sábado, 30 de noviembre de 2013

Vida

Me subo a una silla y me encaramo al alfeizar de la ventana. De repente y sin saber cómo, me precipito al vacío desde el décimo piso como si cayera hacia el infinito.

María se da cuenta y,  desecha en lágrimas, baja a toda prisa a la calle. Cuando me ve grita, y su llanto se hace cada vez más intenso. Cuando llega ve mi cuerpo inmóvil y rodeado de sangre.

Me acaricia el pelo y observa un trasquilón. María queda boquiabierta cuando ve que de entre él salen seis pequeños clones míos que flotan y ascienden con una levedad asombrosa.

El primero aparece en casa de María y su madre le grita: “¡condenado!, ¿te estarás quieto?”, mientras le tira un corcho.

Los otros cinco se instalan en otros tantos hogares, donde los reciben con alegría.

Y es que dicen que tengo siete vidas. Una ya he gastado, pero todavía me quedan estas otras. ¡Marramamiau, he dicho!


Por Rosa María Velasco

viernes, 29 de noviembre de 2013

El corcho cinco estrella

Aquel restaurante era un lujo, uno de esos lugares de obligada visita al menos una vez en la vida.  La decoración, de estilo minimalista, denotaba sencillez y buen gusto.  Los camareros no caminaban, iban y venían al ritmo de una danza milimetrada, sorteando mesas y sirviendo vinos. Y, tanto la atención de aquellos, como la calidad de los platos, le hacían merecedor de figurar entre los mejores del país.   

Como mi exigua economía  no me lo permite habitualmente, acudí a cenar con unos amigos aprovechado unas jornadas gastronómicas que ofertaban los menús a un precio tres veces inferior al habitual. Era una ocasión única para acceder a un placer vetado para el común de los salarios.

Al entrar, me fijé en la mesa de al lado. Había sentados tres hombres y tres mujeres que llamaban la atención por su indumentaria: ellas llevaban vestidos de colores chillones y descoordinados, y el pelo rubio oxigenado dejaba entrever la raíz canosa. Los hombres vestían traje y corbata en tonos llamativos y el pelo engominado. Por si esto, vociferaban y gesticulaban desmesuradamente.  Parecían surgidos de una película de Coppola.
 
Al poco rato, el camarero les trajo una botella de Dom Pérignon en una champañera y uno de ellos la abrió con tal virulencia que el tapón salió despedido, dibujó una trayectoria elíptica hacia el techo y luego se perdió, como si quisiera huir de aquellos personajes.
 
Uno de ellos obligó al resto a buscar debajo de la mesa y alrededores, molestando a los que habíamos ido a pasar una velada tranquila.
 
Como no encontraban el preciado objeto, se enzarzaron en una discusión tan disparatada que pensé que formaba parte de una representación teatralizada para amenizar el local:
 
- ¡Lo has cogido tú y lo has escondido, sabes que me falta un corcho de cinco estrella para mi colección. No soportas que los demás disfruten con sus aficiones!
- ¡Eso no es cierto, tus tapones y tus aficiones me importan un carajo, lo que te pasa es que tienes que acusar a los demás de tus propias carencias! Más vale qu,e en vez de preocuparte tanto de tus puñeteras colecciones inútiles, vigilaras a tu mujer.  ¿Te has preguntado dónde va por las tardes, mientras tú estás ordenando tapones, llaveros y cucharillas? Puede que alguien le preste más atención…
- ¡Serás maricón de mierda! –respondió el aludido, con el rostro congestionado, entre azul cianótico y morado nazareno, y cogiendo al otro por la solapa. Resentido, fracasado, no has superado que tu novio te haya dejado por un arquitecto mejor situado.   
- Crescencio, por favor, -intervino la mujer del agresor con voz suplicante-  cálmate y no le hagas caso, piensa en tu corazón, que te han dado dos infartos. Vámonos a casa y hablamos.
   
El personal del restaurante acudió para separar a los dos individuos y, de paso, pedir disculpas por el suceso, ajeno totalmente a ellos.

Yo estaba paralizada, no podía creer que en un sitio tan exquisito y acreditado acudiera gente tan barriobajera. Por fin, los alborotadores se marcharon y pudimos disfrutar del resto de la noche escuchando el nocturno de Chopin en el piano de la sala.
 
Cuando nos tocó pagar, mi mano tropezó dentro del bolso con un objeto rugoso y húmedo. Lo saqué y lo observé con desaprobación: aquel minúsculo tapón había sido el motivo de la discordia.
 
Cuando llegué a casa lo coloqué sobre la nevera y, cuando lo miro, me hace reflexionar sobre la insensatez humana.
   
Por Carmen Alba

jueves, 28 de noviembre de 2013

¡Y yo con estos pelos!

A pesar de su promesa, Tolo lo había vuelto a hacer. Era el padrino, apenas en dos horas se casaba su hermana, en la ermita del pueblo de sus padres,  y allí estaba él, con sus greñas de estropajo, como su madre llamaba a las rastas que lucía desde hacía varios años. Ya no queda tiempo es un pueblo pequeño y no hay peluquero.

Entre el enfado de su hermana y  las lágrimas de su madre, se cuelan las soluciones de algunos de los presentes.


- De momento lo más importante es cortarle esos tirabuzones, dice su tía.


Y manos a la obra a por ello que van. Su primo y compañero de hazañas de muchos años, se dispone a ser la mano ejecutora.


- Si no afiláis las tijeras acabareis cortándome una oreja.
- Sabes qué… el Narciso tiene una de esas maquinillas que anuncian en la tele, con las que hasta un niño puede cortar el pelo.


Mientras alguien va en busca de lo que parece es la solución, continua la operación tijera.


- No cortes más por ahí ¡menuda escalera le has dejado en el flequillo..!
- Yo, a veces,  me lo arreglo en casa. ¡Hay que ahorrar que estamos en crisis!
 

Llega la maquinilla, el primísimo, inicia la operación esquileo.

- Que yo  no sé cómo se hace, que igual te lo dejo mal…
- Venga, lo pones en el número tres y solo tienes que pasarlo, nada más.
- Esto no tiene números, sale o se mete la cuchilla por debajo del peine ¡lo dejo como esta! Puf, Puf. ¡Qué raro va esto!


El primo esta descontrolado, pasada de peine por arriba, pasada por detrás… y peine que sale, peine que se mete. Y toma trasquilón por aquí y por allá.


Tolo, pierde la paciencia.


- ¡Pásala de una vez! Oye, ¿qué haces? Para, para... Déjame ver.


Se pasa una mano por la cabeza. No da crédito  a lo que toca. Parece un campo de fútbol de tercera: trasquilones al cero céped al tres.


- ¡Cagoentó! ¡Qué destrozo! ¿No ves lo que estás haciendo? Pues, párate. 
- Espera un poco, que ahora te lo apaño. Te rapo un poco más por los lados, te dejo un poco más largo por arriba y arreglao. Un poco más por aquí, tijera para el flequillo. ¡Bueno, yo lo veo bien!


Frente al espejo, la cara de Tolo está en sock, no puede creer lo que ve. Parece que le hubiera atacado Eduardo manos-tijeras en un día de viento.


Sin duda había elegido un mal día para cambiar de peinado. De su “hermosa cabellera” solo queda un pseudo flequillo trasquilado. 


Ahora, tiene que presentarse delante de su madre y de su hermana y darles a elegir.


- ¿Con gorro o pelón?


