sábado, 6 de diciembre de 2014

Una flor en la nieve

Un bulto azul yacía tendido en la nieve. Era una niña, y se estaba muriendo.

Sus cabellos dorados parecían brillar al pálido sol invernal. Hebras de pelo como si fueran de paja resplandecían a la luz. Era muy pequeña, tendría unos siete u ocho años. Llevaba puesto un vestido azul muy bonito. Seguramente se lo habrían regalado sus padres por su cumpleaños, aunque, lejos de este tipo de conjeturas, saltaba a la vista que estaba gravemente enferma. Su piel, increíblemente blanca, estaba de gallina. Su cuerpo entero se estremecía tiritando de frío. Un sudor febril le recorría la frente. Sus mejillas, quizá en otro tiempo sonrosadas, estaban ahora pálidas como las del mismo conde Drácula. Era aterrador verla.

Bajo estas circunstancias, una diminuta silueta se recortó en la lejanía y se fue acercando progresivamente. Se trataba de un muchacho de once años llamado Luk. El chico había salido ese día a buscar leña por el bosque, con la lamentable suerte de que el mal tiempo le dificultaba seriamente la tarea. Así pues, sin quererlo se había ido alejando hasta llegar al lugar en el que yacía la niña.

Luk, que iba distraido pensando en sus cosas, se sobresaltó y casi tropezó con el bulto azul. No era corriente encontrar a una pequeña tendida en la nieve. No era algo que sucediera todos los días. Y, sin embargo, ahí estaba, cubierta de nieve y como rodeada de una especie de halo angelical que envolvía sus rubios cabellos. Se percató de que tenía los ojos fuertemente cerrados y pugnó para que los abriera, sin éxito. Resueltamente, optó por ayudar a la chica, costara lo que costase, y disponiéndose a ello dejó caer a su lado el hacha que llevaba para cortar leña. Agachándose, apartó un par de dorados mechones de su húmeda frente. A pesar del frío, su piel ardía de fiebre.

-Tranquila, voy a ayudarte -dijo Luk-. ¿Cómo te llamas?

No obtuvo respuesta. La niña permanecía encogida, con una mueca de terrible dolor en su joven rostro. La tortura que estaba padeciendo, fuera cual fuese, parecía insoportable.

-¿Qué te ocurre? ¿Qué podría hacer por ti? -insistió el chico, cada vez más desesperado.

Entonces se fijó en algo que la pequeña llevaba agarrado en su mano, cerrada en un puño. Luk lo sostuvo con delicadeza y trató de abrirlo, pero fue en vano. La chica tenía el puño cerrado con fuerza y no lo abriría con facilidad, tal era el sufrimiento que estaba soportando. Probó a tomarle el pulso. Comprobó con enorme inquietud que la vida de la niña se apagaba por momentos mientras que él no podía hacer nada al respecto. Llevado por un impulso, la asió de los hombros y la zarandeó violentamente. Pero nada podía hacer para sacarla del grave trance.

Volvió a intentar abrirle el puño, y esta vez, tras un momento de flaqueza de la niña, lo logró. En su interior se escondía una extrañísima flor de pétalos negros que contrastaban vivamente con el blanco de la nieve. Era preciosa, y Luk la contempló maravillado. Pero justo en ese momento la niña se recobró.

-¡No! ¡No la toques! ¡La flor! -chilló, al tiempo que abría unos ojos como lagunas, de un azul intenso como el color de su vestido, y cerraba el puño- ¡Es mía! ¡Está maldita! ¡Debo protegerla con mi vida!

El niño se apartó, asustado. Lo más asombroso era que, pese a haber sido aplastada, la flor permanecía indemne y lozana como el primer día. ¿O es que acaso había habido un primer día? Aquella flor era tan sumamente misteriosa que Luk no pudo evitar preguntarse por su origen.
La niña interrumpió sus pensamientos:

-Nía -dijo, con voz más pausada-. Así es como me llamo.

Luk asintió y, con un simple gesto, indicó a la pequeña Nía que se apoyase en su espalda. Ella se dejó llevar hacia la espesura del bosque, mientras dejaba caer la flor que con tanto ahínco sostenía. Quedó ésta como un punto negro en el gran manto blanco de nieve.

Los dos niños llegaron a una casa donde la chica pudo recuperarse de su enfermedad bajo los cuidados del atento Luk. Allí crecieron y se hicieron mayores. Nía no volvió a recordar nunca lo ocurrido, pero un día por casualidad llegó al mismo lugar donde había estado a punto de morir enferma y descubrió, en lugar de la bella flor, un hermoso y gigantesco árbol de hojas negras como el carbón que se conoce como el árbol negro. Luk y Nía, al poco de verlo, cayeron gravemente enfermos y murieron entre grandes penas y agonías, sin que esta vez hubiera nadie que los salvara.

Desde entonces dicen que el árbol negro trae mala suerte, desdicha y enfermedad a todo aquel que se encuentra con él.

Rocío San José 

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