viernes, 27 de febrero de 2015

Hollina

Erase una vez una niña que quedó huérfana al  morir sus padres y fue entregada al cuidado de una viuda rica con dos hijas, a cual más fea. La niña huérfana entró en la casa con las bendiciones de las autoridades,  ya que  la familia que la acogió poseía excelentes referencias en el entramado social y eclesiástico del lugar.

Los primeros días transcurrieron tranquilos, mientras la viuda y sus hijas se dedicaban a observar a la pequeña criatura con curiosidad,  procurando además mantener las apariencias de cara a las visitas que los vecinos, curiosos a su vez, les hacían. No pudieron por menos que darse cuenta de las cualidades que la adornaban, era una niña sana, hermosa y deseosa de cariño. Se mostraba servicial y cautelosa con las tres mujeres y se esforzaba por adaptarse a las nuevas circunstancias de su vida, a pesar de la tristeza que a ratos la invadía.
Con el paso de los días, la viuda y sus hijas empezaron a calibrar las ventajas e inconvenientes que para ellas tenía la nueva presencia en la casa. La madre viuda decidió que no quería hacer más gastos de los habituales y, a pesar de la remuneración administrativa que recibía a cambio del cuidado de la niña, escatimó todo lo que pudo a la hora de comprarle ropa, ofrecerle comida, ni una sola de las galguerías que prodigaba a sus hijas  le estaba permitida a la advenediza.

Por otro lado, las hijas, presumidas y vagas como eran, pensaron rápidamente en delegar en la pequeña las tareas de la casa que ellas tenían encomendadas y dedicarse a la vida muelle. Si la pequeña hacía las tareas domésticas, podrían ellas dedicar más tiempo a sus cosas y no se verían interrumpidas por aquel ser despreciable y abandonado a su suerte.
Así, de la noche a la mañana, dejaron de llamarla por su nombre y pasaron a llamarla Hollina, por el tiempo que dedicaba a mantener encendida durante el día la chimenea y  por la noche limpia de cenizas.  Dormía en un pequeño cubículo en la cocina, sin posibilidad de ducharse o cambiarse de ropa, lo que la iba haciendo cada vez más borrosa y mimetizada con el ambiente de los fogones.

Pasaron los años y, un día, las hijas de la viuda vinieron con la noticia de un rodaje que se iba a hacer en el pueblo, andaban buscando actrices para el papel principal. Habría un casting a los pocos días y convocaban a todas las jóvenes del pueblo al evento. Las chicas mayores estaban exultantes, querían quedarse con el papel principal y protagonizar una historia del cine por la que serían conocidas en el mundo entero, saldrían del pueblo, vivirían en grandes hoteles y serían seducidas por los galanes más guapos del mundo. Había mucho en juego y pidieron a su madre que les comprara vestidos y les procurara entrada en los salones de estética más reputados de la ciudad, con el objetivo de deslumbrar el día del casting.

No se preocuparon por conocer cuál era el tema de la película ni el papel a interpretar, se lo jugaron todo a ofrecer la mejor apariencia.  La madre desembolsó abundantes caudales, a regañadientes, también hay que decirlo, porque no tenía mucha fe en la cabeza de chorlito de sus hijas, ni en sus posibilidades de lograr la apariencia de belleza que establecía el canon de la época.

El día del feliz acontecimiento llegó y las hijas de la viuda de presentaron  con sus mejores galas, esperando ser recibidas entre aplausos mientras la alfombra roja se desplegaba ante ellas.  El director de la obra las recibió cuando llegó su turno, les pidió que subieran al escenario e interpretaran la parte de la obra que más les había gustado.  Ellas no supieron de qué les hablaba y dieron unos paseos de un lado a otro del escenario mientras tomaban conciencia del ridículo al que se estaban exponiendo. No sabían ni por asomo de que iba a tratar aquella película. No les interesaba en el fondo. Ellas ya habían hecho todo el esfuerzo por aparecer favorecidas.
El director se impacientó y les pidió que abandonaran el escenario para dar paso a otras candidatas.  Ellas obedecieron mohínas, pero no resignadas y, al bajar, preguntaron qué habían hecho mal.

- El papel, ¿no conocéis el papel?- les dijo el director.
- ¡Ah claro!, se nos olvidó con los nervios, dijo la más atrevida. ¿Podemos quedarnos a ver como lo hacen las siguientes?
- Por supuesto que no-  respondió de malos modos el responsable- También las demás están nerviosas, no sólo vosotras.

Su orgullo había quedado malherido y pensaron que habían sido estúpidas, pero a la vez odiaron a este director de escena desconsiderado y poco sensible a sus indudables talentos. Así pues, se dirigieron a su casa a buscar el consuelo de su madre, quien por su cuenta se había enterado del título de la película: “Cenicienta”. Se sintió  furiosa por el desdén con que habían sido tratadas sus hijas, y pensando en desagraviarlas,  les pidió que acompañaran a Hollina al casting, que vieran los vecinos que allí no se hacían distingos.  Pensó para sus adentros que las chicas podrían reírse un poco de la confusión y del ridículo que inevitablemente haría Hollina en el escenario.

Muy sorprendida, la joven se vistió con la ropa usada que le dejaron, se lavó y peinó y acudió al casting sabiendo al menos el título de la obra que sus hermanas le habían comunicado. Ya sabía de qué iba la obra, su madre le había contado el cuento siendo una niña, hacía ya muchos años…

Hollina triunfó, manifestó un talento natural y una identificación plena con el personaje central. El director de escena, feliz de dar con una tan buena actriz, le concedió el papel y la alejó de aquellas malas brujas.


   
Por Eugenia Corral

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