Por Mayte Espeja

A lo hecho, pecho

Te lo dije, que de esta obsesión no iba a salir nada bueno, pero tú dale que dale y venga a decirle a Antonia: chupa, chupa.  Y ya lo has visto, nada de nada, rien de rien, como decía mi madre cuando en Toulouse le preguntábamos qué había para comer.  Payaso, que eres un creételotodo. Parecía tan real como lo contaba aquel gilipollas en internet, y con fotos y todo. Y tú maricón no eres, pero no sé…

Todo empezó porque no entiendes por qué los hombres tienen pezones. Donde hay humo es porque hubo fuego, ¿o no? ¿Para qué los queremos si no hay nada en donde rascar? Y acabaste por creer que podía crecer algo, pues el brote estaba allí ya.   Y es que tus pezones son algo especial, muy sensibles y agradecidos. Se te ponían duros y puntiagudos cuando te los tocaba tu Antonia, que a la muy tonta anda que no le gustaba. Y no te digo nada cuando te los chupaba, menudo vicio tenía, que hasta aprendió a hacer el gritito ese que hacen las árabes con la lengua.

Pero los dos queríais más; primero fuiste al curandero ese asqueroso, que mira que la intuición te lo decía. Pero qué va, ¿no te pareció poco que se sacara la mierda de las uñas y te las untara en los pezones? Pues no, no fue suficiente.  Y que era la vida que se le quedaba entre las uñas, decía, y que esa vida te la daba a ti, gustoso. ¡Guarro, pringoso!, y tú venga a darle dinero y a mirarte en el espejo, y él que sí, que cada día se notaban más lustrosas, y tú venga a observarte y sin atreverte a decirle que no, que no veías nada de nada, sólo decías entre dientes: rien de rien. Y él: que nadie se va a reír de ti,  hombre. ¡Ignorante sacaperras! El día que se metió al váter y salió con un frasquito y quiso untártelo y tú se lo quitaste y se lo echaste por encima y el tío se puso a vomitar del asco que le dio, ese día sí que estuviste bien, te lo juro, aquel día sí que sí.

Eso ha sido lo único bueno de toda esta historia, porque lo demás… ¡Y por si fuera poco sigues plano, más liso que una pista de patinaje! Eso sí, los pezones parecen dos castañas pilongas, que de tanto frote han florecido.  Hay que ser desgraciado, si lo que querías era tener unas buenas tetas, pues haberte operado, joder, una talla 80, por ejemplo, no hubiera estado mal, la hubieras disimulado con las camisas, como si fueran esas tetas de gordo que tienen algunos tíos y, luego, en la intimidad, con tu Antonia, a  disfrutar de la silicona, que para eso está la tecnología de la ciencia, hombre, por Dios, pero no,  tú querías que fuera natural, como la leche de vaca, no te digo. Natural, natural. Por eso te compraste por correo aquella máquina que te absorbía la teta y te la estiraba, que en vez de  una teta parecía una ubre de cabra vieja, madre mía qué dolor, y aquello que no cogía volumen, sólo se ponía rojo como el culo de los monos esos del zoo.

Y es que tu Antonia también te animaba, que la culpa no la tienes solo tú, qué va. Acuérdate de cómo se ponía con las fotos de travestis operadas y con bigotes, lo bien que os lo pasabais después, que te decía: así, así, con mostacho y pecho es como me gustan a mí, todo terminado en  cho. Y tú te ponías a cantar el chachachá pero con la cho. Qué tiempos más buenos, esperando todos los días a que aquella carne cogiese fuerza y se pusiera turgente; una ilusión, una esperanza que teníais.

 Y entonces fue cuando apareció Choni, también con cho. Era la prima de la vecina de abajo, que se había separado del marido y limpiaba casas para ir tirando, y Antonia, por pena, la dijo que sí, que viniera a echarle una manilla, pero joder, adonde te la echó, hija. Era regordeta, pero de esas gorditas que están bien hechas, con unas tetazas; más joven que tu Antonia, eso sí, pero con un bigote que madre mía. Qué tonto fuiste al no darte ni cuenta de lo que estaba pasando. De repente, dejó de insistirte en lo de los pechos, ya no te los chupaba, Choni cada vez venía más horas a la semana y tenía más bigote… hasta que un día todo se acabó.

Me escribió una carta: Me marcho, siento lo que te he hecho, me voy con Choni, aunque eres muy macho no tienes pecho. Chao.

Y ahí me dejó, solo, y con una carta llena de chos.

A lo hecho, pecho, ¿o no?

 Por Raquel  Ferrero

 

martes, 26 de noviembre de 2013

¡Por ná!

Desde que se inició el juicio habían trascurrido cerca de seis  meses de largas deliberaciones.
El Secretario del juzgado de la sala número 5 de lo Penal había leído, con parsimonia los numerosos cargos de los que se acusaba a Mariano Rodríguez López: atraco a mano armada, extorsión a personas e instituciones, doce asesinatos, violación a una menor…  

Ahora se encontraba parapetado junto a un alféizar de hormigón recubierto con una capa de corcho elaborado especialmente para protegerle de posibles represalias en la sala del juicio. Mariano, sereno y tranquilo, esperaba escuchar la voz de la Justicia. Mantenía abiertos sus grandes ojos verdes, bien abiertos, y se atusaba el pelo largo, trasquilado, canoso mientras fijaba su mirada en el infinito, a la espera de escuchar el veredicto que  dictaría el Sr. Juez. 

Durante todo el proceso Mariano mantuvo el rostro ausente y, sólo manifestó su opinión a diversos medios de comunicación previa entrega de una pequeña cantidad de dinero: “No entiendo que por unas chiquilladas se pongan así.  Otros han hecho mucho más que yo, y no encuentro motivo para merecer la ira del tribunal y de la sociedad. Y, menos aún, comparto la reprimenda realizada por el Sr. fiscal… No me comprenden ¡no me comprenden! Además, es mi cultura y tradición”.

Para él todo había sido fruto de unas cuantas chiquilladas, sin maldad ni importancia, y el castigo que esperaba recibir debía ceñirse  a la levedad de los cargos presentados contra él.  

…Así pues, como máximo deberían llamarme la atención. “Creo que estoy arrepentido, lo dije en el juicio. Además, me gustaría que supieran que no pienso repetir mis actos. No se cansaba de reconocer. “Quizás me extralimité al asesinar a aquellas personas pero… hay que reconocer que ellas… ellas tampoco valían gran cosa. Tenían la piel bien fina y débil  y aguantaron poco. …Lo que más lamento es el asesinato y violación de Martita, esa niña de 12 años de ojos verdes, y los robos a punto de pistola en una docena de establecimientos bancarios ¡Qué cara se les quedaba a los parroquianos cuando se veían encañonados..! Ahora, ya más fríamente, creo que no estuve demasiado bien ¡la verdad!  Pero… de algo hay que vivir.

Llovía, llovía mucho cuando entró en la sala presidente del tribunal en la sala del juicio. 

Y, con voz rotunda y firme, inició la lectura del acta que había elaborado el jurado.

En primer lugar este jurado lamenta que no se le avisara antes de la realización de las actuaciones delictivas y, en consecuencia, no puede estar seguro de que la realización de los actos delictivos que se juzgan no pudieran haber sido evitados por don Antonio. Además, si bien el ADN, el cuchillo y la pistola corresponden al acusado, nada evita que en el universo no pudiera existir otra persona con parecidos datos y armas semejantes. Desde este alto tribunal se hace un llamamiento a las autoridades policiales y judiciales para que, en un futuro, el proceso se realice con mayor celeridad y control. Ya que todas las pruebas obtenidas están fuera de plazo al haber pasado más de un día desde su obtención. Y, en consecuencia, quedan anuladas.   

 A la vista de estos datos que obran en nuestro poder  y de las contundentes pruebas, este tribunal acuerda: Amonestar seriamente a D. Mariano, expresar nuestro desacuerdo con sus actuaciones y regañarle, aunque esperamos que no se enfade.  Asimismo, le pedimos que en un futuro se abstenga de realizar esas actividades delictivas que tanto afean a la comunidad.
Se recomienda al acusado que se confiese de sus pecados a la mayor brevedad.

