miércoles, 27 de junio de 2012

Pascual

El tiempo da vueltas en redondo. Los  lunes avanza en línea recta, que son los días que salgo a caminar con la perrita de la vecina; siempre va corriendo delante, tirando de la cuerda; yo la sigo, porque me da igual. Los demás días doy vueltas y vueltas dentro de casa, y al final giro en redondo, antes de echarme sobre mi cojín. Me llamo Pascual. Soy el perro de Mario.

Llegué a esta casa gracias a Marito. De pequeño lloraba pidiendo un perro, cada vez que pasaba frente a la casa de animales donde estaba yo. Pocas veces le permitían detenerse a mirarnos; cuando lo hacía, llamaba mi atención haciendo payasadas, que yo correspondía poniéndome de pie y ladrando. En esos momentos pedía, rogaba, que le dieran un perro. “Ya que no queréis traerme un hermanito, al menos un animal. ¡Por favor!”

Así fue como pasé a formar parte de esta familia. Me escogieron porque, además de ser simpático, mi tamaño es pequeño: soy un bulldog francés.


De eso hace tres años. Tres deliciosos años de juegos,  luchas con Mario sobre la alfombra, carreras enloquecidas por el parque, algunas peleas con otros perros más grandes, a los que provocaba y de los que mi amiguito me salvaba siempre.
Pero Mario ya no está en casa. Se fue con su mamá y aquí me quedé con su padre. Los últimos días, mi amigo no estaba tan contento porque su papá gruñía mucho. Yo me escondía debajo de la mesa o me iba a la habitación, con miedo de que me pegara también a mí.

Ahora estamos los dos solos en esta casa silenciosa, donde paso muchas horas sin compañía. Y el tiempo gira y gira en redondo.

Ya no gruñe y, de vez en cuando, me acaricia la cabeza. Por las mañanas me saca corriendo, con el tiempo justo para aliviarme al pie del árbol de la acera. Cuando vuelve a la tardecita, me deja más tiempo, pero apenas me da para saludar a mis conocidos, que no amigos. Amigo de verdad, sólo Mario.

Los lunes me saca la vecina junto con su perra yorkshire, que va siempre corriendo adelante y ladrando a todos y a todo. Me pone nervioso.

Mario me había dicho, el día que se marchó, que vendría a buscarme. Pero el tiempo pasa. ¿Cuándo volverá mi amigo? ¿Cuándo volverán los buenos tiempos? Se lo pregunto, con la mirada, a su padre, cuando se sienta frente a la tele y yo me acuesto a sus pies. ¡Pero nada! Esta casa es una tristeza. No entiendo a los humanos. Si éramos felices Mario y yo estando juntos, ¿por qué nos separaron? Ninguno de los dos hemos hecho nada malo para que nos castiguen así.

He estado solo en casa estos dos días. Se me terminó la comida y aunque he ladrado para que me sacaran, nadie vino. He tenido que hacer mis necesidades sobre la alfombra. Cuando ha llegado mi amo y lo ha visto, porque lo pisó, me ha gritado; no me pegó porque salí huyendo. Lo oí gruñir largo rato y luego hablar con alguien, dando muchas voces. Decía: ¡no lo quiero aquí ni un día más! Yo temblaba en mi rincón. Me buscó hasta que me encontró en la habitación de mi amigo, oculto detrás de una cortina. Me levantó del cogote y me azotó insultándome:

-¡Bicho inmundo! Vamos a la calle antes que lo hagas otra vez.

No alcancé llegar al árbol; del miedo que sentía no pude aguantar y formé un charco nada más salir del portal. Nuevamente me insultó. Para mi suerte, en ese momento llegó la vecina y me salvó de otra paliza. Estuvieron cuchicheando un buen rato.

Anoche dormí muy mal; me despertaba temblando ante el menor ruido. No quiero seguir en esta casa sin Mario.
Por eso me he trazado un plan. Como hoy es lunes, ha venido a buscarme la dueña de la perrita pesada para ir al parque. Aprovecharé el momento en que nos suelta en un espacio muy amplio, donde jugamos todos los que  nos conocemos. Cuando vaya corriendo a buscar la pelota, me escaparé. Me esconderé en un monte de hierba cortada que han dejado los jardineros. Espero que aún esté allí.

¡Ha dado resultado!

