que valía tanto para definir un sentido de vida respecto a la naturaleza, como de una actitud ante la existencia. En nada coincidía esta denominación con la que los muchachos utilizaban para nombrarme: ‘el raro’; claro que ésta podría derivar por extensión en cualquier otra palabra fuera de las no más de doscientas con que mis compañeros solían comunicarse.
Cada vez que el profesor utilizaba una palabra fuera de su círculo, las bromas hirientes del resto de la clase hacían diana en mi mirada caída, fija en las baldosas de terrazo; así ornitorrinco, marsupial, iconoclasta o protozoo llegaron a ser motes por un día o una temporada.
Medité mucho sobre ello en la celda de dos por dos, en la biblioteca de la prisión o en el comedor, día a día, a los que siguieron largas noches de reflexión. Analicé mi comportamiento hasta donde la memoria me alcanzó, y a pesar de no estar muy seguro, llegué a una conclusión: la culpa era de las mujeres. Esos seres del diablo que eran capaces de sostener una cosa y la contraria con los mismos argumentos. Esos seres que con una mirada podían seducirme, con una palabra o con un sutil e imperceptible gesto de su rostro.
Si algo le atraía de ellas era el misterio que las rodeaba. El quería saber, conocer, pero su forma de ser y su entorno le obligaban a salir de su círculo y a transformar su personalidad en algo que no era. Podía percibir la orgía de endorfinas en su sangre cuando, desde la ventana de la pensión, ‘La Divina’, contemplaba a las chicas con los pantalones ajustados, las faldas de vértigo y los zapatos de tacón.  Aquellas estilizadas figuras y las alturas inverosímiles le hacían trasladarse a un mundo imaginario, en el que él era el único regulador legislativo y moral ante quien todas ellas estaban avocadas a sucumbir.
Me acercaba a ellas para observarlas mejor, para entablar una conversación banal, pero la respuesta era siempre la misma: “lárgate niño, estoy trabajando”. Lo decían con un acento extraño para mí, en un tono de abandono, como si en él la derrota fuera el principal ingrediente. La mayoría parecían haber admitido el fracaso y estaban resignadas a su suerte; pero Mila no, era diferente. Nunca pensó renunciar y en el momento en que me acerqué a ella, vi algo diferente en su rostro. Más tarde comprendí que al conocerme supo que yo sería el instrumento de su liberación.
Con el tiempo, aquellas ensoñaciones desaparecieron, y su lugar fue ocupado por otras preocupaciones algo más acordes con un joven de su edad. Y ahí es donde entró ella en su vida. Mila, de venerado nombre y recuerdo; repetía en silencio su nombre constantemente por si, al pronunciarlo, se produjera un aquelarre que la convocara y pudiera estar de nuevo con aquella mujer, que le mostró la delgada línea, a veces tan difusa, que separa el odio del amor. Amor con mayúsculas y odio con sangre.
Si uno no tiene éxito en la vida y en ocasiones el destino le favorece se aferra a éste como el único puente que le va a permitir cruzar el abismo que le desafía. Más tarde, de una manera más pausada y concienzuda, lo analizó en la cárcel, pero estaba seguro. La causa de que su vida no fuera gris y oscura, como una escalera sin luz, fue ella y su irrupción en su vida. También ella le empujó a cruzar la línea y a traspasar la frontera que separaba su anodina vida de los acontecimientos que terminaron con él en una pensión del estado con estrictos horarios y movimientos restringidos.
Hay sueños que no son reparadores y pesadillas que son esclarecedoras. Cada noche soñaba con un hacha cercenaba miembros y cabezas de los que manaba tanta sangre que no podía escapar y me ahogaba en ella. Supe entonces que ése era mi destino y me puse manos a la obra para estar preparado cuando llegase el momento. Empecé por el guionista del mísero programa que relató mi vida hasta entonces. Necesitaba transgredir los límites para que ella me aceptara, para que me tomara en serio, para que comprendiera lo que era capaz de hacer, tanto si ella me lo pedía, o si atisbaba cuáles eran sus deseos. Tenía que demostrarle que yo era igual que un león quea pesar de su pasividad en la mayor parte del día, podía ser temido y respetado sólo con mostrar sus fauces.
