viernes, 4 de mayo de 2012

Una soledad estresante

De repente, abro la puerta y todo cambia; y digo de repente porque cuando vuelvo a casa entro en otro mundo. Abandono la velocidad de los coches electrónicos, la celeridad de los ascensores ultrarrápidos, el tentempié ligero entre horas, el tiempo tasado de la oficina y a los ejecutivos de corbata, mis jefes, que me miran por encima del hombro, calibrando sus beneficios, evaluando la relación entre la cantidad y la calidad de mi trabajo. Acabo agotado. Ahora, pienso como cada día que regreso, me sumergiré en la paz del hogar.

Pero hoy no es un buen día, como tampoco lo fue ayer y anteayer ya no recuerdo; aunque estoy seguro que si echo mano de las estadísticas de mi agenda, fue, sino malo, al menos lamentable. De la depresión me salva mi gran facilidad para el olvido. A causa del trabajo me he convertido en un tipo sin memoria. Una facultad incierta que me conduce de igual forma al ahorro y al derroche. Puedo leerme el mismo libro cien veces y disfrutarlas todas, o comer dos veces cada día y quedarme con hambre. Pero, a pesar de mis amnesias temporales, no he pagado una factura dos veces; entre otras cosas porque nunca han intentado cobrármela por segunda vez, y porque tengo la agenda electrónica excesivamente organizada para evitar esas disfunciones cerebrales; hasta el punto de que si una de sus entradas estuviera repetida, el aparato me martirizaría con su timbre agudo de alarma, y no me dejaría vivir en paz antes de subsanar el más simple error de duplicidad.
Después de la jornada laboral en la quinta planta del Edificio IBEME, en la Oficina de Reclamaciones de Mecanismos Robóticos, diseñé la programación de esta tarde de viernes con una calma chicha hogareña, antes de iniciar los recorridos del fin de semana por parques, tiendas, paseos diversos —con perro, con niños, con mi compañera— que me mantienen en forma, de la misma manera que prolongan mi vigilia las palabras, las discusiones, los maullidos de Arturo, los ladridos, que me entran por las orejas de forma continuada. Llegaba derrengado, como casi siempre, buscando una tranquilidad absoluta; la que exige un amante del silencio desértico las cumbres del Himalaya.

Abro la puerta y están esperando Marta, los niños, Jaime y Manuela, Sandor, el perro, y el gato. Son todos tan perfectos que estoy a punto de derramar unas lágrimas sobre la pizza familiar y las dos hamburguesas gigantes que se conforman en montaña sobre la mesa. Es cierto que excedo unos kilos del canon marcado por la relación masa-altura como peso ideal, pero me gustan esos alimentos. Mi compañera los señala con una sonrisa y me regaña con los ojos. Mi vida es tan maravillosa fuera del trabajo que la falta de preocupaciones me impide adelgazar.

Todos miran la comida, pero a ninguno les apetece, como si no tuvieran la necesidad de alimentarse. Marta observa mi barriga, con sus ojos me está recordando el «ya te lo dije» diario, cuando por las mañanas trepo a la báscula del baño y me comenta su decepción, mientras parpadean los números de la balanza hasta quedar fijos, a la vez que mis ojos hacen chiribitas de sorpresa ante el marcador numérico; los de ella permanecen insensibles, policiales, como si ya hubieran calibrado mi peso bruto antes se subirme a aquel artefacto diabólico de tortura. Los niños comienzan su pelea cotidiana lanzándose gritos y palabras malsonantes, nunca ofensivas, programados por la educación estricta que han recibido. Sandor se suma a su batalla verbal con sus ladridos —he llegado a diferenciar en él catorce tonos distintos— y el gato, que sólo tiene tres varaciones, maúlla y se pasea entre mis piernas abiertas, haciendo ochos para que le acaricie el lomo, preparado para ronronear.

Pido silencio, pero no me hacen ni caso. A veces pienso que se autoprograman en mi ausencia para fastidiarme; quieren autonomía pero no la independencia, porque viven bien bajo mis alas. No sé que responderles y me hundo en el sofá.

