jueves, 2 de febrero de 2012

Maldito calor

Yo creía que esto se pasaría. Pero no. Si yo hubiera sabido… 

Hacía frío pero yo tenía calor, mucho calor. Un río de lava interno y cadencioso se acopló debajo de mi piel. Me poseyó, me anuló. Anhelé derretirme. Deseé con todas mis fuerzas evaporarme. 

Las gafas se me empañaron y de mi frente empezó a brotar el sudor. Primero, gotas que se deslizaban densas hacia el suelo. Luego su sonido repiqueteó como un caño en la roca. Miré hacia abajo y mis pies se habían convertido en una isla rodeada de mi sustancia vital. Quise tocar el líquido pero las manos se derritieron delante de mis ojos y cayeron en el charco. Grité,  pero de mi garganta no salieron palabras, si no unos tristes gorgojeos. Miré a mí alrededor y mi campo de visión había descendido hasta suelo.

Lloré, lloré con amargura, pero las lágrimas se mimetizaron con la charca en la que me había convertido. Empecé a temblar, a vibrar cada vez más. Un tam-tam repetitivo se acercaba  y retumbaba en todo mí ser. Cuando el sonido se hizo insoportable, sentí una enorme presión y me expandí por el espacio. Una parte de mí se fue adherida a unas enormes botas, otra salió despedida y lamió la rueda trasera de un Seat Ibiza.

Comprendí mi nuevo estado. Líquida, era líquida. No comprendía con qué parte de mi recién estrenada materia pensaba, con cuál veía, con cuál lloraba, con cuál sentía. Qué fracción se había ido con las botas y cuál se había quedado en la rueda. Mi apreciación me decía que estaba entera pero diferente.  Me sentí sola.  

Al menos el calor había desaparecido. Entonces recordé mi último pensamiento como humana. Advertí que mi deseo de derretirme se había cumplido. En ese mismo instante el fuego interior volvió. Esta vez era más sutil, menos agobiante, casi purificador. Me sentí libre y mi campo de visión se elevó y vi el charco del que había salido. Un rayo de sol lo envolvía por completo y a través de su haz, todas mis partículas viajaban ligeras. Me estaba desintegrando.
Llegué muy arriba y contemplé mi casa, y mi ropa tendida y a mi marido trasteando en la cocina. Quise llamarle pero sólo un pequeño efluvio surgió del aire.
El trayecto acabó en una nube pero, lejos de acogerme en su suave manto, me zarandeó y me  desplazó a su antojo de forma vertiginosa. Hasta que un revoltijo de energías eléctricas me lanzaron fuera de ella y me precipité hacia la tierra.

La fuerza y la libertad que me colmaban, deshicieron todos los prejuicios que me impedían disfrutar de mi nueva realidad.

La seta de la contaminación difuminaba los tejados de la ciudad, pero la atravesé sin dificultad y vislumbre de nuevo mi casa. Caía en picado hacia la fachada. Una mano apareció de improviso desde mi ventana y salió a mi encuentro. Oí que decían: “¿Cariño, ya estás aquí? Está lloviendo, llevas horas fuera”. Esa misma mano se posó en mi frente y escuché: “¿Te encuentras bien?, estás sudando.”

Miré hacia abajo y vi mis pies en el suelo de la cocina, ya no estaba en la calle, ni estaba el Seat Ibiza, ni el charco. ¿Cómo había llegado hasta allí?

- Sí, me encuentro bien-dije, sólo que creí que esto de los sofocos se pasaría, pero no. Si lo hubiera sabido…

 
Raquel Ferrero

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