sábado, 28 de febrero de 2015

Navidad

Padre nos prometió una gran sorpresa para cuando tañera la última campanada del año. Madre supuso que, por fin, había encontrado un trabajo serio, como Dios manda. Se arrodilló y comenzó a rezar dando gracias al Señor. Yo solo podía pensar en la bicicleta BH que llevaba dos años pidiendo a los Reyes, pero que nunca llegaba, y Merlín y Tábata eran demasiado pequeños para entender el universo de padre…

Padre era de esa clase de personas que siempre conseguía que algo maravilloso sucediera. Recuerdo nuestra última comida de Navidad. En la calle había comenzado a nevar petardos, villancicos y serpentinas. Madre, entre fogones, preparaba un caldo con esqueletos de pollo, huesos rancios de jamón y picadillo de cebolla. Lloraba. Siempre lloraba con la cebolla y se secaba los mocos y las lágrimas con un ajado trapo que llevaba, a modo de condecoración, sobre el hombro. Yo trasteaba con un pequeño belén de figuritas desiguales e incompleto, dirigiendo guerras entre soldados, ovejas, marranos, el desnudo madelman y el niño Jesús de porcelana del sinfonier que parecía, por lo grande, un bebé de verdad. Los gemelos gateaban por el frío suelo de terrazo tiznándose las manos, cuando él abrió la puerta. Sonreía, con esa sonrisa mellada, blanca y enjuta que le hacía tan especial. Tenía el pelo cubierto de nieve y venía en chaqueta y sin bufanda. Me levanté corriendo para abrazarle, a la vez que le quitaba a Merlín una vieja pandereta con la que intentaba aplastar a una fila de hormigas, que se habían instalado en el comedor. Me pidió silencio con el dedo puesto en sus labios, y se dirigió a madre. Le tapó los ojos, le besó en el cuello y le preguntó algo que no alcancé a entender. A continuación, de una bolsa de plástico sacó un envoltorio mojado de papel de periódico, dentro del cual tenía una hermosa gallina. “Para la cena”, dijo. Madre pegó un respingo y le preguntó de dónde demonios había sacado ese bicho sin desplumar… “Lo cambié por el abrigo”, continuó satisfecho. A padre se le borró la sonrisa cuando ella le ordenó que cerrara la puerta de la cocina. Me miró con ojos de niño al que acaban de pillar en una trastada y, aunque me dedicó un simpático guiño, supe que madre le iba a regañar muy fuerte. Mi corazón empezó a galopar dentro del pecho, luego continuó por el sendero de mis sienes y a lo largo del valle de mi cuello, como esos caballos de las películas de vaqueros, que llenan de polvo la pantalla. Merlín estaba sentado a mi lado mirando hacia el lugar del que provenían las voces, señalándolo con su diminuto dedo, entretanto Tábata, muy quieta, hacía muecas con la cara, y se ponía roja, como si estuviera a punto de ensuciar el pañal. Padre salió, poco después, cabizbajo, triste, parduzco, con la gallina agarrada aún por el pescuezo… Se agachó hasta donde yo estaba y, mágicamente, sacó una chocolatina de detrás de mi oreja. Aquello me emocionó. Me hubiera encantado aplaudir, abrir las ventanas y chillar a los muchachos que jugaban en la plaza que mi padre era un mago de verdad como los que salían en la tele y que hacía aparecer chocolate en las orejas, pero el adivinó mis intenciones y negó con la cabeza y con los ojos. No era un buen momento. Nadie volvió a hablar en mucho rato. Solo madre, algún tiempo después, cuando cogió a Tábata en sus brazos y le olisqueó el culo mientras repetía: “¿qué vida te espera, mi niña..?”.

La expectación era máxima, por conocer la sorpresa, cuando comenzaron a sonar los cuartos. Madre y yo nos mirábamos intentando adivinar qué era aquello tan asombroso que había preparado esta vez. Esa noche madre estaba bonita, muy bonita. Tenía recogido el pelo en un moño de horquillas, como una princesa de la tele que era muy rica y desayunaba diamantes, y había coloreado sus mofletes con reiteradas secuencias de pellizcos frente al espejo. Cuando dieron las doce, y todo en la calle comenzó a oler a petardos, padre se dirigió a su habitación y, en pocos minutos, salió con una chistera algo descolorida y una imponente capa negra de paño forrada de rojo brillante. En su mano lucía una varita mágica nueva, reluciente y negra, con los extremos remarcados de blanco. No quise parpadear para no perder ni el más mínimo detalle y los ojos comenzaron a escocerme. En ese instante, murmuró unas palabras ininteligibles e hizo aparecer un conejo dentro de la descolorida sopera de loza. Se le cayeron las lágrimas. Era su primer lepórido. Yo comencé a aplaudir frenético, feliz, muy feliz, con esos aplausos ahogados desde lo de la chocolatina, admirando a aquel mago de verdad, que sonreía y saludaba a un público imaginario… Madre también lloró. Lloró de golpe y de rabia. Lloró desbordando las cuencas de sus ojos, mientras le abría la puerta de la calle... Dijo que ya no aguantaba más, y siguió llorando; que era un fracasado, y las lágrimas le mojaron las zapatillas; que con tres críos que cuidar tenía bastante, y el charco que formó era tan profundo que comenzó a reflejar las luces de fiesta de la calle… Después, yo también lloré. Supe, a pesar de que la escena de la puerta se había repetido en otras ocasiones, que esta vez era la definitiva y que le perdía.

La señá Joaquina, la presidenta, quizá enternecida o algo enamoriscada de padre, desde que vinimos del pueblo, nos cedió un trastero y allí le escondimos. Fue nuestro secreto. Lo sigue siendo. Cada tarde, acudo fiel al cuarto para llevarle algo de comida y abrazarle. Ya casi no le reconozco. Él continúa ensayando su truco, el que –según dice– le convertirá en el mejor mago del mundo. Cierra los ojos con fuerza; se cubre con un trapo rojo; pronuncia las palabras mágicas y desaparece…

Yo me marcho aplaudiendo, gritando “bravo” y fingiendo que no le veo, como cuando era niño. Sé que solo así podrá dormir tranquilo.


Por María Sergia Martín

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