Se condena al estado a que abone a D. Mariano la cantidad de diez millones de euros por el deterioro que su imagen y buen nombre hubieran podido sufrir así como las molestias que se le hubiera podido ocasionar este proceso.  

Dios salve a la Reina; el Rey ya no tiene solución.  

Mariano, satisfecho con el fallo, abandonaba el palacio de justicia mientras repetía, una y otra vez, a sus familiares y amigos: “Si es que soy inocente, si no hecho ná”.

Por Jesús Ramírez

Infinito

Cuando uno escucha hablar de sí mismo como de un algo inexplicable, que ni es número, ni cosa, ni lugar, que además no existe en la realidad física y que no se sabe ni dónde comienza ni dónde termina, ni lo que dura… ¡Ostras!, debe de ser tremendamente duro, máxime si das la impresión de ser un tipo sensible, aunque desconozco si sería correcto clasificarlo así. De ahí a considerarte poco menos que un raro monstruo hay un paso muy pequeño. Eso debió de ocurrirle a Infinito cuando tomó la decisión de llegar al conocimiento de su propio concepto, de lo que era en realidad y de la razón de su existencia investigando analogías parecidas en la Tierra. 

Por ello, y tal vez para pasar desapercibido, adquirió la apariencia de un gato. Quizás, de todo lo conocido, era lo que más se asemejaba a la infinitud, por aquello de las siete vidas. Pronto debió de darse cuenta de que la vida de los gatos no era tan imperecedera como se decía, pero esa historia pertenece a otra, probablemente mucho más densa, que merecería ser contada por alguien con muchos más recursos que yo o por el propio protagonista.

El símbolo con el que se le representaba desde la antigüedad le recordaba los sujetadores de las chicas, aunque supongo que jamás pensó en esa prenda como su equivalente. Días enteros anduvo buscando y buscando por todas partes la forma de ese ocho tumbado, o el concepto abstracto que encarnaba. Localizó el distintivo en las lentes de un anciano que leía en un parque; en los plásticos que unen las latas de cerveza en un supermercado; en alguna colonia de marca; en las formas caprichosas de las nubes… Más ninguno de esos objetos le proporcionaba la clave que necesitaba.

Un día creyó encontrarlo en las facciones pecosillas de una pequeña que se acercó a acariciarle. Ensimismado, se fijó con detenimiento y le fue contando, una a una, las múltiples pecas que dormitaban en su carita. Enseguida, se percató de que éstas no eran infinitas. En otra ocasión, observó dos vías de tren que, caminando en paralelo, parecían perderse en un horizonte sin fin. Corrió tras ellas varias jornadas hasta que evidenció que finalizaban en una vieja estación. Después miró hacia el cielo y comenzó a contar estrellas. La luna se reía a carcajadas de tamaña insolencia, pero lo logró. Consiguió tener un número inmenso, que yo no podría reproducir de cabeza, para cuantificar todas las que iluminaban el firmamento. Todo tenía fin, incluso los granos de arena del mar.

Asistió a promesas de amor eterno que, al poco tiempo, eran echadas en el olvido. Conoció el dolor infinito que supone, para los humanos, perder a un ser querido, pero también comprobó cómo, con el transcurrir del tiempo, éste se vuelve cada vez más difuso. Estuvo presente en rupturas de amistades y lazos que, a priori, parecían inquebrantables. Fortunas incalculables que, de la noche a la mañana, quedaban reducidas a unos pocos centavos… Nada era lo que buscaba porque todo lo que veía, contaba, escuchaba o medía, tenía un fin.

Ya estaba decidido a abandonar su empresa y, por ende, la apariencia gatuna, cuando se fijó en una mujer que sostenía en sus brazos a un niño que lloraba. Era otoño, había llovido, y el pequeño se había caído lastimándose las rodillas. La madre lo acurrucaba contra su pecho mientras lo besaba y tranquilizaba. El pequeño no podía apartar  su vista de la rodillita ensangrentada haciendo hipos y pucheros, pero cada segundo un poquito más tranquilo. Entonces, Infinito reparó en algo distinto de lo visto hasta ahora: una luz diferente o quizás una sensación de calor, no sé bien decir qué fue lo que sintió,  emanando de los ojos de aquella madre fijos en la criatura que tenía en su seno…

Créanme si les digo que el gato infinito se acomodó al lado de esa madre con su hijo y les señalo, sin temor a equivocarme, que allí encontró, por fin, lo que llevaba tanto tiempo buscando: su analogía. Esa fusión de ternura inmensa encerraba lo inexplicable,  lo que no era ni número ni cosa, ni un lugar, ni algo que existiera en la realidad física… Lo que no se sabe ni dónde comienza ni dónde termina, ni lo que dura… El amor infinito en su más pura esencia.

Por María S. Martín

lunes, 25 de noviembre de 2013

¿Qué ocurrirá si tengo un hijo?

Los gritos de tu hermano hicieron salir de casa a tu madre. Bajó corriendo la escalera y salió a la calle, dando traspiés del susto. Se encontró con tu cara sonriente, asomando entre las ramas del árbol en el que estabas encaramado. No hubo manera de saber cómo habías llegado allí, apenas andabas a gatas y nadie te había subido. Ese fue solo el inicio de una carrera de obstáculos que se fue complicando, a medida que ibas creciendo. Tu única contestación a cualquier pregunta relacionada con tus saltos y cabriolas era: soy como Spiderman. 

Sonreías de aquel modo alegre y silencioso tan característico en ti.   Te dabas una carrerita y terminabas en lo alto de cualquier cosa, siempre por encima de nuestras cabezas.


Fue pasando el tiempo, ya nadie te preguntaba, habían asumido que era inútil. Lo único que se convirtió en una costumbre era verte, fuera invierno o verano, con la camisa desabrochada. 


- Blas, esto no puede seguir así, ya eres mayor para estar todo el día por los altos. Tienes que vestirte, vamos a ir al cole. Verás que bien lo pasas, hay muchos niños y puedes jugar con ellos.


No decías nada, solo mirabas con tus  enormes ojos, siempre sorprendidos,  y te ibas con aire de fastidio para, a los pocos metros detenerte,  soltar una carcajada y salir corriendo. Eras un niño alegre y juguetón.


Para ir al colegio cogíais un autobús, iba siempre lleno de gente somnolienta. Los primeros días, la gente se sorprendía viendo cómo,  poco a poco, te encaramabas en la barra, una pareja te mira y cuchichea algo entre risas. Siempre había alguien que te miraba. Se fue convirtiendo en una rutina. Pero, eso sí, sin abrigo, con tus brazos libres de ataduras. Los que no quedaban libres de ellas eran sus compañeros de colegio y de juegos. Nadie sabía de dónde salían aquellos finísimos hilos con los que amarrabas a tus contrincantes.


En verano florecías. En el olmo que crecía frente a tu ventana los pájaros revoloteaban abandonando sus nidos, y tú con ellos, saltando en derredor de rama en rama. Lo que había cambiado era que, en los días fríos y desapacibles, te encerrabas en tu habitación. Tu madre, al limpiarla, se encontraba con minúsculas bolitas que no sabía de dónde podían salir. Poco a poco, fuiste reclamando tu espacio, el de tu habitación se convirtió en tu reducto.


Con el paso de los años te convertiste en un implacable fiscal, rodeabas a tus víctimas hasta enredarlas de tal modo que en pocas ocasiones perdías un caso. Pero, era tan, tan cansado estar continuamente vigilando tus propios movimientos, las reacciones de tu cuerpo al calor o al frío. Eras tan hermético… Ni siquiera  tu familia conocía tu secreto, mas allá de que el médico dijera que esa pelusilla que rodeaba tus pezones no tenía importancia, que se  quitaría a medida que te fueras haciendo mayor.    


