miércoles, 28 de noviembre de 2012

La tía Antonia

Uno, dos, tres… de nuevo estoy contando los árboles que sombrean la vieja casa. Cada día me digo a mí mismo que es necesario quitar alguno, antes de que sus raíces se entrelacen por debajo y, levantando el suelo asomen por las ventanas, pero ahora ya sé que nunca podre hacerlo. Ahí está la tía Antonia para recordármelo.

Cada vez que sale, su presencia es anunciada por una algarabía de sonidos y movimientos animales: perros, gatos, gallinas, ocas… hasta un pequeño asno que pone tiesas sus orejas cuando que ella se acerca.

La tía. No sé si realmente en algún momento existió esa relación de parentesco. Ella dice, con una sonrisa pícara, que nació con la casa; no hay nadie que pueda rebatirlo. Debe tener doscientos años y se nutre de las raíces de esos árboles que nos rodean. Tiene la cara surcada de arrugas profundas, como cicatrices, pero son amables y sonrientes, pese a parecer un árbol solitario y seco.


Todos los recuerdos que me anclan a esta tierra árida que nos rodea están moldeados por su presencia cálida y silenciosa. Es una mujer de pocas palabras. Puedes sentarte junto a ella en esas noches de principios de verano y dejar vagar tus pensamientos. Cuando ella los interrumpe es para llevarte, sin que te des cuenta, a momentos de otros tiempos que sin recordarlos te parecen tan reales y fuertes como la tierra que estás pisando.

Ahora entiendo a Marta, mi mujer. Cuando hace un mes mi corazón nos dio un buen susto, se empeñó en que aquí encontraría fuerzas para recuperarme. Como casi siempre, tenía razón.

En este tiempo de soledad compartida con la tía Antonia, roto y  animado por las visitas de mi familia, he olvidado la razón por la que vine aquí.

He imaginado distintas historias en las que la protagonista sea la tía, pero en ninguna puedo colocar su vida sin que forme parte de la mía. Ya sé por qué no puedo arrancar ningún  árbol, aunque parezca solitario y seco, me da miedo dejar sus raíces al aire y ver que en ellas se entrelazan nuestras raigambres  convertidas  en una sola.

Si en algún momento vuelvo a esta casa tan nuestra y ella ya no esta, me sentiré como un intruso. 
Por Mayte Espeja

martes, 27 de noviembre de 2012

La imágenes de Silvia

Me encuentro a escasos metros del escenario, donde va a actuar mi artista favorita. La cadencia de unos pasos me anuncia la llegada de una mujer, que se sienta en la butaca de mi izquierda.

De pronto, el aroma a cantueso y espliego, que desprende su cabello al liberarse, me hace evocar los dichosos días de mi niñez en las tierras elíseas que me vieron nacer. 

En ese tiempo en el que la infancia va cediendo espacio a esa edad en que los sentidos empiezan a destilar nuevas sensaciones. Cuando las vivencias con los amigos te despiertan en sueños llenos de alborozo. Donde mi idolatrada Silvia y yo dábamos largos paseos por la aromatizada senda, rodeada  de fragante vegetación, que circundaba el camposanto, arrullados por el rumor del cristalino regato, que vigilaba nuestros movimientos.

A menudo, el tiempo se escapaba en nuestro camino, ocupando las estrellas su lugar. Entonces, ella me abrazaba, participándome su miedo a los espíritus, que querrían arrebatármela y transportarla al más remoto de los universos.

Esperaba con ansia la llegada de esos luceros, que habrían de conducirla a mis brazos. Sentía sus tímidos pechos apretados contra los míos, inyectándome raudales de felicidad, que fluía por cada célula de mi ser. Su pelo dorado cosquilleaba mi nariz, inundándome de aroma a espliego y cantueso, trasladándome a un mundo de dulces y picantes aromas. Al acariciar su melena, tormentas de escalofríos descargaban sobre mis dedos. En ese momento, era imposible que existiera en la tierra persona más dichosa que yo. Podría quedarme fundido en ella hasta el día del tránsito a otra vida, que no lograría ser más afortunada que ésta.

El sabor de aquel furtivo beso que me regaló esa noche lo conservo aún en un cofre, que enterré en el subsuelo de mis remembranzas, circundado con un alambre de espinos, que impide el paso de cualquier otro recuerdo que quiera ocupar su lugar.

