“Otro niño muerto en extrañas circunstancias. Tres semanas, siete fallecidos”. El escueto titular del veintinueve de junio de mil novecientos sesenta y uno en ‘La Voz del Sur’ informaba de una nueva desgracia y reabría la espita del misterio.
Mariuca está cenando con sus padres y hermanos. Escucha atentamente todo lo que se habla en la mesa. Sus padres comentan las extrañas muertes de niños y niñas, de una edad parecida a la suya, que se están produciendo desde hace tres semanas. Últimamente, casi todos los días se habla de ese tema; en los colegios, también.
-¿Pero por qué se mueren? ¿Por qué? –pregunta la chiquilla con voz temblorosa.
Javi, más mayor, también demanda apresuradamente nuevos detalles.
-¿Todavía no se sabe nada nuevo? Dicen que en las autopsias no han encontrado ningún veneno y que parecen haber muerto de terror. ¿Es que se puede morir de miedo?
-Bueno, calma, calma –pide el padre- lo cierto es que ni los periódicos ni la radio aclaran nada y la gente no sabe ya que inventar… Es todo muy misterioso. En cualquier caso, es necesario que tengáis cuidado.
-Pero de qué, papá, cuidado de qué. Yo no sé de qué tengo que tener cuidado –interrumpe, hablando a trompicones la muchacha, con un tono en el que parece adivinarse una congoja infinita.
-Ven Mariuca, ven conmigo –y la sienta en sus rodillas mientras le acaricia las trenzas rubias. Sólo estamos diciendo que debéis ser precavidos, no hablar con extraños, no beber o comer fuera de casa. Todas las precauciones son pocas, ¿entiendes? Pero no debes tener miedo. Tu madre y yo, y tus hermanos también, estamos para protegerte. Si notas algo raro, nos lo dices enseguida, ¿eh? Y vamos a cambiar de tema porque seguro que en dos o tres días se aclara todo –concluye decidido mientras hace un gesto para que los demás le secunden y no asusten más a la pequeña.
-Claro Mariuca -remacha la madre. Ya verás como todo se va a resolver pronto. Y ahora, a dormir que ya es muy tarde y mañana tienes que levantarte pronto para ir al colegio. Yo te acompañaré.
-Bueno, calma, calma –pide el padre- lo cierto es que ni los periódicos ni la radio aclaran nada y la gente no sabe ya que inventar… Es todo muy misterioso. En cualquier caso, es necesario que tengáis cuidado.
-Pero de qué, papá, cuidado de qué. Yo no sé de qué tengo que tener cuidado –interrumpe, hablando a trompicones la muchacha, con un tono en el que parece adivinarse una congoja infinita.
-Ven Mariuca, ven conmigo –y la sienta en sus rodillas mientras le acaricia las trenzas rubias. Sólo estamos diciendo que debéis ser precavidos, no hablar con extraños, no beber o comer fuera de casa. Todas las precauciones son pocas, ¿entiendes? Pero no debes tener miedo. Tu madre y yo, y tus hermanos también, estamos para protegerte. Si notas algo raro, nos lo dices enseguida, ¿eh? Y vamos a cambiar de tema porque seguro que en dos o tres días se aclara todo –concluye decidido mientras hace un gesto para que los demás le secunden y no asusten más a la pequeña.
-Claro Mariuca -remacha la madre. Ya verás como todo se va a resolver pronto. Y ahora, a dormir que ya es muy tarde y mañana tienes que levantarte pronto para ir al colegio. Yo te acompañaré.
Mariuca da las buenas noches y marcha despacio a su habitación. Enciende la tenue luz antes de pasar y mira detrás de la puerta nada más hacerlo. No hay nadie. Se dirige al armario sigilosamente, abre con gesto rápido una puerta y separa la ropa, cierra y abre la otra puerta. Sus pupilas dilatadas recorren el armario. Se oye un ahogado suspiro y su voz trémula: “aquí tampoco hay nadie”. Parece titubear mirando hacia la cama, pero empieza a andar tambaleándose y las manos le tiemblan cuando se decide a levantar la colcha y mirar agitadamente por debajo y, horror, allí está, unos ojos relampagueantes y felinos la observan y ella permanece inmóvil, estatua de piedra que acierta a inspirar y espirar dificultosamente hasta el momento en que aquellos ojos se abalanzan en la negrura y unas uñas se clavan en su cara y unos dientes en sus ojos, tan azules y claros. Ni un lamento, ni un grito, su cuerpecillo ha caído con un pequeño golpe sordo al suelo.
La madre acaba de recoger todo y cuando apaga la luz para dirigirse al dormitorio descubre la tenue claridad que escapa por la rendija que deja la puerta entreabierta de la habitación de la niña.
“Vaya, pobre criatura, tienen tanto miedo que no ha apagado la luz”, se dice a sí misma en un susurro. Pero cuando abre despacio la puerta, la niña no esta en la cama y ella se lanza al interior gritando loca: “¡Mariuca, Mariuca, Mariuca!”. El último Mariuca ya es un grito desgarrador.
Toda la familia está ya a su lado, todos pueden contemplar con horror y estupor la cara desfigurada de la niña, con las heridas en los ojos y la boca entreabierta. Un débil soplo de viento agita los visillos que cubren parcialmente la ventana y deja que se cuele el frescor de la noche. La madre, al sentirlo, se gira pausadamente y su mirada a través del cristal entrecerrado ve, enmarcada a contraluz por la claridad de la luna, la silueta de un gato, alejándose rauda sobre los tejados de enfrente.
La prensa del día siguiente da cuenta del desgraciado suceso, pero aclaran, seguramente para que el pánico no cunda entre la población, que en este caso, las circunstancias parecían estar claras y deducían que la niña había muerto a consecuencia del susto que le había dado un gato, seguramente rabioso o trastornado, que se habría colado por la ventana abierta de su habitación y la había atacado a juzgar por las heridas que presentaba. El gato no había sido encontrado todavía.
Por Olimpia Benito
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