La boda de Antón fue un día memorable: conociste a Eloísa. Con ella pudiste hablar de toda tu vida sin ocultar nada. En apenas unos meses os casasteis. Le regalaste su velo de novia tan suave y sutil que fue la admiración de todos los invitados. Desde entonces todo ha cambiado para ti. Tu semblante tranquilo y relajado irradia placidez.  Ahora puedes mirar hacia atrás. Ya se acabó el miedo a que alguien descubriera el secreto por tantos años guardado.


Cuando vuelves a casa después del trabajo, juegas encadenando a tus hijas con los finísimos hilos de seda que salen de tus pezones, sus risas, al liberarse de tan suaves ligaduras, se oyen por toda la casa. Mientras, Eloísa, tu mujer, piensa en cómo podría teñir y tejer todos los ovillos que habías almacenado en casa de tu madre. Abarrotan todos los espacios libres de toda la casa.


Ahora tu única preocupación es: ¿qué ocurrirá si tengo un hijo?


Por Mayte Espeja




Transformación


Una extensa galería de conductos internos transportaba el líquido,  lo conducía al exterior. Era un fluido abundante, algo salado y transparente, que circulaba a borbotones y salía hacia fuera por aquellos extraños platillos con un pequeño cilindro en el centro.

- Siento dolor, Eloisa, cuando tú me desprecias, siento dolor- Éste era el pensamiento de Heliodoro mientras su rostro expresaba indiferencia.
   
Sus lágrimas se dirigían hacia dentro por aquellos pasillos mientras sus ojos permanecían secos,y salían por sus pezones. Debajo de la ropa llevaba un chaleco absorbente que le libraba de la humedad.

De esta manera se transformó el cuerpo de Heliodoro para cumplir el mandato que su padre le hizo: “No llores nunca. Los hombres no lloran”. 

Por Rosa Velasco
 

Homo lacteus, mutans mutantis

Estoy consternado. Leí un artículo en el periódico la semana pasada que me obsesiona. La noticia aseguraba que habían descubierto en unas excavaciones los restos de un ejemplar humano varón que, al parecer, ¡estaba dotado de pezones!

Figúrate, un hombre hecho y derecho, peludo, rústico, como deberían ser por aquella época, con unas buenas “domingas”. No me lo puedo creer. 

Dicen que es primo hermano del Homo neanderthalensis. Como los científicos se quedaron sorprendidos por el hallazgo, investigaron durante largo tiempo y  llegaron a la siguiente hipótesis: en aquella época, los hombres se dedicaban a la caza, la guerra y a buscar alimento, y las mujeres, a cuidar de la prole. La población infantil era numerosa y las madres no daban abasto. Según la teoría de Darwin; las especies más evolucionadas son las que mejor se adaptan al medio y pueden, incluso, producirse mutaciones para sobrevivir. El caso es que la naturaleza derivó en  un tercer sexo de seres mitad varón, mitad mujer  y les dotó de glándulas mamarias para amamantar a las crías ajenas. Eran como unas nodrizas permanentes.

¿Qué quieres que te diga?, por más que le doy vueltas no me lo puedo creer. Pienso que es una broma de mal gusto que han querido gastarnos a los ciudadanos. De todas formas, confirmaban que estos mutantes se extinguieron con el tiempo cuando decreció el número de hijos.

Es que esto de la evolución de las especies es tremendo. ¿Te imaginas a estos “nodrizos” de pelo en pecho alimentando a los niños llorones? La cueva parecería la cámara de los horrores. Seguramente les contratarían por horas. 

Te aseguro que no duermo desde hace unos días porque los investigadores creen que puede producirse una alteración genética y reaparecer tras varias generaciones. ¡Qué espanto!
Bueno, te dejo, que me está entrando un picor por el pecho…Espero que no...No, ¡No es posible..!

Por Carmen Alba

La recaída

Esta obsesión le acompaña desde sus primeros pasos. Si no la has visto en tales circunstancias, te puede parecer muy extraño o, incluso, una gran patraña. Pero puedo jurarte, por lo más sagrado, que todo lo que te cuento es absolutamente cierto.

Hace unos cuatro años consigues, por fin, realizar un viaje en pareja a París. Os acompaña un tiempo estupendo. Es tan calurosa esa tarde de martes, que te ves en la necesidad de despojarte de la camiseta, no sin algo de reparo, en los coquetos jardines de Luxemburgo. La colocas debajo de tu espalda y te tumbas sobre la mullida y verde alfombra que circunda el pequeño lago. Ella empieza a jugar con los dedos entre el vello de tu pecho, después con los labios y, de repente, comienza a succionarte los pezones con tanta ansia que tienes que emplear toda tu fuerza para separarla de ti. “No aguantas una broma”, aduce, mientras que el público que os rodea no puede disimular la risa. Ni te cuento la vergüenza que pasas. Es verdad que eres su novio, desde hace dos años, pero esas demostraciones en público nunca te han gustado. No obstante, piensas que es un arrebato y no le das mayor importancia.

A la mañana siguiente decidís visitar el Louvre. Para contemplarlo en condiciones tenéis que ir, al menos, durante tres días, pero calculáis que gastando uno sin descanso podéis ver lo más importante. Preparas unos bocadillos con el embutido que llevas empaquetado desde casa, compras un par de botellas de agua muy fría en el supermercado cercano al hotel, donde sabes que no te van a sablear, y bajas al metro, de la mano de tu chica, dirección al museo. Os maravilláis con “La Gioconda”, con “Las Bodas de Caná”, os emocionáis con “La Venus de Milo”, con “La Victoria Alada de Samotracia” y disfrutáis con la restaurada escultura de “Baco”, con su cuerpo desnudo, apoyado en una cepa repleta de uvas. Y observas con perplejidad como tu compañera se arrima a la estatua, cada vez más cerca, haciendo gestos con la boca, hasta que viene un vigilante y le ruega, y después le exige, que se separa de ella.

Son casi las ocho cuando salís al exterior y os dais de bruces con el sofocante atardecer. Reparáis en las fuentes,  con esa suerte de piletas triangulares que abrazan a la pirámide de cristal, repletas de turistas refrescándose. Decides que, si bien no eres amigo de las piscinas municipales de tu ciudad, te vas dar un remojón, con tu novia, aunque sea sólo por debajo del pantalón corto que vistes. Cuando de pronto, tu chica observa a un hombre, tan maduro que podría ser su padre, con el torso descubierto, y se lanza a por él, tirándole al agua, chupando sus pezones con ahínco.

Ayudado por su mujer y sus hijas, puedes separarlos, pero, si no llegas a convencerles con buenas palabras, más bien con buenos gestos, pues no entiendes ni papa de lo que dicen, te ves pasando la noche en la gendarmería.

Cuando vuelves a casa le sigues dando vueltas a lo acontecido en el viaje.  Lo que te extraña es que muchas veces has estado con ella y nunca ha pasado la cosa de un contacto apasionado, como se puede esperar de unos amantes. Resuelves que debes comentárselo a su familia. Se ríen, con algo de nerviosismo, y te dicen que ha debido tener una recaída. Que le pasa cada cierto tiempo. Todo se debe a un trauma infantil. Cuando tiene un añito se queda su madre sin leche en los senos y, con lo tragona y caprichosa que es, se obceca en que su padre tiene que sustituir en la lactancia a su mamá. La colocan en  los pechos del hombre, con el fin de convencerla de que no era posible, y empieza a succionar y succionar, entre angustiosos llantos, sin conseguirlo. El hombre, abrumado por esa situación tan disparatada,  acaba concentrándose de tal manera que consigue expulsar unas gotitas por sus pezones, provocándole dicho esfuerzo mental una apoplejía que, con su hija en los brazos, le dejó sentado para siempre. Desde entonces, periódicamente, retorna esa ansiedad.