A las pocas semanas, quise morir. La que iba a hacerme feliz por el resto de mis días, marchaba, junto a sus padres, a un lejano lugar. Mi respiración dejó de ser automática; necesitaba realizar titánicos esfuerzos para que no se me detuviese el hálito. A tanta desdicha siguió tal desaliento, que, en unos meses, culminó en la pérdida de visión.  Quizás, para que las imágenes que conservaba de Silvia, permanecieran intactas para siempre.
Por Vicente Briñas

sábado, 24 de noviembre de 2012

Concierto a cuatro manos

Tenía entradas para el concierto que estaba a punto de comenzar. No conocía  el nuevo Auditorio y había quedado a la  puerta con su hermana que, como siempre, llegaba tarde. Los cambios de última hora le ponían nervioso. Una vez más pasó los dedos por la esfera de su reloj.  Entonces sintió una respiración que, acercándose a su oído, se convertía en  un susurro: "Hola, guapo, ¿me esperabas a mí?" Y sin esperar contestación, una mano se agarró a su brazo y casi  le arrastro hasta el patio de butacas. Sin acabarse de acomodar, cesó el murmullo de las conversaciones; alguien habló ensalzando a la concertista  y sonó el piano. La mano, que seguía apoyándose en su brazo, resbaló hasta la suya y, suavemente, la llevó a recorrer un rostro desconocido pero ya imaginado, deteniendo los dedos en unos labios carnosos que los besaron uno a uno. Sabia y silenciosa siguió recorriendo su cuerpo, enredándose en las notas suspendidas  en el aire, mientras Daniel se estremecía.

Cuando acabó el concierto salieron en silencio.  Al llegar a la calle ella dijo algo así como "tenemos que celebrarlo, es un privilegio escuchar a esta mujer".  Y añadió: "¿Puedo llevarte donde yo quiera?". A lo que respondí que lo estaba haciendo desde que había llegado.

Un taxi les llevó a un edificio con el olor del tiempo incrustado, debía ser antiguo y no muy bien cuidado.  Tras subir a la tercera planta, en un ascensor estrecho y chirriante, entraron en un lugar de aroma indefinido pero fresco y agradable. En sus recuerdos  quedó una copa de champán a la que siguió una noche de besos y cuerpos entrelazados recorriéndose una y otra vez. Les despertó el calor del sol entrando por el amplio ventanal. María le ofreció un café y acercarle a casa. Nuevamente se dejó llevar. Frente a su puerta, con un rápido beso, se dijeron adiós.

Pasado un tiempo, en la fiesta de cumpleaños de su hermana, al sentarse en un sofá, retiró un jersey para no sentarse encima. Según lo movió sintió el impulso de acercarlo a su cara evocando un aroma, siempre envuelto en música y sueños. El momento alcanzó toda su magia cuando alguien se acercó y susurro a su oído: "Hola, guapo, ¿me esperabas a mí?"

Por Mayte Espeja

viernes, 23 de noviembre de 2012

Negro blues (II)

Noche tras noche, Olvido traspasaba el umbral de su destino. Allí, en aquel lugar repleto de música, vibraciones y efluvios, buscaba su mitad perdida, su complemento anhelado. Aunque no veía, sentía la oscuridad y apreciaba su invisibilidad como un regalo. Plegaba su bastón, lo escondía en el bolso y a tientas, cuerpo tras cuerpo, iba a agazaparse al rincón, junto al piano.
     
Desde allí le llegaba con nitidez su olor, el de su afán, mezcla de sudor, tabaco, alcohol y un perfume como a madera, resinoso, pegajoso, que al instante reconocía y se regocijaba en su deleite. Aspiraba completa su esencia y, junto con las notas del negro blues que salían de sus manos, caía en un éxtasis mágico, místico, del que no quería regresar.

Entonces la música cesaba, él se levantaba y pasaba por su lado, derecho a la barra. Ella inhalaba su aliento, sentía el aire que levantaba al pasar, el roce de sus vaqueros contra las mesas. Se marchaba, se perdía en el ambiente.

Él también era ciego. No la veía.
   
Por Raquel Ferrero

jueves, 22 de noviembre de 2012

Odette

A Violeta la apasionaba la música. Le gustaban todos los géneros, pero por encima de todo, la música clásica. Cuando era pequeña tocaba el violín y habría llegado a ser una gran concertista de  no ser por ese fatídico accidente de tráfico en el que perdió la vista. Por eso tenía un abono en el Auditorio Nacional y  asistía a todos los conciertos que, afortunadamente, ofrecían los centros culturales de la capital.