¡Papá! ¡Papá! ¡Papá! Me llaman los tres, los niños y Marta; y yo, que no soy padre y a la vez papá por triplicado, e incapaz de hacer una carambola, no tengo ni papa de lo que quieren, y tampoco habilidad o paciencia para jugar a tres bandas, y mucho menos gozo de la infalibilidad necesaria en la cuestión del adoctrinamiento. Sin fe en mis facultades organizativas en tiempo real, con la moral por los suelos, me derrumbo todavía más, y me sacuden las tentaciones de apretar el botón de silencio. Hoy tengo un mal día.

Estoy encendido y no quiero más combustible. Esta mañana he soportado un atasco de una hora por un accidente de un camión de reparto, he andado y desandado del primer al último piso en el ascensor por un asunto de reclamaciones de hacía tres años, sin resolver, por supuesto; la empresa trataba de recusar las demandas por prescripción temporal, y yo con el agua al cuello, intentando sofocar el incendio provocado por el demandante y su abogado; toda la responsabilidad para mi, para el chicho de la ventanilla que atiende los cabreos de los clientes insatisfechos, mientras me miraban los jefes encorbatados. Me sentía como un muñeco en manos de todos, una marioneta que desprendía calor, luz y humo; con el pensamiento lleno de reacciones impredecibles y terminales, camuflado en una sonrisa de lava petrificada tras la erupción de un volcán. Pero no estaba dispuesto a morir como el fuego que succiona todo el oxígeno y luego se suicida.

Un botón nuevecito, recién estrenado, que remplazado la semana pasada al antiguo diseño, menos aerodinámico y desgastado de tanto uso, moribundo desde hacía unos meses, cuando le fallaba la memoria en ocasiones, y no obedecía a mis presiones, teniendo que tragar en casa con todo lo que se me venía encima.

Marta se acercaba con un reproche, atravesaba la comida como si fuera una imagen óptica tridimensional; los niños seguían porfiando por unas tonterías de prioridad en cualquier asunto sin importancia, acompañando al gato Arturo en su ronroneo a mi alrededor, pidiendo justicia para uno de ellos, mientras sufría berrinche el otro, y Sandor trotaba hacia mi lugar de descanso con el rabo levantado, una sonrisa en los ojos y la correa de paseo atrapada entre los dientes.
Apreté el Botón Rojo, el de la bomba de expansión electromagnética que dejaba sin energía mi conjunto residencial de cuarenta metros cuadrados hasta que no se reactivara la palanca manual de reinicio. El mecanismo actuaba como un obús apagaincendios explotado en medio de las llamas, que chupaba todo el aire y consumía el fuego, ahogado sin oxígeno.
El pulsador tiene la funcionalidad de dejar congelado a todo bicho viviente que se encuentre en ese radio de acción; les chupa la energía. Cuando lo aprieto, todos los robots se paralizan, Marta deja de rumiarme —yo tengo mala memoria— ya te lo dije, el gato Arturo deja de maullar pidiendo una recarga de baterías, y al perro le cortó cuando viene con la correa entre la boca... cuando estoy tranquilamente tumbado en el sofá, incluso apago el reproductor de hologramas y desaparecen los niños con sus discusiones grabadas, que tanto nos gustan ver en otras. Se construye un silencio religioso, no hay nada, incluso desaparece el aroma de botafumeiro, las colonias, y los inciensos. Lástima que todo quede paralizado, lástima por la comida, porque lo único que escucho en estos momentos son los arrullos de mi estómago, que me suplica que accione el reinicio. Es la lucha entre la materia y el cerebro, entre cuerpo y alma. Pasa un tiempo mientras decido si me voy a la cama o me quedo tumbado en el sofá; una disyuntiva fácil de elegir en cuanto a comodidad, pero una elección complicada una vez acoplado en el tresillo. Con el silencio del hogar congelado, me domina el sueño y, entre sus brumas, encuentro la felicidad del paso del tiempo, sin nada más que dormir a la sopa boba, con las piernas encogidas como en el inicio de mi tiempo.
Por Tomás Alegre

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