lunes, 23 de enero de 2012

El pequeño John

Se cuenta que, allá por finales del siglo XVIII, en el Condado de Perthshire, en Escocia, vivía una humilde familia.  La madre, viuda,  trabajaba de sol a sol en las tierras de los señores del condado, a cambio de sólo unas pocas viandas y una humilde casa donde cobijarse.  Su hija Caroline, con diez 10 años, atendía las labores del hogar y cuidaba de la comida.  John, de 12, tenía encomendada la tarea de aportar algo de dinero en metálico a la familia.  Ayudaba al herrero, limpiaba chimeneas, o llevaba encargos de los artesanos de la zona.

Una mañana Frank, el carpintero, le mandó llevar una silla al castillo de Menzies.  John  la observó y dijo: “Pero si esta silla no está acabada”. “Tú limítate a entregarla y cierra la boca, que para eso te pago”-le dijo Frank. Y se fue sin rechistar.

La silla tenía de respaldo alto y reposa brazos, estaba hermosamente tallada y trabajada, pero sus patas eran cuatro estacas puntiagudas, con lo cual su acomodo en el suelo resultaba imposible.

Pensando en su utilidad inverosímil se encaminó hacia el castillo.  Había oído hablar de su propietario, Sir Robert  Blood, y de su mansión, pero jamás los había visto.  Tomó el camino de Canninham y comenzó a adentrarse por él en el bosque de Birnam. La mañana era plomiza y el sol no llegaba a romper su atadura de nubes.  La niebla envolvía a los árboles matizando su intenso verdor. El tiempo parecía detenido, y el aire espeso y húmedo se respiraba con dificultad. Flotaba un silencio irreal y los animales parecían haber huido. Sólo el sonido de sus pasos rompía esa calma inquietante.  Algo marchaba mal, su corazón se aceleró, su andar se precipitó y pronto se encontró corriendo como poseído, huyendo de aquel vaho silencioso que le asfixiaba.

Jadeante, llegó al final del bosque, pero lo que sus ojos vieron no le alivió, sino que le sobrecogió aún más.  En lo alto de una pequeña colina se alzaba el castillo de Rochester, gris, desvencijado, marchito, siniestramente tenebroso. El tímido sol estaba transformando la niebla en vaho, convirtiendo al castillo en una edificación surgida de la nada.  El miedo anidó en sus huesos, quiso retroceder, pero escuchó algo que le magnetizó y cautivó. Era una cancioncilla dulce y repetitiva y su sonido le hizo olvidar la zozobra que hasta ese momento  había sentido. Avanzó hacia su origen, que no era otro que el interior del castillo. 

Llegó al umbral de la puerta, la música le llegaba con más intensidad y nitidez desde el interior.  Estaba tan absorto con su sonido que creyó morir cuando escuchó: “¡¿Qué haces aquí, muchacho?!”  Al mismo tiempo que un golpe fuerte y seco le aplastaba su hombro derecho.  Levantó la vista y se giró lentamente. Un hombre alto y delgado, muy delgado, le miraba desde arriba.  Tenía unos ojos negros como el abismo, pómulos huesudos, nariz larga y arqueada, y su boca, de labios finos, se crispaba en un rictus amenazador. 

-¡Contesta de una vez! ¡¿Qué haces aquí?! - le gritó con una voz metálica, y tan grave, que un escalofrío involuntario agitó todo su cuerpecito. 
-Yo… yo… la silla… el carpintero…-balbuceo John. 
-Umm… la silla… sí... Sígueme -se relamió el hombre y abrió la puerta con sus huesudas manos, que eran como crepitantes sarmientos.

Caminó tras su levita negra, ajada y polvorienta, con puños y solapas de un color granate deslucido por el tiempo. Traspasó habitaciones y pasillos cegados por gruesos cortinajes de indefinible color.  Hacía frío.  Su aliento se materializó en el aire. La música había dejado de sonar y él volvía a sentir miedo. Llegaron a una especie de leñera con el piso de tierra.  En el centro de la estancia estaban horadados cuatro orificios de pequeño diámetro.

-Introduce ahí las patas -le dijo el hombre secamente, y las cuatro estacas encajaron a la perfección.

Entonces, Sir  Robert colocó una manta encima de los reposa brazos y con una maza asestó unos cuantos golpes certeros, clavando la silla al suelo. 

-¡Siéntate! -le ordenó.
 
El frío atenazaba los huesos de John, el miedo, su razón. La musiquilla empezó a sonar de nuevo y un calor y un bienestar interior le inundaron.  Obedeció sin ser consciente de ello y, cuando quiso reaccionar, la música ya no sonaba y estaba sentado en aquella silla imposible e inquietante.

- Muy bien muchacho, así me gusta, ¿cómo te llamas?
- John, señor -dijo con un hilillo de voz. 
- Muy bien, pequeño John, ahora nos vamos a divertir -y dejó escapar una sonrisa ácida y canina; fue entonces cuando el chico vio cómo brillaban unos colmillos largos y afilados, y el terror se apoderó de él.

Quiso moverse, pero sus miembros no le respondieron, quiso gritar, pero su boca no se abrió.  Entonces observó cómo de las patas de la silla crecían unas raíces gruesas y retorcidas que subían por sus piernas, se enrollaban por todo su cuerpo y le envolvían en un abrazo mortal. 

Miró a Sir Robert y le pareció un animal antes de lanzarse sobre su presa. Sus ojos negros estaban ahora enmarcados en rojo, su mentón se había alargado, su nariz achatado y su boca era una sucesión de dientes enormes flanqueados por unos horribles colmillos.  

Se abalanzó sobre él e hincó los colmillos en su cuello. John sintió un dolor espantoso y un odio feroz se apoderó de él.  El miedo desapareció y trajo una intensa furia.  Al instante las lianas que lo atenazaban desaparecieron liberando todos sus miembros. Con su rodilla izquierda le asestó un golpe en la entrepierna y de un empujón se zafó de él.  Buscó la salida y, en una huida atropellada pero certera, consiguió salir de aquella tumba pétrea y tenebrosa.

Llegó al bosque de Birnam sin aliento, se paró y miró atrás. Allí estaba el castillo, igual de gris y amenazante. Nadie le seguía. Estaba confuso. Aún resonaba la música en su cabeza, aquella canción le había llevado hasta allí y le sojuzgó a los deseos de aquel hombre horrible. Recordó cómo las raíces le habían fijado a la silla, y sintió el miedo que precedió a esto. También cuando el miedo dio paso al odio, sentimiento que le insufló el valor que necesitó para escapar. 
   
- ¡Maldito mueble del diablo! -dijo en voz alta, mientras se percataba que fue su miedo el que había regado y hecho crecer aquellas lianas mágicas. Si lo hubiera sabido no habría pasado nada de esto.

Y mientras elucubrada todo lo acontecido se fue internando de nuevo en el bosque. A la vuelta de un recodo del camino apareció una ardilla. Descuidada, comía una piña de espaldas a John.  Éste, sin pensarlo, se abalanzó sobre ella, la atrapó y allí mismo, en el suelo, le hincó sus dientes, absorbiendo la roja sangre que de su cuello manaba. Satisfecho su instinto, se deshizo de ella y siguió su camino.

Nunca más le volvieron a ver.

Raquel Ferrero

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