miércoles, 30 de noviembre de 2011

Arañazos en el mar

“Rompí la carta. Al fin y al cabo, tampoco podría pagar el rescate aunque quisiera hacerlo…”
Ahora mismo tendría que estar dejando el dinero, pero creo que cada uno tenemos un destino; quizás el de él sea éste, morir lejos de casa, por dinero. Total, toda su vida ha girado alrededor de este elemento, que muera por su ausencia, es un final acorde con su trayectoria vital.

Llevaba tan en secreto su ruina que ni siquiera los secuestradores se percataron de este detalle. Deben de ser unos gilipollas y unos aficionados. Si no, sabrían que la casa está hipotecada y la colección de coches antiguos ya no es suya, sino de una cinematográfica que se los deja usar a  cambio de cuidarlos y tenerlos siempre a punto.
No es ni la sombra de lo que fue, un árbol gastado y carcomido que aún conserva su coraza y su corteza casi intacta, pero acabado por dentro, podrido.

Creo que no es un mal final. Así hablarán de él en la prensa y en la televisión y todo el mundo elogiará su emporio y sus cualidades.  De otro modo, su podredumbre empezaría a oler y lo único que quedaría de él sería su decadencia y su ruina.  No lo soportaría, es igual de orgulloso que mi abuela.

Seguro que me llaman cuando vean que no cumplo con sus requisitos. No voy a alargar  su agonía, les diré que no tiene dinero, que no tengo dinero, que es todo una pantomima, que hagan lo que quieran con él.  O mejor, les diré que lo suelten, que es un pobre viejo arruinado, que está enfermo, que necesita medicinas diarias, que morirá esperando un rescate que no llegará jamás. Y lloraré en el teléfono, y les suplicaré que lo liberen y que no le hagan daño. Les ofreceré una cantidad irrisoria que he conseguido vendiendo un par de sortijas y cuatro gemelos antiguos que aún conservaba. Se enfadarán, me amenazarán con matarlo, o peor aún, con dejarlo morir lentamente, agonizando sin sus medicinas y cuidados.

En la carta había cosas que no me cuadraban. Tenía que dejar un millón de euros en la taquilla número 313 de la estación central de autobuses, a las 19 horas y 59 minutos, ni un minuto antes ni un minuto después. En billetes de veinte y cincuenta euros, usados y no correlativos.

Lo de la hora me parece una tremenda tontería y una complicación a la vez. ¿Con qué reloj controlarían tal precisión? Aunque ahora recuerdo que en la estación hay uno digital enorme, con segundero incluido. Lo sé porque estuve esperando dos interminables horas para pillar in fraganti a mi exmarido y a su amante. El sonido de los segundos cayendo, casi me empujaron a suicidarme allí mismo. ¿Por qué esa hora y ese número de la taquilla? Ambos me resultan familiares…

El sonido estridente del teléfono corta en seco sus cavilaciones.

-Sí, ¿quién es?
-¡Escucha con atención, zorra, tu padre está mal, muy mal. Es diabético y el cabrón está empezando a sudorar de manera asquerosa! ¿Por qué coño no has traído el dinero?
-¡Papá, papá, estás ahí…!
-¡Escúchame bien!, ¿tienes el dinero o no?
-Lo siento, se han equivocado, mi padre no tiene dinero, está arruinado, la casa está hipotecada, los coches no son…
-Nos da igual lo que digas, zorra asquerosa, si a las nueve de la mañana no llevas el dinero al lugar indicado, tu padre morirá, agonizando, ni siquiera hará falta matarlo.
Bien, está claro, los muy imbéciles no saben qué hacer con él. Pero la voz… esa voz… aunque agazapada, me es familiar, como las cifras, 313, 19 y 59… 31-31-959… 31-3-1959… ¡es mi fecha de nacimiento! Sólo al idiota de mi exmarido se le ocurriría hacer jueguecitos con los números. Lo que perdió en la ruleta, después de pasarse días haciendo cábalas, no le ha debido  servir de escarmiento.

Dice que morirá agonizando, sí, es una pena. La verdad es que ya ni tan siquiera le odio. Me pasa igual que a mi madre, aunque creo que lo que sentía hacia ella no era odio, sino una mezcla de miedo y admiración, aderezado con el boato y la opulencia que le procuró.

Voy a hacer las maletas y, con el dinero de las joyas de mi madre. cogeré ese avión rumbo a Noruega.

 Quizás el viejo pensaba que moriría entre mis brazos, unos brazos que ya empiezan a languidecer. Quizás soñaba con asir de nuevo mis senos turgentes, senos que ya no despuntan orgullosos. Quizás anhelaba que mis ojos le miraran con ternura, ternura que él suplió con deseo pegajoso y obsceno.

Quizás todos tengamos un destino.

El móvil suena en el avión. Son las nueve. Los Fiordos al amanecer son como arañazos en el mar.  Heridas insalvables como las de su corazón.

Raquel Ferrero
 

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