lunes, 9 de julio de 2012

Los sueños de Juanillo

Después de aquel triste incidente en el que el monarca estuvo a punto de espachurrar a la duquesa, debido a la negligencia en el mantenimiento de las calzadas hispalenses, Juanillo fue invitado a abandonar su empresa.

Pero, a veces, de una desgracia surge una oportunidad. Así ocurrió en esta ocasión. Ana, la esposa de Juanillo, aprovechó un ofrecimiento que le habían hecho tiempo atrás y aceptó un puesto de asesora en la Asamblea de Madrid, por lo que se trasladó, acarreando todo su ajuar, incluyendo a su marido, a un piso en el barrio de Madrid Sur.

Ana y Juan eran polos opuestos. Nadie de su entorno se explicó nunca cómo habían podido acabar juntos. Era guapa, elegante, culta y discreta. Él, aunque de buen fondo, era feo, majadero, desaliñado y cierrabares.

La señora, con el fin de tener a su hombre entretenido, movió hilos para matricularle en un celebrado taller de narrativa del barrio, en el Centro Cultural Paco Rabal, del que había oído hablar a un novelista en ciernes que trabajaba donde ella.

Juanillo había disfrutado de inquietudes literarias en sus años mozos, por lo que no le disgustó la idea, aunque su pretensión era la de asistir sólo con categoría de oyente.
Apareció un martes, pasadas las siete, asomando la cabeza entre la puerta y el quicio.

—¿Eh aquí donde shaprende a escribir novelah? Perdón, pisha, es que mentretenío tomándome un carahillo con la morena dabaho.

Tomó asiento en un extremo de la sala, al lado de un experimentado señor de  cabeza lisa, que ofrecía orgulloso un hermoso libro escrito por él.

Juanillo andaba un poco desconcertado, entre su compañero de mesa y la joven profesora que, según le habían contado, era novelista, poeta, periodista, y encima maja. Se imaginaba los papeles cambiados.

Al terminar la clase, se despidió de los que giraban a la izquierda: la cariñosa profesora, el poeta que sanaba recitando con métodos orientales y el novelista en ciernes de inteligente humor.

Antes, habían salido el escritor que editaba sus textos y devoraba los libros de su biblioteca, intentando evitar el cambio de ciclo futbolístico, y  el discreto creador de haikus,  dotado de alta sensibilidad poética.

Acompañó al otro grupo, formado por la señora de elegante escritura y dulce acento, la peleona enseñante de camiseta verde y espíritu revolucionario y la apasionada narradora y poeta, acaparadora de premios, que iban separándose en dirección a sus hogares; continuando con el culto literato, que temía que sus musas se enfriaran, la divertida autora de textos escritos en ambos géneros y con el graciosillo de turno, por el que, de forma inexplicable, sentía un extraño afecto.

Juan dijo adiós a los últimos al llegar al Asador Gallego, bar que, decididamente, iba a sustituir a su añorada “La Macarena”. 

Aunque distintas a las de su tierra, pudo deleitar ricas tapas y variados caldos, que le permitieron llegar cenado a casa y con ganas de acostarse, después de ver un rato la televisión.
Como ocurrirían todos los martes del curso, tras su visita al mesón, en el espiritoso sueño se sumergirían imágenes del taller literario. Esa noche soñó que seguía desempeñando  su oficio, pero en las calles de Madrid, al lado del Hotel Ritz, donde se enamoró de una bella dama que, desnuda en su balcón, le suplicaba que atrapara, antes de que llegara al suelo, el pañuelo de seda que se escurrió de sus manos y que después se encargaría de entregárselo.

A la siguiente semana, sus sueños le trasladaron al infierno, donde, en un diario sin tiempo, se rebelaban los pequeños demonios, que se creían, los muy ingenuos, que iban a conquistar la décima. Su mujer le despertó cuando, entre chorretones de sudor, cantaba: Rajar, partir, pelar, cortar la carne del cristiaanooo!

A Juanillo empezaron a preocuparle las noches de los martes. Veía que el binomio cuentos y “Asador Gallego” era, más que fantástico, explosivo. No obstante, después de hacer una valoración de la situación, acompañado de un reserva, prefirió no prescindir de ninguno de los componentes.

Otro día, soñó que le pedían un rescate por Toro, un perro que hasta ese momento desconocía, aunque, después de leer la carta, decidió que no iba a pagar nada por él, pues se imaginó que la raptora era la pesada de su vecina. De repente, surgió una terrible tormenta, encontrándose ante un viejo caserón, donde tres muchachas, al verle, gritaron de tal forma que hicieron despertar a Ana.

La mujer intentó que no continuara sus clases durante el siguiente trimestre, debido a las terribles noches que solía darle los martes. Los miércoles por la mañana procuraba fijarse en su compañero de trabajo, el novelista en ciernes, en busca de restos de la tarde anterior, pero no encontraba nada que no apreciara otros días. Lo  que sí notó fue que cada vez le miraba con mayor interés.

Juan seguía de oyente. Decía que aprendía mucho más escuchando a sus compañeros que haciendo sus propios escritos. Tampoco negó lo bien que se lo pasaba durante las clases.

Aquello era como una sesión continua. Se sucedían los martes, el mesón y los tenebrosos sueños, sueños de ciencia ficción. Esa noche se vio rodeado por unos malvados que querían abusar de él, pasó cerca de una comisaría, pero se escondió en un portal y, cuando entraron los maleantes, se despertó desasosegado. Volvió a dormirse y, con su cuaderno de bitácora, apareció en Lisboa, en un museo de antiguos, junto a Marcel Proust. Subió en ascensor hasta el último piso de un edificio de oficinas y ahora estaba andando por las calles de Barcelona, con las zapatillas de felpa.

Otra noche, después de no dejar ni una pizca de pulpo a la gallega con cachelos, tuvo un sueño mucho más relajado, donde, delante de una ventana con vistas al desierto,  su mujer y él se correspondían con bellas cartas de amor. Aquella noche,  Ana también durmió poco, aunque por otros motivos.

A la siguiente semana, Juan se acostó con una pata de madera de sándalo, que le llevaba corriendo a toda velocidad, intentando salvar al señor Lavander, que esperaba, con la maleta preparada,  una inoportuna visita. De repente se encontraba delante de una mesa con cinco pizzas y diez hamburguesas, mientras unos autómatas, que discutían sobre la existencia de Dios, observaban como le resbalaba la grasa por la barbilla.

Por primera vez, Juanillo empezó a plantearse seriamente abandonar esa rutina. Se dio de margen una semana.

Aquella noche, el sueño empezó triste, por una amistad defraudada, continuó llorando por el accidentado final del amor entre un niño y su perro. Pero lo peor fue cuando se encontró una guadaña antes sus ojos, a la que se dirigió diciendo: Hola, muerte, te saludo.

Se despertó llorando, se abrazó a Ana, y le prometió que nunca más volvería a allí… nunca más volvería a pisar el Asador Gallego.
 
Este cuento se lo dedico a mis compañeros de aventura, que me han hecho pasar tan buenos ratos, a los creadores que han tenido a bien compartir un rato con nosotros y la jefa de taller, por la generosidad con la que nos ha obsequiado.

 

Por Vicente Briñas

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