jueves, 4 de diciembre de 2014

Los copos de nieve caen del cielo

Nevaba, y no es que ese fenómeno resultara extraño en aquella aldea de algún punto al ligeramente sur del Norte, en absoluto. Pero esa noche clara, a la luz de las llamas, la nieve se sentía cálida.

Dejaban la hoguera atrás, la aldea en el centro del claro del bosque, y a las mujeres y niñas, que se ocuparían mientras de preparar la ceremonia. Los ancianos árboles que rodeaban las casitas de madera parecían hundir sus raíces en lo más profundo de la tierra, impasibles ante el casi insoportable peso de la nieve que diariamente sobre sus copas se acostaba, resistentes al paso de cien años y mil ventiscas. Se marchaban, dejando el hogar a sus espaldas.

Caían lentos los copos y aun así no dejaban que las huellas de las parsimoniosas pisadas quedaran marcadas sobre el níveo suelo. No quedaba rastro alguno de sus pasos. La blancura de la superficie a sus pies y la brisa translúcida reflejaban la claridad de las antorchas, las sombras quedaban a un lado del camino. Uno, dos, marchaban todos en hilera, en silencio, el pequeño Mimuk de la mano de su abuelo, el anciano Aputsiak. Uno, dos, y el niño daba un salto para mantener el ritmo.

Mimuk tenía frío en los extremos de los dedos, y también en la punta de la nariz. Miraba a los demás hombres, una treintena, marchar sin abrir la boca, expulsando un denso vaho por la nariz. Todos los varones se encontraban allí, en mitad del bosque, caminando en línea recta, siguiendo una estrella que titilaba de forma especial aquella noche. Los más pequeños también estaban, incluido su hermano recién nacido, al que su madre había amarrado junto al pecho de su padre, por dentro del abrigo. Dormía.

El abuelo comenzó a tararear una melodía suave, melancólica. El sonido salía directo desde su garganta, penetrante, profundo. Pronto los demás se unieron a la canción, la música acompañaba el ritmo de esos pasos aparentemente sin destino.

Transcurrieron los minutos, quizá horas, dentro de aquel reducto de paz sonora abrigado por el silencio del bosque. Caminaron sin descanso hasta alcanzar el final del valle, junto a las faldas de la montaña. La nieve continuaba su triste separación con el cielo, viajaba lenta hasta darse de bruces contra aquel suelo que meses atrás estuviera cubierto de hojas del color del sol cuando tiene sueño, amarillo oscuro. Y, así, reticentes, los copos se despedían de las nubes invisibles de la noche y se fundían en la blancura a los pies de Mimuk.

La marcha se había detenido por fin, y los jóvenes recogían leña para hacer un fuego. El resto descansaba. El abuelo se agachó, quedando a la altura de Mimuk. Sus ojos se encontraron, ambos los tenían rasgados, oscuros como el interior de una cueva, brillantes como los reflejos de la luna en el agua. El anciano sonrió, y revolvió el pelo de su nieto mayor, sabiendo que pronto sería un hombre. Extendió su mano enguantada cubriendo el espacio que separaba su cuerpo del torso del niño. Esperó unos instantes mirando fijamente a Mimuk, y en seguida un copo de nieve, ínfimo, se descolgó del aire y cayó como acunado por la brisa sobre el cuero que cubría su palma.

- ¿Sabes qué es esto, Mimuk? - preguntó misterioso el anciano.
- Claro, abuelo, es un copo de nieve – respondió con presteza Mimuk.

El anciano, entonces, cerró su mano en un puño y aguardó cerrando los ojos.

- ¿Y ahora, qué es? - dijo.
- Sigue siendo un copo de nieve, abuelo, pero ya no lo veo – contestó extrañado el pequeño.
- Muy bien, Mimuk – se sonrió el hombre.
Abrió ahora el puño y mostró la palma de su mano, vacía ahora, al niño.