Lo que no te esperas es que,  cuando hace más de tres años que no la ves, pues pensaste que era mejor romper la relación, recibas una llamada del jefe de seguridad del Museo del Prado y te pida por favor que te presentes urgentemente a recogerla. Te desplazas a la pinacoteca y la ves encaramada a la escultura de “Dioniso”, muy similar al “Baco” de París, con los labios pegados al pecho del dios del vino, rodeada por un puñado de vigilantes y decenas de curiosos. “Sólo se separaría de la escultura si venía usted”, te indican. Se aparta del busto, se arrima a ti, te desabrocha la camisa y empieza a chuparte los pezones.

Ya te digo. Otra recaída.


Por Vicente Briñas


Pezon's power

Aquella noche, Marisa acababa de prepararte la cena, pero tú ya andabas con el maldito runrún tras la oreja. Y es que tanta tele te envenenó la sangre y te restó la poca cordura que te quedaba. Tampoco es que fueras una lumbrera, pero llegar a interiorizar que tus pezones te harían viajar a través del tiempo… era algo que ni el zagalín más cándido se hubiera tragado. Y es que nada, o sea nada, ni siquiera la mitad de lo que dicen en el National Geographic, es palabra de Dios.

Ese perverso runrún te había llevado varias veces a urgencias, la sobreestimulación a la que sometiste a tus mamillas te laceró el pecho de forma tan evidente y escandalosa que hubo incluso quien pensó que era Marisa, tu desgraciada esposa, la que te infligía los daños. Allí mismo te hubieron de dar en múltiples ocasiones la baja médica por lesiones.

Aquella misma noche, con la cena servida en la mesa, no probaste bocado. Habías estado especialmente inquieto toda la tarde y no fuiste capaz de abrir la boca. Te encerraste en el baño y, tras horas girando, pellizcando, estirando e incluso mordiéndote el pezón izquierdo… inexplicable o prodigiosamente te viste de pie en la plaza de tu pueblo al lado de la fuente, unos veinte años atrás. Fueron apenas unos segundos, pero suficiente para saber que todo lo oído y leído sobre esto era la verdad absoluta. Ya lo tenías controlado: el pezón izquierdo era el que transportaba al pasado; por tanto, el derecho debía de enviarte al futuro. No cabías en ti de lo excitado que estabas. Cuando se lo contaste a la pobre Marisa se llevó las manos a la cabeza y asustada, como un corderillo el día de la matanza, huyó la pobrecita con lo puesto que ni tiempo tuvo, ni ganas le dieron, de volver a recoger la cartilla de la Seguridad Social. “¡Bartolo, a ti te han enlocao los documentales del Nasional Yografic..!”

Ya lo tenías, Bartolo, tan solo te faltaba pulir un poco el mecanismo y curarte los pechos, que se te caían a cachos, pero ya podías decir al mundo que todo lo elucubrado acerca del poder pezonista era cierto. Ahora, sin Marisa en casa y con la baja médica, que te acababan de renovar, podías echarle todas las horas del día a viajar en el tiempo. Y viajaste, claro que viajaste, jodío, y eso que nunca hasta entonces habías montado ni en avión.

Te sumergiste en una vorágine de viajes hacia atrás y hacia adelante. A veces desaparecías por días e incluso semanas. Tu madre ya te había dado por perdido y, en esas ausencias, cuando no te encontraba en casa, no podía hacer otra cosa que ir a a rezarle a San Judas y ponerle una docena de velas. 

Una mañana sentiste realmente miedo cuando, en uno de esos giros de botón-pezón, apareciste tumbado boca arriba con los brazos cruzados sobre el pecho y dentro de una caja de pino. Afortunadamente, aún quedaban personas en el cementerio que pudieron escuchar tus gritos y sacarte de tu encierro, aunque el susto y el tumulto que organizaste a más de uno le trastornaron para siempre el ánimo. En esa ocasión te falló uno de tus pezones, demasiado maltrecho, el encargado de retrotraerte al lugar de origen. Decidiste no volver a viajar hasta que se curasen las heridas, no fuera a ser que te quedaras en algún limbo. Fueron días de paz. Tu cana madre pensó que sus plegarias habían dado por fin sus frutos y que la sensatez se había asentado, por primera vez desde que te parió, en tu despoblada cabeza. Pero como no hay bien, ni mal, que cien años dure volviste por tus fueros y retomaste tu frenética actividad sin apiadarte ni un sólo instante de la pobre anciana. 

Hoy ya va para seis meses que nadie sabe de ti. No has acudido al hospital a hacerte las curas y con esos pezones colgando puede sobrevenirte una irreversible infección. Tu madre ha cogido bastante peso y eso, con sus piernas tan fatigadas, es cosa mala. Tiene náuseas y anda diciendo que nota pataditas en el vientre.

Por María S. Martín

domingo, 24 de noviembre de 2013

La eternidad es demasiado tiemp

Traspasó los barrotes de la puerta. Avanzó unos pasos, cruzó la calle y se derrumbó en un banco mirando hacia el interior del jardín.

La luna llena ilumina con tanta intensidad que eclipsa todas las sombras, pero el viejo caserón, de piedra arenisca,  apenas trasluce sus muros enmascarados bajo la hiedra.
Juan Tenorio traga saliva con dificultad y se pasa una mano por el pelo. Nunca debió traspasar aquellos barrotes de hierro forjado. ¿Qué protegía y de quién, Gonzalo de Ulloa, tras aquellas paredes? Ésa es la pregunta que ahora puede responder, ante los que hoy le rehúyen como si fuera un apestado.


Tras terminar sus estudios, buscó un lugar en el que poder dedicarse a la medicina y, sobre todo, a la investigación. Así conoció a Luis Mejía,  boticario de un pueblo cercano, y a su prometida Ana. De su mano aparecieron Inés de Ulloa y su padre, ofreciendo su apoyo a las investigaciones iniciadas.


El joven y solitario médico rural, sin familia cercana, cayó en las redes de la dulce Inés, de su belleza y su sonrisa. Las dos parejas entablaron amistad y compartieron momentos importantes de sus vidas, sus matrimonios, sus primeros años de casados, el nacimiento de los dos hijos de Luis y Ana, avances en las investigaciones realizadas por ambos… Pasado un tiempo, sus trabajos se separan. Juan, influenciado por la precaria salud de su esposa, se embarca en estudios cada vez más alejados del método científico, elucubraciones arriesgadas con resultados imprevisibles e inútiles.
    
Pronto Inés, que ya es pálida de por sí, se va volviendo blanca como la nieve; en su afán de buscar la belleza y el amor para siempre, intenta que su marido centre sus trabajos en ella.
Juan se convierte en el prisionero de un ser desconocido. Unos ojos que le miran anhelantes y un rostro rebosante de emoción reclaman la pócima prometida. Pero los días se van sucediendo unos a otros y también los fracasos de su marido en el logro de ese objetivo. La confianza de Inés se va debilitando. No puede renunciar a esos eternos premios con los que sueña, su impaciencia le impulsa a pedir a su marido que pruebe en ella directamente. No importa el riesgo.  


¿Para siempre? El afán de buscar la belleza, el amor… la eternidad es demasiado tiempo. Desde el otro lado de la mesa, con un descredito total en su cara de muñeca, de geisha inmutable, su sonrisa, cargada de veneno, refleja un entusiasmo en el que ya ni asoma ese destello que coloreaba de vergüenza sus mejillas y se transforma en una carcajada aullante.


Brígida, siempre fiel a su niña, es la encargada de vigilar que ni un solo frasco o ungüento salga del  laboratorio en el que se realizan las investigaciones. Ya hace tiempo que solo las realiza Juan, sin saber que busca o sin buscar nada, ha decidido que ése será su último intento. La llama azulada, del mechero quema los vestigios de vida que puedan quedar en la pipeta usada para hacer el trasvase. Cualquiera que sea el resultado no tiene vuelta atrás ni podrá repetirse. El laboratorio desprende un  claustrofóbico hedor. 


