domingo, 6 de mayo de 2012

Santalum album, pata de palo

Permítanme que me presente, y no se sorprendan por lo inusual de la ocasión, pues no es muy frecuente escuchar los relatos de una pata de palo. Debo decirles que no soy una extremidad cualquiera sino aquella de la que el insigne escritor José de Espronceda escribió en su relato “La pata de palo”, publicado allá por 1835 en la prestigiosa revista romántica “EL artista”.
Yo nací en el Londres de finales del siglo XVII, y mi hacedor fue ese habilidoso artesano llamado Mr. Wood que recibió el especial encargo de uno de los, a la sazón, más importantes comerciantes de la ciudad inglesa por aquellos años. En realidad, fue mi segundo nacimiento, cualidad que tenemos los objetos de madera, pues primero nacemos como árboles y luego como objetos, siendo así que disfrutamos del grandísimo privilegio de poseer dos almas, la vegetal y la que nos confiere las manos creadoras del artífice que nos fabrica. Tengo que decirles que hasta en eso soy única, pues mi esencia vegetal es aromática, desprendo un agradable olor a sándalo y mis efluvios son capaces de producir cierta armonía espiritual. Respecto a la condición de acabar como pata de palo, en principio no tuve nada que objetar, pues ayudar a un hombre que había perdido una pierna me pareció algo noble, a la par que viajar a una isla tan lejana como el Reino Unido se me presentaba en mi imaginación vegetal como una experiencia exótica y original, digna de una madera tan apreciada como la mía.

Sé que Mr. Wood no trabajaba habitualmente con madera de sándalo, porque mientras me daba forma, yo era la única pieza de mis características en su taller, y sé también que me tenía un cariño especial, lo notaba en la energía suave con que me trabajaba y en los monólogos que conmigo se solazaba.

Asimismo me consta que era una pierna querida y deseada por mi comprador, a juzgar por sus muestras de alegría el día que me llevó a su casa el maestro artesano. Entonces ¿qué sucedió? Con esos antecedentes tan positivos, ninguno de los dos, pierna ni comerciante, tuvimos jamás la más mínima sospecha del aciago y cruel destino que nos esperaba.
Desgraciadamente, tengo la certeza de que todos ustedes me consideran culpable de aquel suceso porque el señor Espronceda me describió en su relato como una pierna venal, errática e irresponsable, pero nada más alejado de mi verdadera condición como ya les he ido comentando y en breve terminaré de explicarles.

Según me encajaron en el muñón de la pierna derecha de mi inseparable compañero, noté que algo iba mal. Es cierto que me habían encarecido insistentemente a comportarme como una pierna modelo, como  una obra maestra que llevase al caballero; pero alguna incompatibilidad debíamos tener porque nada más sentirme sujeta, me encontré prisionera y me entraron unos irrefrenables deseos de liberarme de esa carga, así que empecé a correr, incluso a saltar para que aquel hombre, al que yo no había elegido y  del que, en realidad, no tenía nada en contra, me descabalgara. Corrí por la isla, me embarque, surqué océanos y continentes buscando el consuelo de mi madre tierra, la India, y no paré hasta que encontré al árbol del cual, como rama me habían desgajado, y al que me subí de un salto arrastrando los pocos huesos que aún quedaban de mi inseparable compañero. Solo entonces descansé.

Luego de mucho reflexionar, he llegado a formular una hipótesis que cada vez me parece más aceptable sobre el loco mal que me nubló el entendimiento en aquellos días lejanos. Les ruego que la escuchen y me comprendan, pues como madera sensible que soy, tengo verdadero interés en que entiendan y disculpen mi aparentemente feo comportamiento. Creo que la mezcla entre la espiritualidad a la que incita el sándalo y el carácter materialista del comerciante resultó incendiaria, me volvió loca y me obligó a actuar como ni yo ni nadie jamás hubiéramos imaginado. Ése fue el único y grave error. ¿Me comprenden ahora? 

Olimpia Benito

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