jueves, 12 de enero de 2012

¿Tiemblas?

—¿Tiemblas? —Sonó el verbo como un martillazo en el cráneo de Quique, que llevaba varios minutos diluido en el enunciado de un problema de matemáticas.


Miró hacia arriba, mientras el compás desenfrenado de su pecho le asustaba, aún más, que esa inesperada pregunta que había taladrado sus oídos.

—¿No seguirás con fiebre? —continúo el profesor, con una voz ya más afinada.
—No… Bueno, todavía no me he curado del todo —rectificó, encontrando en esa pregunta una coartada para disimular la angustia que le aprisionaba—, pero creo que puedo continuar.

“Quique, márchate a casa. El próximo sábado tengo que acabar un trabajo en el colegio. Puedes venir de diez a once y haces el examen. Nadie te molestará”, le había dicho cinco días antes don Francisco en su despacho, después de acariciarle la frente y comprobar su elevada temperatura. Por el rabillo del ojo, el chico había advertido a Rodrigo, que le miraba desde el quicio de la puerta y reía con esas facciones que muestra cuando está tramando alguna perversidad.
Ahí se encontraba, una lluviosa mañana de sábado, en un viejo despacho, alumbrado con una triste bombilla, que hacía aún más tenebroso el arcaico mobiliario, en el edificio más antiguo del complejo escolar Santo Espíritu, antaño internado, donde, según Manolo, el conserje, hace décadas encerraban a los alumnos rebeldes y, cuando consumaban el castigo, habían cambiado de tal manera que nunca más volvían a desobedecer a los profesores.
Rodrigo era sobrino del capellán y, desde párvulo, se movía por los interiores del inmueble como una rata en los subsuelos de la ciudad, mordisqueando todo lo que podía, sin que su angelical zalamería pudiera delatarle. Siempre se hacía acompañar de dos cafres, que aportaban al trío la fuerza bruta. Esa sonrisa que dedicó a Quique en el despacho del jefe de estudios sólo podía significar que hoy era el día señalado para cumplir con su promesa. “Estoy esperando el momento adecuado para marcar esa carita de niña”, le había amenazado, una mañana en la que, armado de valor, le había dicho al profesor de Música que estaba harto de que Rodrigo no le dejara en paz.
Unos leves lamentos de la añeja tarima del pasillo alertaron al muchacho. Aumentaban los quejidos del suelo a la par que se le disparaban las palpitaciones del miocardio. Una mano giró sobre el cerco de la puerta, cerrando el interruptor. Quique escupió un ahogado grito.
—¿Quién anda ahí? —inquirió la femenina voz de la señorita Silvia, la bella profesora de Francés, a quien todos asociaban con los devaneos de don Francisco—. Qué susto me has dado, Quique. No sabía que estabas aquí.

El alumno no podía concentrarse en unas preguntas harto sabidas. Temía el final de la hora y encontrarse en la salida con esos desalmados. Llevaba varios días conviviendo con la congoja, más que con sus padres, que estaban casi todo el tiempo en el hospital, acompañando al desabrido tío Jacinto, que siempre le había tratado con desdén.
—Ya es la hora, Quique, márchate —ordenó el superior—. Puedes salir por la portezuela de la capilla.
El muchacho recogió los avíos con parsimonia y se dirigió, con lentos movimientos, hacia el oscuro oratorio, siguiendo con la mirada un tenue halo, que penetraba por una rendija del postigo. Separó unos centímetros la contraventana para  inspeccionar la calle y vio, en una esquina, a tres chavales, cubiertos con capuchas, charlando risueños, mientras el más grande mostraba a los otros su brillante puño.
—¡Vamos, Quique!, no te entretengas —le apremiaron desde la distancia.
—¡Adiós, don Francisco! —a punto estuvo de derrumbarse y contárselo todo, pero subió su gorro, se santiguó, abrió la puerta y, mirando al suelo,  giró raudo a la derecha.
Unos pasos surgieron a su espalda. El chico aceleró la marcha que, en pocos segundos, se convirtió en carrera, buscando el paso de cebra. Al pisar la primera raya, un chirrido brotó del asfalto.

—¡¿Qué te pasa hijo?! —gritó el padre desde la ventanilla—. Venimos a buscarte. Sube, nos vamos al pueblo. El tío ha muerto. ¿Tiemblas? Tranquilízate, llevábamos días esperándolo.
Quique, recostado en la trasera del coche, logró dilatar su ritmo cardiaco y, proyectando una sonrisa, se dijo: “¡Ya te vale, tío Jacinto! Has tenido que esperar hasta tu muerte para hacerme un buen regalo”.

Por Vicente Briñas Martín

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