La vieja sirvienta enmudeció de repente, petrificada de miedo, al oír la carcajada estertórea, enfermiza y grave que brotó del pecho de Inés. Frente al espejo, su rostro se va desprendiendo de la piel que se recoge en pliegues. Todo es suave, viscoso, una oscuridad  amniótica con la que se sumerge en un sopor que la libera de su estruendosa jaqueca y la deja caer inerte.  


Cuando Ana despertó estaba bien pasado el crepúsculo. Intentó levantarse apoyándose con las manos pero fue inútil, su cuerpo no respondía, las órdenes de su cerebro no llegaban a sus miembros. ¿Quién le había arrebatado todo? ¡Le habían arrancado la vida! Peor, no se podía morir, cuando solo quería una muerte rápida y silenciosa. La eternidad es demasiado tiempo para esperar.


Juan, sentado en el duro y frio banco de piedra, se fue dejando llevar poco a poco por los latidos de su sangre, sintiendo que todo estaba decidido desde siempre. Cuando el sol alcanzó su cenit, se levantó. No sentía nada. ¿Estaría muerto? La eternidad es demasiado tiempo para recordar.


Por Mayte Espeja

sábado, 23 de noviembre de 2013

El parche azul

Sabía que María tenía mucho que ofrecer, siempre lo supe. Llegaría lejos y, así fue. Seguí su carrera de principio a fin, desde sus 6 años desplegando sueños e intenciones. Si, la veíamos venir. Y vino. Llegó y siguió y, al final, se fue.

María tenía luz; una luz propia y carismática. Ya en educación infantil Mª José, su profesora, lo dictaminó: “tiene madera”. A partir de ahí, se embarcó en un arduo y complejo proyecto. Avalada por su familia y reconocida por las amistades, fue superando escalones de, cada vez, mayor complejidad. Sin embargo, ella era fuerte y estaba convencida de su verdadera vocación. Mantuvo la perseverancia para culminar sus objetivos vitales. Cuando la vida empezó a encariñarse con ella y a sonreírle de manera especial, se encontró madura y preparada para ir más allá. 

Un día dio un giro a su camino. Continuó en lo que ya era la profesión que la colmaba   pero, decidió que no era bastante. Un fuerte impacto emocional, casi sentido físicamente, la puso en la diatriba de elegir entre lo inicialmente importante y aquella otra voz que la llamaba.

Los demás sufrieron con dolor este cambio. La transformación fue tan fuerte que solo algunos, como su marido, supo acompañarla plenamente. Sin dejar de lado su primera vocación, se volcó en la explicación de la existencia. Necesitaba dar  a los/las otros/otras su más profunda realidad. Ahora había encontrado la verdad y tenía que compartirla.

“Cuánto cuesta hacer ver lo más elemental”, pensaba. “Cómo la propia vida puede llevarnos por caminos paralelos a los principales sin que, en muchos casos, salgamos de ellos”. 

Demostrando sus convicciones apoyó causas nobles de relieve social. Su trayectoria había cambiado a mejor, pero era costoso hacerse entender. Colmada de vitalidad se empeño en dar gracias y en extender ese mismo amor, regalado por el mundo. Su segunda batalla se fue transformando en palabra escrita. Ya el lunes, iba a publicar su libro donde se recogía todo lo vivido y aprendido, todo lo que podía y quería compartir. 

La obra bien hecha supera al autor. Aunque éste se vaya, quedará ahí para otros/as. Y así fue. La firma del libro fue un adiós certero, sin causa aparente, dejando de estar para quedarse siempre. Y ella conoció entonces todo el sentido de su existencia.

Descansa en Paz, María

Por Mercedes Martín

viernes, 22 de noviembre de 2013

El doble

Pepe y María ese detuvieron frente al enorme edificio acristalado que albergaba la sede de uno de los principales centros de investigación genética del país. Instintivamente, miraron hacia el décimo piso, lugar donde tenían la cita esa mañana. Se cogieron de la mano, entraron y se dirigieron al mostrador, donde una joven con una desmedida sonrisa les entregó un volante y les indicó que podían subir a la consulta del doctor Yequi.
 

Durante la media hora larga que estuvieron esperando su turno, el pensamiento de Pepe navegó por un mar de dudas; no sabía si lo que estaba haciendo era lo correcto, pero no podía dar marcha atrás, le había prometido a María que seguirían adelante con todas las consecuencias.

Le sobresaltó la voz atiplada de la enfermera anunciando su nombre e invitándoles a pasar a la consulta. La habitación era tan blanca y aséptica en su apariencia como siniestra en sus propósitos, pues aquello no dejaba de ser un experimento de dudosa ética. El médico les recibió señalándoles con voz glacial e indiferente  tres campanas de vidrio que contenían cuerpecillos de recién nacidos alimentados por una red de tubos que daba a la escena un aspecto fantasmagórico.

— Ha sido un éxito, las pruebas han resultado satisfactorias. Pueden llevárselo dentro de unos días  -manifestó el médico.
— ¿Cuál es? –preguntó María visiblemente emocionada.
El galeón indicó la campana de la izquierda y pareció que el pequeño hubiese percibido la señal algo porque movió las manitas.
— ¿Y los otros? –balbuceó José que, repentinamente, sintió un sudor frío que se extendía por todo su cuerpo y le nublaba los sentidos.
— Lamentablemente, no sobrevivirán –le respondió como si se tratara de animalillos de laboratorio.

José, presa del vértigo, revivió los momentos felices con su hijo y aquella espantosa noche en que murió debido al la alta velocidad y al exceso de alcohol en sangre según dictaminó el parte policial. Un error que nunca se perdonó.  Él conducía.

Ahora la ciencia les ofrecía la posibilidad de recuperar al hijo perdido, recomponiendo su vida, como si se tratara de  una tela desgarrada que se vuelve a coser.  


El código genético era idéntico, por lo que sería una copia exacta del original.  Pero, al ver aquellos pequeños bultos bajo las urnas, José resolvió las vacilaciones que le habían agobiado durante tanto tiempo y comprendió que podía tener los mismos ojos, los mismos gestos, la misma inteligencia, incluso, pero el misterio de la vida es único para cada persona y ningún ser humano podría suplantar a otro. Además, les habían advertido que estos seres no llevaban asegurada una larga vida, por lo que tendrían que pasar de nuevo por su pérdida.

José agarró a María por el brazo y salieron corriendo de aquel sitio infernal. Se miraron con complicidad. Sabían que su hijo era irremplazable y que viviría eternamente, en sus recuerdos… 



Por Carmen Alba

jueves, 21 de noviembre de 2013

Estación de servicio

Aquel sábado, Miguel y yo nos íbamos a casar en la iglesia de su pueblo. Monforte era un pueblo pequeño, que sólo tenía una casa rural; decidimos reservar el alojamiento en un pueblo cercano, donde no había problemas de espacio para los invitados.

Todo estaba preparado, sencillo pero bien, comeríamos juntos después de la celebración y después cada uno volvería a sus quehaceres.

Nosotros iniciaríamos un viaje por China, país al que Miguel tenía mucha ilusión por conocer.
Una de mis amigas tuvo la idea de hacerme una despedida de soltera, y nos reunimos un grupo con la intención de cenar y tomar una copa.

Parecía que la noche del viernes se iba alargando de modo extraño pero al fin y al cabo era una noche especial.

De vuelta al hotel, Maribel, mi amiga íntima, y yo tuvimos que parar a echar gasolina y nos encontramos con la jefa de Miguel, que estaba en un coche esperando a su acompañante; nos conocíamos de las cenas de empresa donde trabajaban.

No daba crédito a lo que estaba viendo, Miguel se acercaba a su coche. Cuando me vio se puso pálido y fui hacia él gritándole y empujándole sin parar.

