sábado, 30 de junio de 2012

Makembo

Se cuenta que Ambisu, de la tribu de los Okuma, allá en Togo, se había inventado la leyenda del balón mágico y que, en realidad, no ocurrió nada de aquello.

Ahora, Ambisu, que es ya una anciana, sigue repitiendo la misma historia, paso por paso, a quien la quiera escuchar.

Cuenta que una tarde, aburridos de sol y grillos, Makembo y ella, que entonces tenían diez años, salieron de su aldea. No pensaban alejarse mucho, sólo rodearla, pero algo inesperado les apartó de allí. Escucharon un tam tam remoto: pom, pom, pom… una vez, diez, cien. Como hechizados siguieron su sonido, cada vez más fuerte, cada vez más claro. Llegaron tras él a lo alto de una pequeña colina. Cuando estuvieron en la cima y miraron hacia abajo, a unos cien pies, vieron a un hombre negro, vestido con un pantalón corto y una camiseta sin mangas que relucía bajo el sol. El hombre tiraba contra el suelo una pelota una y otra vez, luego la colaba entre dos ramas y volvía a repetir lo mismo.

Su piel estaba impregnada de sudor y, bajo el sol abrasador, parecía que se evaporaba y todo él estaba envuelto en una bruma luminosa. Entre bote y bote giraba sobre sí mismo, cogía el balón y saltaba como si una serpiente le hubiera mordido. Y llegaba arriba, muy arriba, tan arriba que pensaron que iba a volar.

Ella y Makembo se miraron con ojos como lunas, y se cogieron de la mano.  Cuenta que ella sintió un escalofrío que la recorrió todo el cuerpo. Apretó aún más fuerte la mano de Makembo y volvió a mirarle. Dentro de sus ojos vio al hombre saltador.  Contempló como un pequeño haz de luz salía de ellos y siguiéndolo encontró al hombre de la ropa que brillaba. El hombre y él parecían unidos por aquel extraño reflejo. Un hilo dorado, tejido con sueños, los unía.

Makembo se soltó de su mano y bajó la colina siguiendo la dorada cadena. El hombre, al verlo, agarró el balón con una mano y con la otro lo llamó. Se sentaron bajo el árbol y estuvieron hablando un rato. Después se levantaron y el hombre que saltaba como un jaguar le estuvo enseñando a botar el balón y a colarlo por entre las ramas. El balón era más grande que un coco y parecía que estaba vivo. Obedecía a las manos del hombre y parecían muy amigos y compenetrados. Makembo observaba y luego lo hizo él. Primero muy mal, después un poco mejor.

Ambisu acabó durmiéndose a la sombra de un arbusto. Dice que no sabe cuánto tiempo duró aquel sueño, pero que le pareció largo y placentero. Cuando despertó, sin embargo, el sol estaba todavía tan alto como cuando llegaron. Makembo la miraba desde arriba y la llamaba bajito, muy bajito.

-Ambisu, Ambisu, despierta -le decía apretando la pelota del hombre contra el cuerpo.
-¿Te la ha regalado? ¿Quién era ese hombre?
-Has de guardarme un secreto. Si me quieres, tienes que guardármelo. 

Dice que Makembo la miró con ojos como soles, y que no pudo sino decirle que sí con la cabeza. Aunque, en realidad, lo que le hubiera gustado confesarle es que le quería desde siempre y en ese momento aún más, pero sintió también que acabaría perdiéndole.

Le contó que aquel hombre era el Makembo del futuro. Le había dicho que tenía que amaestrar aquel balón para que hiciera lo que él quisiera. Tenía que conseguir que el hilo dorado saliera de sus manos hacia el balón, y que la pelota y él fueran uno. De esa manera,   ese balón sería el que le sacaría de la aldea y le convertiría un hombre importante. Sólo le puso una condición: nadie del poblado tenía que saberlo, nadie excepto Ambisu.

Desde entonces, cada tarde recogía el balón de su escondite y se iba al mismo árbol donde su yo futuro se le había aparecido, y botaba y botaba, y saltaba y saltaba, y acertaba y acertaba una y mil veces hasta que el balón y él fueron uno. Mientras Ambisu, paciente, le veía crecer como un árbol fuerte y esbelto.

Una tarde de tormenta, pasados diez años, Makembo desapareció. Dijeron que la lluvia lo había disuelto y se lo había llevado para no regresar más. Ambisú aquel día no se encontraba bien y no lo había acompañado, pero ella sabía que no había muerto. Su corazón lo sabía.  Les contó a los de la aldea la historia del balón, pero no la creyeron, ellos no lo habían visto nunca, y pensaron que era la pena la que la llevaba a inventarse historias.

Años más tarde llegó gente blanca al poblado. Venían con un médico, trajeron medicinas y muchas cosas para todos. Construyeron un hospital y un pozo. También colocaron unos postes muy largos que acababan en un aro con una red, y un montón de balones, como los de Makembo. Y los hombres blancos enseñaron a los niños y niñas de la aldea a jugar a aquel juego de botar y saltar y luego encestar. Así lo llamaron, encestar. 

Entre los balones, Ambisu encontró un periódico en el vio a un hombre vestido igual que el de las ropas brillantes, sus ojos eran como los de Makembo. Les preguntó a los hombres blancos quién era, le dijeron que era el mejor jugador de baloncesto de su país. Se llamaba Mikel Boult.


Por Raquel Ferrero

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