Me han buscado por todas partes, pero yo estaba metido muy adentro del cerro de hierba y no me moví. Ahí cerca hay un estanque y, a continuación, un barranco que da a una carretera; gritaban todos por ese lado. Más tarde escuché cómo daban un teléfono a los que paseaban a otros perros, por si me veían. Al fin se marcharon. Esperé mucho hasta asomar el hocico, poco a poco, olfateando y mirando a todos lados. Cuando estuve seguro de que no había nadie, me acerqué al barranco y bajé por la parte menos peligrosa, hasta llegar casi al borde de la carretera, a un camino de tierra. Me fui andando por ahí. Me daba miedo el ruido de los coches que pasaban zumbando. No los miraba y seguía al trote. Cuando oscureció, me subí hasta donde había unas matas altas y me acomodé debajo de ellas. Ahí pasé la noche. Estaba agotado. Me desperté varias veces temblando de frío; entonces me levantaba, daba varias vueltas en redondo y me acurrucaba otra vez. ¡Ay, mi cojín cómodo y tibio! ¡Ay, mi querido amiguito!

Desperté con el sol. Me levanté, observando el lugar que me rodeaba; desde esa altura se veía una calle que venía de la carretera y entraba a otro barrio. Bajé hasta la acera y caminé por ella, mirando las casas y los coches que circulaban. Iba sin rumbo, sin saber qué hacer.

Pasaron dos niños con su madre y me vieron:

- ¡Mira mamá, qué lindo perrito! Está solo. ¿Nos lo podemos quedar? –dijeron con entusiasmo, intentando acercarse.
- ¡No lo toquéis! Tal vez esté enfermo y os puede morder. Vamos, que llegaréis tarde al colegio.

No me dio tiempo a nada. Por un momento me quedé inmóvil. La madre se los llevó tirando de ellos, pero se daban vuelta para mirarme. Me sentí como un pobre perro callejero.

Seguí andando, sin reconocer el lugar. No sabía dónde estaba. En la esquina varias personas entraban y salían con bolsas de papel que olían muy bien. Era una panadería. El aroma me recordaba la casa donde vivía. ¡Qué hambre! Me comería un trozo de pan aunque no fuese mi manjar preferido. Un hombre me miró, adivinando mi deseo. Cortó un trozo de pan y me llamó.

- Toma, perrito, ven.

Me acerqué contento, lo olí y lo atrapé de un bocado; me retiré un poco y lo apoyé en el suelo para comer. Mientras estaba en ello, observaba de reojo al hombre y a la gente curiosa. No estaba tranquilo.

Súbitamente, un muchacho me cogió del collar, pero logré zafarme de un tirón y salí corriendo. “¡Qué pena!, escuché que decía. Ese perro debe valer una pasta”.

Iba yo a toda la velocidad que podían mis patas, con el corazón alborotado y las orejas al viento. Sólo me detuve cuando ya no pude más. Me escondí tras un coche y me asomé por si venían detrás.

Ahí me quedé acurrucado, atento a todos los ruidos. Cuando oía voces, me metía debajo. Ya descansado, salí del escondrijo, no sin antes asegurarme de que no venía nadie.

Lo poco que comí me dio más hambre. Caminaba despacio, cerca del bordillo por si tenía que salir huyendo a la calle. No podía dejar de pensar en mi amo tan amoroso y en lo triste de nuestro destino. Seguramente ha llorado por mí y no lo habrán dejado ir a buscarme. “No pararé hasta encontrarte, querido amigo”, pensaba mirando a todas partes.

De pronto, una voz gritando “¡cuidado, Pascual!” me deja helado. Esa voz… Provenía de un coche azul, que disminuía su marcha para detenerse en un paso de peatones. Un cachorro, cocker blanco y negro, intenta asomarse por la ventanilla, apoyando sus patas en el cristal medio abierto. Detrás de él asoma alguien tirando de su collar y abrazando su cabeza. El cocker le lame la cara en señal de cariño. ¡Es… es Mario! Ladro. ¡No me ve! El coche retoma la marcha y yo lo sigo corriendo y ladrando. Bajo la acera para no perderlo de vista.

Un grito hace girar mi cabeza:

- ¡Cuidado, el perro!
Miro hacia atrás y el coche ya…

El tiempo gira en redondo y yo con él. Parece que vuelo por los aires, pero de pronto estoy en el suelo, tocando el asfalto gris y duro, sintiendo que un líquido tibio y suave corre por mi hocico. Cerca de mi oreja se oye una voz dulce como las hojas del árbol mecidas por el viento. En un esfuerzo abro los ojos pero no veo a nadie cercano.  Estoy tan cansado, cierro los ojos y siento como si estuviera echado en mi cojín cálido y acogedor, escuchando la voz de Mario llamándome. Todo se vuelve oscuro y silencioso. En un último impulso emito algo parecido a un ladrido. ¡Ma… rio…! ¡A… mi… go! 

Por Elsa Fías

No hay comentarios:

Publicar un comentario