Marisa, como se llamaba la jefa de Miguel, salió del coche y me amenazó con una pistola para que le soltara. No sé cuánto tiempo estuvimos forcejeando, ni de dónde sacó Marisa la pistola, pero yo me desplomé como una marioneta.

La despedida de soltera había terminado, tampoco se celebraría la boda ni el viaje a China.

Cuando desperté me encontraba en el hospital. Afortunadamente, la bala sólo había tocado el hombro.

No volví a ver a Miguel ni a su jefa, que fue detenida. Me pregunto qué hubiera pasado si esa noche no paramos en la estación de servicio.


Por Amparo Santos

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Relaxin cup

No podía ser de otra manera, siempre la misma historia. Yo lo pensaba y volvía a pensarlo, pero siempre volvía al mismo lugar.

Era simple romper el devenir de los acontecimientos, pero siempre por una u otra razón volvía al mismo momento, el mismo lugar, y el mismo problema. Me despertaba solo, aletargado. El estómago revuelto me daba unos leves pinchazos que me iban despertando. Podían ser las tres de la mañana, o incluso las doce del mediodía. Pero nunca sabía cuál era la hora, el día, ni en qué lugar me encontraba. Pasados los primeros momentos empezaba a intuir mis manos, sentirlas una contra la otra presionándome el estomago. Eso me hacia consciente de mi propio cuerpo, tras las manos van brazos, hombros, pecho, y de ahí podía ir bajando, sexo, piernas, pies, pero nunca mi cabeza.

La cabeza me daba vueltas sin ningún sentido. Siempre intentaba seguir el ritmo en que se movía, creyendo que sería de forma cíclica. Pero daba igual, no rotaba de ninguna forma lógica, simplemente lo hacía.

Levantarse era sencillo, agua en la cara, una pasada por el baño y todo iba redondo. Echarse algo al estómago y paraban las punzadas sin ni siquiera quejarse, daba igual el alimento, zumo o un trozo de pizza de hace dos días, la cuestión era digerir algo.

Después de aquello dependía del día, sólo tenía que mirar el teléfono móvil. Estos malditos aparatos ya llevan de todo, no necesitas nada más para vivir, y sin ellos quizá parecerías muerto. Sólo un vistazo y ya puedes situarte, hora, mes, día, incluso día de la semana. Más detenidamente, miras el calendario y las tareas, el tiempo que va a hacer, las noticias que se presuponen importantes. Sin haberte dado cuenta ya lo tienes todo hecho, sabes qué ropa elegir, qué te apetece comer, incluida la receta para realizar la comida que de repente tanto te apetece, y que hasta hace diez minutos ni siquiera conocías, y te has pillado el primer cabreo con el primer imbécil de turno que has leído.

Tras este primer contacto con el mundo, ya lo había probado todo, arreglarme para salir a la calle, quedarme en pijama, vestirme para hacer deporte y dar unos cuantos saltos… Totalmente inútil, hiciera lo que hiciera siempre acababa igual, en el sofá. Pensando. El viejo sofá siempre me había reconfortado, me conectaba con la faceta más íntima de mis pensamientos. Pero después de un despertar así, siempre acababa pensando en el siguiente trabajo, siempre quedaban pocas horas para tener que llevarlo a cabo. Primero el atuendo, dependía del lugar donde lo realizara. Un sótano, algo oscuro y cómodo, para evitar las incomodidades al salir de allí por las escaleras, siempre tienen escaleras. Si era un bar, lo mismo, pero teniendo cuidado de que fueran prendas comunes. En un restaurante, o una cena de gala, siempre con un buen traje. Esos eran los básicos, pero ya me había encontrado con alguna que otra excentricidad, un disfraz de plátano, lentejuelas, botones de un hotel… Pero lo de hoy iba a ser más común, con ir vestido como cualquier otro día me valdría para ir tirando.

Después de eso siempre pasaba al tipo de arma, con silenciador, un revolver pequeño y fácil de camuflar, una de asalto, un cuchillo de cocina, una navaja... todo dependía de la situación, y, apenas sin darme cuenta, allí estaba, plantado, haciendo mi cometido.

El de hoy era simple, una cafetería a las cuatro de la tarde. No habría nadie, solamente el objetivo, que por lo visto siempre se sentaba en la esquina del local más alejada de la puerta y pedía un café cortado, muy caliente, para poder pasar más tiempo en el local, absorto en sus pensamientos, esperando a que el abominable agua marrón que le servían se enfriara.

Fue llegar, sentarme enfrente, sacar de la bolsa de deporte el arma con el silenciador ya preparado y, sin mediar palabra, un simple disparo en el estomago. El hombre ni siquiera se quejó. Se quedó sentado mirándome a los ojos, mientras se desangraba. Por aquello de no hacer ruido al caer el cuerpo de golpe, decidí que, aunque mas engorroso, era mucho mejor una muerte lenta y dolorosa.

Cogí el dinero que tenía el camarero por el trabajo realizado, y a seguir viviendo. Ya tenía preparada una buena juerga con los amigos, y tampoco me iba a quedar mirando cómo venían a recoger el cuerpo, ni siquiera era necesario.

Tengo que celebrarlo, otro trabajo hecho y un montón de dinero en el bolsillo, eso me hace saber que soy bueno en mi trabajo, y mi madre siempre lo decía: “Tienes que ser el mejor en lo que hagas, hijo, solo así, tendrás una buena vida”.

Alcohol, drogas, mujeres. Esa es de verdad la esencia de vivir, lo que te hace sentir bien, y lo que no cambiaría por nada. Bueno, excepto antes de un trabajo. Hay que ser serio, los cinco días previos a cada trabajo me mantengo sobrio, me pongo en forma para que no se me escape.

 Quizá sea eso, quizás tenga un problema de abstinencia.


Por Alicia Victoria Recover

El diente

    – ¡Mamá, mamá, he encontrado un diente!
    – ¿Un diente? Enfséñamelo… um, no puede fser tuyo Carolina, efs muy grande
    – ¿Por qué hablas así mamá?
    – ¡Ay, Diofs!


Amalia corre loca a través del pasillo hasta llegar al espejo del baño. Allí comprueba, con horror, que le falta un diente de la mandíbula superior. Lanza un grito que rompe la belleza de esa mañana de abril. Carolina la mira, con sus ojos redondos y celestes, en el umbral de la puerta. No le parece tan trágico que se le haya caído un diente, a ella ya se le cayeron cuatro y  no lloró nunca por ello. Pero para su mamá debe de ser peor porque solloza con hipo y todo y no deja de abrir la boca y mirarse y tocarse y se restriega los ojos como si lo que está viendo no se lo pudiera creer.

Carolina se agarra a sus caderas y la abraza muy fuerte.


      –Mamita, mamita, no llores, el ratoncito Pérez te traerá un bonito regalo y pronto te saldrá otro diente, por favor, por favor, por favor…
       –Cariño, tú no lo entiendefs, a mamá no le fsaldrá otro, efste fse cayó y no me volverá a fsalir. Ponte lofs zzapatofs y la chaqueta que nofs vamofs al dentifsta.


Amalia se arregla mientras seca sus lágrimas, peina su pelo y cuando retira el cepillo, ve con estupor cómo una mata de cabello está enredada entre sus púas. Se atusa con las manos y los mechones van cayendo sin vida sobre el lavabo. Ya no hay ni lágrimas ni gritos, sólo se hace firme una certeza dentro de ella: esto es el final, piensa. Cierra con cerrojo el baño y llama a su niña.


       – ¡Carolina!


Se oyen los pasitos rápidos de la nena por el pasillo, acto seguido el movimiento del picaporte.


