jueves, 28 de junio de 2012

El parque del Elefante


En una ciudad muy grande, había un parque muy pequeño, al que los vecinos llamaban el ‘Parque del elefante’. El único juego que tenía se componía de dos columpios y un tobogán en un extremo que, visto desde lejos, se asemejaba a ese animal.

A un lado del parque había unas viviendas muy bonitas, con unas grandes terrazas y un portal con brillantes paredes que siempre olía a flores. Las familias que residían en estas casas tenían mucho dinero. Bueno, no tanto como los futbolistas o como los que salen en la televisión, pero podían comer unos alimentos muy ricos y jugosos y comprar a sus hijos los mejores juguetes, consolas y teléfonos móviles. La mayoría de los hombres que habitaban en estas viviendas se quedaban en la oficina hasta altas horas de la noche, muy ocupados siempre celebrando reuniones.

En la otra parte del parque se encontraban unas casas muy viejas, con las paredes grises y con unos portales muy pequeños y oscuros, que olían a coliflor. Mucha gente de la que vivía en estas casas no encontraba trabajo y algunos de los hombres se gastaban el poco dinero que tenían en el bar, donde pasaban casi todo el día. Había abuelitos que no sabían leer ni escribir, porque nunca habían ido al colegio.

Todas las tardes, el Parque del elefante se llenaba de niños, tanto de las casas bonitas como de las viejas, que merendaban y jugaban hasta que se hacía de noche. Entonces sólo quedaban algunos niños, que a sus padres se les olvidaba llamar.

Entre los niños que jugaban en el Parque del elefante, estaban Jose y Josefina, hermanos mellizos de 8 años, que vivían en las casas viejas, y a los que todo el mundo llamaba los ‘Josefinos’. Había otros dos hermanos mellizos, de la misma edad, Manolito y Manoli, llamados los ‘Manolitos’, que vivían en las casas bonitas.

Los Josefinos, aunque eran un poco pobres, tenían una consola vieja, que les regaló un primo suyo, que se la había encontrado un día en la puerta de un colegio. Siempre se peleaban por jugar con ella. A Jose le gustaba un juego de atropellar ancianitas. A Josefina, a poner faldas muy cortas a unas señoras que vivían en un convento. Un convento es una casa muy grande, donde viven unas señoras que no se casan y casi nunca salen a la calle, porque siempre están rezando, haciendo mantelitos o cocinando unas galletas muy ricas.

A los Manolitos les gustaba mucho leer. La niña leía cuentos de hadas. Cuando lo hacía, se podía adivinar lo que pasaba. Si decía un ¡Ooooooh! largo, es que ocurría algo emocionante. Si decía un ¡Oh! muy cortito, es que sucedía algo malo. El niño, sin embargo, leía libros de mayores, sobre todo de escritores rusos,  que habían nacido hace más de cien años.

Cuando los Josefinos se cansaban de jugar a la consola, se subían a los columpios, se ponían de pie, escalaban por las cadenas hasta alzarse en la barra de arriba, gateaban hasta el tobogán y se tiraban por él. Como enfrente se sentaban los Manolitos, aprovechaban para meterse con ellos.

Josefina le deshacía los lazos rosas a Manoli. Jose hacía de rabiar al hermano, llamándole ‘Manolito el gafoso’, porque una vez había oído hablar de un libro que se llamaba así, o algo parecido, y le hizo mucha gracia. Sus gafas tenían unos cristales muy gordos, porque leía mucho y casi nunca miraba a lo lejos. Mirar al horizonte es muy bueno para la vista, para que los ojos no se vuelvan vagos y así no tener que utilizar gafas.

A los hermanos de la casa bonita su madre les hacía merendar un bocadillo con jamón y un chorrito de aceite de oliva; decía que era una merienda muy sana para el corazón. A los hermanos de la casa vieja, su madre les preparaba bocadillos de mortadela;  decía que era muy nutritiva. El jamón tenía unas rayitas de tocino de color rosado, la mortadela, si la tocabas, te dejaba los dedos de color rosa.

Los Josefinos se reían de los Manolitos porque siempre comían bocadillos aburridos, mientras que los suyos eran mucho más ricos y divertidos. Pero un día decidieron quitarles la merienda para ver cómo sabía. Al probarla, se quedaron asombrados de lo rico que estaba el bocadillo de jamón con tocinillo rosa y aceite de oliva.

Cuando la madre de los Manolitos, que se llamaba Manuela, se enteró de que les habían quitado el bocadillo a sus hijos, se dirigió a casa de los Josefinos y discutió con la madre, que se llamaba Josefa, en el portal que olía a coliflor. Le dijo que fuera la última vez que les quitaban la merienda a sus hijos. Que ese jamón era muy especial y se lo traían de un pueblecito de Andalucía llamado Jabugo.

La señora Josefa, aunque era muy guapa y elegante, tenía muy malas pulgas y era la que más gritaba… y la que más palabrotas decía. Cuando estaban las dos dando voces como unas locas, salió un vecino que vivía al lado de los Josefinos, que era policía. Llevaba una camisa con los botones desabrochados hasta el ombligo, olía a sudor y a vino y llevaba una pistola en la mano. Dijo que si no se callaban iba a dispararlas y, nada más decirlo, se le escapó un tiro que pasó entremedias de las dos madres. Todos los Manolos se metieron deprisa en su casa y todos los Josefos, muy asustados, bajaron volando las escaleras.

Los Josefinos pidieron a su madre que fuera a ese pueblo a comprarles jamón. Ella les dijo que si estaban tontos, si se creían que eran millonarios, que era carísimo. Si querían comer jamón, tendrían que quitárselo a los otros niños. Bueno, mejor sería que cambiaran los bocadillos.

Al día siguiente preguntaron a los Manolitos que qué preferían, o les quitaban el bocadillo o se lo cambiaban. Como éstos tenían mucho apetito, nunca utilizaban la palabra hambre, que era muy vulgar, prefirieron cambiarlos; aunque la niña del lazo rosa dijo que no sabía si le iba a gustar la mortadela, pues nunca la había probado, ya que su madre decía que los niños se volvían gordos de comerla.

Los Manolitos se comieron el bocadillo de mortadela en un pispás. Pensaron que era un gran manjar y no entendían como su madre nunca la compraba. Acabaron con los labios y los dedos pringados de grasilla rosada, del mismo color que los lazos de Manoli.

Desde esa tarde, se intercambiaban los bocadillos y se hicieron muy amigos, aunque no se lo contaban a sus madres, por si les prohibían jugar juntos. Josefina seguía poniendo faldas muy cortas a las señoras del convento y Manoli aprendió a vestirlas de princesas con unos escotes muy grandes, como en las películas.

Manolito se aficionó también a atropellar ancianitas. Jose le había cogido el gusto a los libros. El que más le gustaba era ‘Guerra y Paz’,  de un escritor ruso llamado León. Colocaban el libro encima de un banco y jugaban los dos al tiro al león; a ver quién lo hacía caer antes disparando con el tirachinas.

Y así pasaban las tardes felices los Josefinos y los Manolitos en el Parque del elefante. Eso sí, sin que sus madres se enteraran.

Por Vicente Briñas

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