martes, 2 de diciembre de 2014

Un móvil para el bufón, por favor

Nunca me ha hecho falta una enorme nariz roja o una sonrisa dibujada con maquillaje para poder afirmar que soy un auténtico payaso. Poseo una habilidad envidiable para hacer reír a carcajadas, soy capaz de retener un público fiel y cuando acabo mi jornada laboral logro salirme del personaje y parecer una persona común.

Me apasionan las estupideces por lo que suelo tomarme un descanso de las vacaciones para volver a ejercer con una exorbitante profesionalidad. Ese verano tuve una compañera para desplegar la carpa de mi circo. Mi amiga Ana había venido al pueblo para pasar unos días conmigo y aminorar el aburrimiento que supone estar aislado de la civilización.

Un día por la mañana tomamos rumbo a casa de Samira. No la conocía en profundidad pero habíamos coincidido en casa de mi vecino Rubén en un par de ocasiones. El día anterior habíamos estado jugando con ella a las cartas y nos ofreció ir su chalé a tomar el típico y copioso aperitivo rural. Al parecer, sus se dedicaban a cantar flamenco para la radio.

Bajo circunstancias normales, Ana y yo hubiéramos declinado la oferta. Al fin y al cabo, quién es capaz de sufrir las preciosas canciones de Amaral versionadas por los Rebujitos a todo trapo. Sin embargo, el tedio del verano hizo que nos lanzáramos a la aventura de sumergirnos en aquel mundo que creíamos grotesco.
Llegamos a nuestro destino empapados de sudor. No había ningún tipo de timbre así que tuvimos que mimetizarnos con los ruidos exaltados y chabacanos que provenían del jardín y llamar a Samira gritando como si estuviéramos en el rastro comprando bragas.

Apareció a los cinco minutos a recibirnos con una sonrisa a lo Isabel Preysler. La diferencia entre las dos estribaba en que una suele el oro en la envoltura de los bombones y la otra lo llevaba retorcido en forma de aro en las orejas. Fue tan agradable que me replanteé si el estilo choni estaba infravalorado por la sociedad.
Nos acompañó hasta un pequeño patio dónde nos rogó que nos sentáramos. Rubén ya había llegado y se encontraba bebiendo una cerveza con las piernas encima de la mesa. El ambiente me seguía sorprendido conforme pasaba el tiempo. Me gustaban los sitios como ese, dónde las convenciones sociales se veían eclipsadas por una vulgar pero confortable hospitalidad.

Nos quedamos los tres solos mientras la señorita de la casa fue a traernos algo para beber a nosotros también.

— Venga Jaime, llama a Sandra con número oculto y dile que si quiere liarse con Marcos de una vez —me retó Rubén. — De verdad quieres saber esas cosas de tu hermana. Yo preferiría vivir en la más absoluta ignorancia —le advertí. — Por favor Jaime, ni que fuera la primera vez que llamas alguien para preguntarle alguna gilipollez —replicó Ana con sorna —. Así nos echamos unas risas hasta que reaparezca Samira. —Apunta —me dijo Rubén mientras miraba el número en la pantalla del móvil. Saque mi móvil del bolsillo, marqué el número y esperé pacientemente hasta que descolgaron el teléfono. —Oye Sandra, ¿quieres rollo con Marcos? —pregunté con el tono grosero que me caracteriza cuando estoy haciendo mi show. De repente me quedé pálido. Colgué bruscamente y mire el número que Jaime me había colado. Él ya estaba estallando a carcajadas. — ¿Por qué cuelgas? ¿Qué ha pasado? — quiso saber Ana. Se hallaba totalmente desconcertada. —Era mi madre —contesté con la voz temblorosa. — Sois de lo que no hay —dijo Ana después de estar diez minutos riéndose del espectáculo que acababa de tener lugar.

Álvaro Cobo

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