–    ¿Mamá?
–    Efscucha, cariño, ahora mifsmo fsalgo, no te preocupefs, ya no vamofs al dentifsta, quítate los zzapatofs y ponte la tele, ¿me escuchafs?
–    Sí, mami, pero ábreme.
–    Ahora no, cielo, efstoy un poco defscompuesta y huele mal, enfseguida fsalgo, hazz lo que te he dicho.


Su cabeza es ahora blanca y lisa y no tiene ya ni un solo cabello. Araña su cara con impotencia y nota cómo sus carrillos ceden y sus dedos se hunden en ellos. A continuación una lluvia de incisivos, caninos, molares y premolares inunda su boca. Escupe con asco sobre el lavabo y todos ellos salen limpios y precipitados ¡cómo una granizada a destiempo! Siente cómo sus piernas le flaquean y antes de que pueda darse cuenta, se quiebran y da con su cuerpo en las baldosas grises. Ve desde allí el pestillo echado e intenta llegar hasta él para abrirlo, alarga el brazo y observa cómo sus dedos se estiran hasta rozarlo. Cuando intenta darle vuelta los dedos ya son ramas verdes con abundantes hojas. El apéndice arbóreo planea sobre las losetas y al fin cae. Intenta gritar pero su condición ya no es humana sino vegetal, y por lo tanto estática y sin movimiento.
Resultados  de la Prueba de Incorporación a otras vidas intergalácticas de de: Antac Montz Arlit Liber In A.2 (Amalia)
Sentimos comunicarles que la incorporación de su homólogo ha resultado fallida.
Como consecuencia ha quedado convertida en vegetal (ficus) en dicho planeta. Su forma y esencia original estarán de vuelta en + — 5,30 annius lugis, sin perjuicio alguno para su integridad.

Los motivos de su vuelta son:

1) Llevarse información de esta existencia e incorporarla a las rayas de las manos de su forma terrícola. 
2) Contar dichos secretos a los seres terrestres y hacer negocio con dicha información privilegiada, haciéndose llamar adivina.
3) Utilizar nuestro poder telepático y un transmisor en forma de esfera de cristal para ponerse en contacto con sus seres homólogos en este planeta.
4) Intentar enseñar sus habilidades a su vástago humano.
5) Todas ellas infracciones graves e invalidantes para su estancia allí. 

En su lugar, y para no traumatizar a esa criatura fruto de su condición carnal, hemos enviado a su clon número tres, que ya ocupa su cuerpo. 


Les recordamos que hasta pasados 2 veces 17,52 annius magic no podrá volver a incorporase a otras vidas intergalácticas.


Atentamente: Rectoría de Existencias Intergalácticas (REI)

    —Mamá, mamá ¿qué ha sido ese ruido?
    —Nada cariño, ya salgo, que se ha vuelto a caer el ficus.
    — ¿Y tu diente? ¡Te ha vuelto a salir! Te lo dije mamita.
    —Claro, nena, si tú lo dices.
 


Por Raquel Ferrero



martes, 19 de noviembre de 2013

El papel

Durante los últimos veinte años, el objetivo de Orestes había sido proporcionar a su único hijo todo aquello que la vida le había privado a él.
 

Casi antes de nacer ya lo había inscrito en el colegio más caro y prestigioso de la zona. Un exclusivo centro del que se decía provenían los principales dirigentes del país.
 

A ese centro, acudía luciendo siempre los mejores y más elegantes modelos elaborados con las telas más exclusivas y costosas. A él iba convencido de que su retoño en un futuro próximo sería todo aquello que la injusta vida le había negado a él.        
 

Orestes no desperdiciaba un momento para enorgullecerse de sus actuaciones hasta ahora, a solas en aquel pequeño e íntimo habitáculo, recordaba parte de sus realizaciones. 
 

Poco después de acabar de hacer sus básicas necesidades, Orestes tomo un trozo de papel para  clausurar del acto.
 

De inmediato observó que éste se le pegaba a la mano. Trató de despegarlo y desembarazarse de él haciendo bruscos movimientos con las manos y los brazos. Pero, cuanta mayor era la fuerza que empleaba para librarse de él, a más velocidad el papel lo envolvía.
 

Al oír el ruido, su joven y único hijo entró bruscamente en el retrete quedándose impresionado por la situación.
 

Pálido, comenzó de inmediato a buscar una herramienta para liberar a padre. El muchacho busco y encontró, al fin, la punta del papel que aprisionaba a su progenitor. La cogió, la estiró y la prendió fuego.
 

En breves momentos el padre quedó liberado pasto de las llamas. 

Por Jesús Ramírez
 

Testigo de una vida

Ya atisbo sobre el cerro el halo rosáceo que presagia deslumbrantes y tibios rayos, que secarán las gotitas que lentamente pasean por mi desnivelada piel. El último rocío posado sobre mí. Mañana seré pasado y, seguramente, me borraré de la memoria de aquellos a los que he querido.

Escucho el ronco movimiento del camión que transporta a mis ejecutores, a los encargados de hacer pedazos mi vida y todo con lo que he convivido durante tantos años. Unas veces compartiendo dolor y muchas disfrutando de la dicha de los seres amados.

Los últimos momentos con los míos fueron para despedir, hace unas semanas, a doña Manuela. A dos metros de distancia de mí, se abrió el portón del lúgubre vehículo donde introdujeron, dentro de una luminosa caja de nogal, a la anciana que siempre se preocupó de mantenerme limpio y lustroso y que en sus primeros años jugaba a mis pies con una desgastada muñeca de cartón, mientras me cantaba tonadillas en un lenguaje que sólo ella y yo conocíamos.

Aquella niña de reluciente organdí que, acompasada por el tañido de las campanas, caminaba exultante hacia la iglesia del olivarero pueblo para recibir su primera comunión. Su preciosa melena estaba ataviada con una corona de rosas secas, que durante el otoño habían crecido con el mismo sol que templaba mi espalda.

La joven, que yo seguía viendo como una chiquilla, se apoyaba en mí brazo, mientras Ernesto, que acabaría siendo su esposo, le regalaba los últimos besos del día, a los que ella correspondía con la más dulce respuesta, siempre avizor de la mirada de sus padres.

Recuerdo el azul plata de aquel coche americano que la recogió el día de su boda. Portaba un elegante traje con una larga cola que intenté sujetar para que no se manchara. Tuve que conformarme con admirar como ensalzaba su adulto y, a la vez, delicado cuerpo de mujer. Aquella tarde no eran gotas de rocío las que resbalaban por mi faz.

La recibí feliz de su luna de miel, que se me hizo eterna, aunque aquel viaje a Granada duró apenas una semana. Pero a la vez quedé triste, porque las noches no volverían a ser como antes, cuando caía en mis brazos mientras los de Ernesto la rodeaban.

Transcurridos unos años,  volví a disfrutar con sus hijas Lucía y Marta, que pasaban los días jugando a mi vera, con muñecas, con casitas, con coches que me cosquilleaban el lomo y con balones, aunque recibiera pelotazos de vez en cuando.  Sin embargo compensaba, pues Manuela me curaba dándome friegas en los golpes.

También sentí la cercanía, primero de la mayor y, pasado unos años, de su hermana pequeña, del amor compartido con sus príncipes antes de recogerse, que su madre percibía condescendiente a través del cristal.

Ahora, después de tanto tiempo, mi existencia es intranscendente. Me iré y tal vez otro me sustituya. Tras el adiós de la señora, que hacía años perdió a su Ernesto, las chicas, cada una en su morada, prefirieron vender la casa. Los nuevos dueños han decidido reconstruirla, diseñando una nueva distribución que cambiará las entradas de luz. Y a mí, viejo y humilde alféizar, me quedan unos minutos, o quizás unas horas, de contemplar ese cerro y el pueblo entre olivos que cobija y desaparecer abatido por las mazas de unos ininteligibles gigantes rubios, que van golpearme sin piedad.

 Por Vicente Briñas