Estaba decidido a tenerla. Era ella, la había observado tantas veces desde la ventana que sus modales altaneros me habían llamado la atención. Tenía que ser mía en aquel momento. Me lancé a la calle para abordarla y tenerla. No me habría importado pagar, lo habría hecho con sumo agrado, lo que fuera, pero leyó algo en mis ojos e hizo una inversión de futuro. Consintió en subir a mi pensión, aunque en realidad fue ella quien me incitó a ofrecérsela y evitar la fonda donde tenía sólo el mobiliario necesario para su negocio. No voy a ser ahora prolijo en detalles, sólo les diré que en aquella ocasión me enseñó mucho más de lo que nunca soñé aprender. Aquella era una apuesta a largo plazo y reconozco que acertó. Por repetir, por sentir su cuerpo joven y lo que su boca y sus manos libaron de mí, habría sido capaz de representar para ella cualquiera de mis pesadillas. Y Mila, sagaz, inteligente y calculadora, estaba segura de que, con pequeñas dosis de lo entregado aquella tarde, sería un pelele en sus manos. Nunca imagine que mi vida sería igual que la del rey de la sabana, sangre a cambio de sexo.
Mi primer trabajo fue como un sueño. Ddiría que fue un verdadero bautismo de sangre. Tomé como modelo un truculento caso que leí en los diarios. Un cuerpo abandonado en un jardín de una zona bien de la ciudad, unas cruentas mutilaciones, manos amputadas y dientes arrancados. Un difícil caso resuelto por ustedes, inspectores Villar y Silva. Como ya saben, así fue nuestro primer encuentro aunque no definitivo. Ahora estoy fuera y pienso recordárselo tanto como me sea posible.
Después de dar cuenta de ese mísero guionista, estaba entregado a mi musa; ella me inspiraba y sabía cuáles eran mis deseos y necesidades. En nuestros frecuentes encuentros, siempre a espalda de su chulo, me susurraba al oído que deseaba ser libre, que deseaba serlo sólo para mí, y no tardó en sugerirme que hiciera nuevas prácticas de anatomía con su  proxeneta. Me prometió la cara oculta de la luna y la creí. Quería creerla, necesitaba tenerla, y cualquier cosa que ella hiciera o dijera sería una orden para mí. No tuve ninguna piedad, la misma que él con ella y, por si tuviera mala memoria, me encargué de recordarle y centuplicarle el dolor que le había ocasionado a Mila.
El caso es que apenas pude disfrutar de mi leona; sólo unos días después encontraron restos de sangre y un dedo índice -me gustaba guardar como recuerdo de mis víctimas en la pensión. Desde ese día, me encuentro realmente preocupado por Mila. No he vuelto a saber nada de ella. Cuánto tiempo he pasado en mi celda pensando dónde estará, qué le habrá pasado a mi reina felina para que no haya podido escribirme, ni visitarme, acercarse para un bis a bis, pero sobre todo, me pregunto cómo la policía supo qué tenía que buscar en mi pensión.
Ahora que estoy fuera voy a encontrarla. Ustedes harían lo mismo si la hubieran conocido. Esa es mi misión en la vida, eso y recordarles, inspectores, mi existencia. No lo duden. Nos encontraremos pronto, muy pronto. He imaginado muchas veces cómo será nuestro reencuentro. Cómo podría prolongar su sufrimiento; y después de mucho tiempo en la celda, llegué a comprender que manteniéndoles con vida, nada les torturará más que el dolor infligido a sus seres queridos y que, cuánto más cercana y cruel sea su muerte, más dura y profunda será su angustia. Y el momento ha llegado. Pueden observar las fotografías que adjunto y además, en breve, recibirán dos frascos de formol. Su sufrimiento no ha hecho más que comenzar.
Por Luis Castilla

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