miércoles, 19 de octubre de 2011

Laura

¡Qué feliz había sido en su casa de campo junto al lago! En especial, aquella tarde en que su marido, George, le había comprado un póney a su hijo Adrián, por su sexto cumpleaños. Y, sin embargo, todo parecía tan lejano...

Los soldados habían asaltado la mansión el otoño pasado, y su orgullo había sido doblegado con cada golpe de culata.

-¡No! ¡Llevadme a mí! -había gritado desesperadamente cuando se llevaron a su marido y a su hijo.

Su turno llamó a la puerta pocos meses después. No le dio tiempo, a despedirse de su única hermana, cuando llegó el grupo armado. 

El calor era sofocante, y el asfalto ardía a sus pies. Extendía, con sus delicadas manos, la gravilla que debía formar parte de la nueva carretera. Iba zigzagueando de una cuneta a otra. 

- ¡Imbécil! ¡Quítese de ahí!.. -le gritó el operario que manejaba el rodillo, poco antes que la máquina le pasase por encima.

En el humeante alquitrán quedó pegado su cuerpo. El soldado gritó:

- ¡No se detenga! ¡No podemos parar!

Echaron sobre el cadáver otra capa de asfalto. Un pañuelo de seda quedó asomando por encima de la negra superficie. En él se veía bordada la estrella de David.
Ernesto Vinader
a partir del binomio fantástico 'seda' y 'alquitrán'

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