- ¿Dónde está el copo, Mimuk? - inquirió dulcemente esta vez.
- No lo sé, ¿qué le ha pasado? - preguntó Mimuk.
- El copo de nieve ahora es agua - explicó el abuelo. - Y mostró la gota líquida en el centro del guante.
- ¿Y ya no volveré a ver ese copo? ¿Nunca?
- No, Mimuk. Pero que no ya sea un copo no quiere decir que ya no exista. Mira, haremos una cosa.
Dejaré caer esta gota de agua al suelo. ¿Puedes imaginar qué ocurrirá?
- ¡Dímelo!
El abuelo sonrió. Giró su mano lentamente, permitiendo a Mimuk observar el pausado recorrido de esa lágrima que instantes antes fue copo de nieve, deslizándose por el guante. En el borde se conformó en gota y cayó, con la luz de la reciente hoguera reflejada en su relieve, sobre el suelo nevado. Mimuk observó cómo esa nimia gota de agua se fundía con la blanca inmensidad cuajada sobre las raíces del bosque.
- ¡La gota ahora es nieve, abuelo! ¡Sigue viva, sigue siendo nieve, aunque ya no es copo! - Mimuk gritó contento, agitado, estaba seguro de haber dado la respuesta que su abuelo buscaba.
- Eso es Mimuk, eso es. El copo sigue vivo, aunque ya no lo veas, aunque se haya fundido con la nieve – dijo el anciano sonriendo sólo con los ojos.

Pasaron algunas horas alrededor de la hoguera. Había dejado de nevar. Cantaban, reían, bebían y escuchaban a los más veteranos contar anécdotas y aconsejar a los jóvenes. Mimuk se quedó dormido con el resto de los niños, cuidando de su hermanito, acunado por las estruendosas risas de los hombres de su aldea.

Cuando se despertó ya estaba bien entrada la mañana. El sol lucía anaranjado allá arriba y dulcificaba la blancura del paisaje. Mimuk iba a la espalda de su padre, agarrado con las piernas a su cintura y colgando de su cuello. Sobre el pecho del hombre se encontraba el bebé, dormido y sonrosado por el frío.

Pronto llegaron a la aldea. El olor de las brasas calentó el estómago del niño y se sintió feliz de volver a casa. Vio a su madre a lo lejos, que se acercaba corriendo. En cuestión de segundos estaba a su lado, dando un abrazo a los tres hombres de su vida. Ya estaban de vuelta. “¿Dónde se encontraba el abuelo?” se preguntó sólo entonces Mimuk.

Ni él, ni otros dos hombres, los más ancianos de la tribu, se encontraban en la aldea. No habían regresado.

Tras la bienvenida de las mujeres a los recién llegados, dio comienzo la ceremonia. Alrededor de una gran hoguera se sentaron todas las familias, sobre la fría nieve. Una arrugada mujer, la Madre, inició una serie de cánticos a los que las voces de mujeres y hombres, en canon, se fueron uniendo. De nuevo, comenzó a nevar, como si la canción hubiera pretendido invocar esa lluvia congelada.

Sin cesar la melodía, tomó la anciana al hermano de Mimuk de los brazos de su madre y, danzando, lo mostró una a una a todas las familias del círculo. El bebé lloraba, quizá asustado, y no dejaba de revolverse en el abrazo prieto de la Madre. Esta lo calmó con su voz ronca pero suave, y el niño hipó. Depósito al pequeño sobre el blanco suelo, un instante. Extendió entonces ella su palma desnuda hacia el cielo, recogiendo un copo de nieve que resbalaba del aire. Cerró su mano en un puño. Al abrir sus dedos, una gélida gota de agua reposaba sobre su piel. Girando su mano lentamente,  dejó caer la gota sobre la frente del bebé.

- Tu nombre es Aputsiak. Llegaste como copo caído del cielo, ahora formas parte de la nieve, aquí sobre la tierra. Bienvenido a casa.

Mimuk supo entonces que su abuelo no regresaría, se había vuelto agua. Mimuk sonrió, y fue corriendo a saludar a su hermano, recién caído del cielo.

Lara Iglesias

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