domingo, 27 de noviembre de 2011

Pura

“Rompí la carta. Al fin y al cabo, tampoco podría pagar el rescate, aunque quisiera hacerlo…” El número del apartado de correos seguía bailando en mi mente. Hacía una mañana apacible de otoño, pero fría, de ésas donde los recuerdos muerden. No obstante eran pocos los meses que mediaban de nuestra separación y cualquier imagen se me antojaba punzante. Ella se quedó con la cueva, como llamaba a nuestro piso de cien metros cuadrados, con una pingüe pensión y con la custodia de nuestras hijas: Alma y Pura. Si hubiésemos tenido una tercera, estoy seguro que la hubiese llamado Bendita.

Se quejaba por todo. Recuerdo que, no sin esfuerzo, le llevé durante unas vacaciones a un hotel junto al castillo de Perelada, en Gerona. Íbamos todas las noches a cenar y pasar la velada en el casino.

- ¡Siempre la misma cena! –replicaba, a pesar de los numerosísimos platos del menú frío y caliente y de las exquisitas carnes y pescados del restaurante.

Le encantaba el champán pero... ¡tampoco estaba a la temperatura adecuada!

- ¡La culpa es del crupier, que siempre está tirando a los números que no juego! –comenzaba a farfullar, animada por las burbujas, pasadas las doce de la noche.

Alma, la mayor de nuestras hijas, antes de la separación sopesó el panorama; hizo las maletas y se marchó a Londres, para dar clases de español en una prestigiosa escuela. No quiso darse por enterada cuando le comunicó su madre que habíamos decidido vivir como “La Tour Eiffel” y “The Statue of Liberty”.

Sin embargo Pura, con sus catorce años, estaba tan apegada a su madre... Y ahora no sabía qué iba a pasar...

Me acababa de sentar en el sillón cuando sonó el teléfono. Descolgué y pregunté quién era, pero no contestó nadie. Al poco, colgaron. Pensé en la carta que había recibido ¿Sería el secuestrador? Volvieron a asomar a mi mente los números del apartado de correos ¿Porqué cuatro mil euros? No se trataba de una cantidad importante pero yo estaba exprimido hasta el máximo, no disponía ni de cincuenta.

Estaba absorto, como un meditante, cuando sonó de nuevo el teléfono.

- ¡Le advierto que no pienso darle nada! –grité al levantar el auricular.
- ¡Papá!, ¡papá! ¿Pasa algo? –gritó Pura, del otro lado.
- ¡No! ¡Nada, hija! ¡No pasa nada! Un pesado que llama y se queda callado sin decir palabra –dije aliviado, por mi ocurrencia.
- ¿Y Canela? ¿Cómo está? –preguntó curiosa por la perrita.
- ¡Lo siento, hija! Hace dos días, al entrar al supermercado, la dejé atada a la puerta y no sé cómo se desató, saltó a la calzada y la atropelló un camión. No sufrió nada, de verdad, murió al instante...

El llanto de la pequeña saltó del otro lado de la línea telefónica y no sé por qué, en ese instante, mi memoria puso ante mis ojos el número del apartado de correos.  

Ernesto Vinader

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