Siempre le acompañaba su amiga Laura, con la que compartía la afición por la música e infinidad de vivencias desde la infancia. Era su bastón, la ayuda que necesitaba en algunas ocasiones, pues se desenvolvía perfectamente a pesar de su carencia.

Aquella tarde, asistían a un evento musical en el Ateneo. Encontraron asientos libres en la tercera fila. Minutos antes de empezar el concierto, Laura tuvo que abandonar la sala para contestar al móvil.

Al poco rato, Violeta escuchó una encantadora voz masculina que le preguntó si estaba ocupado el asiento.

—No, está libre— contestó.
—El programa de hoy es fabuloso— agregó el desconocido.

Violeta no contestó, se sintió turbada por su voz y, cuando comenzaron los compases de “El lago de los cisnes” la invadió un gran deseo de sentirse rodeada por sus brazos y sumergir sus cuerpos desnudos en un inmenso lago bajo la luz de la luna, acariciados por la calidez del agua, cuyos suaves movimientos acompañaban su frenesí, al tiempo que le susurraba ardientes palabras en un  tono envolvente.

A medida que avanzaba la obra se sentía más exaltada y cuando la orquesta acometía las notas del último acto, se sintió como el cisne agonizante, herida de placer por Sigfrido en el delirio final.

Por Carmen Alba

Violeta

A Violeta la apasionaba la música. Le gustaban todos los géneros, pero en especial, la música clásica. Cuando era pequeña tocaba el violín, y habría llegado a ser una gran concertista de  no ser por ese fatídico accidente de tráfico en el que perdió la vista. Por eso tenía un abono en el Auditorio Nacional y asistía a todos los conciertos que, afortunadamente, ofrecían los centros culturales de la capital.

Siempre le acompañaba su amiga Laura, con la que compartía la afición por la música e infinidad de vivencias desde la infancia. Era su bastón, la ayuda que necesitaba en algunas ocasiones, pues se desenvolvía perfectamente a pesar de su carencia.

Aquella tarde, asistían a un evento musical  en el Ateneo. Encontraron asientos libres en la tercera fila. Minutos antes de empezar el concierto, Laura tuvo que abandonar la sala para contestar al móvil.

Al poco rato, Violeta escuchó una encantadora voz masculina que le preguntó si estaba ocupado el asiento.

—No, está libre— contestó.
—El programa de hoy es fabuloso— agregó el hombre.
 
Violeta no contestó, escuchó en silencio “El lago de los Cisnes” y cuando se encendieron las luces, el desconocido, al comprobar, sorprendido, que era invidente, se ofreció a acompañarla a casa.

Ella aceptó y, cuando llegaron a su portal y se despidieron para el sábado siguiente, la invadió un sentimiento insólito: la suave voz de aquel hombre, su atención exquisita, la hicieron feliz por unos momentos, y soñó aquella noche que era Odette herida de amor por Sigfrido y deseó volverle a ver. Definitivamente se había enamorado.

Por Carmen Alba

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Amor ciego

No sé cuándo empezó esta locura que tú eres. En mi recuerdo siempre has estado ahí. Te he soñado y vivido en la lejanía y en el contacto. Te he dibujado en la oscuridad y en la luz de tu presencia. No sabes de mi miedo, de mi deseo y mis dudas. Mi nombre tomó sentido en tu aliento, desgranado por tus labios. Desde aquella noche de música, caricias y besos, en la que me desperté entre tus brazos, tu cuerpo y tu nombre, Marta, ya forman parte de mi. 

La tarde lluviosa está en calma, un silencio roto por las notas de un piano, sonando en su CD, flota en el aire mezclándose con las gotas de lluvia. Daniel evoca las notas de otro piano, compartidas con ella. Pero no, él está solo, sabe que sus vidas se han cruzado, que  esa mujer alegre y hermosa estuvo de paso. Sus deseos han de quedarse en ese recuerdo que ilumina sus días. Es su refugio para esconderse de la realidad de ese amor imposible. No puede renunciar a ella, sabe que si lo hace ya no sólo estará ciego: será un cuerpo sin alma.

Cuando te volví a encontrar me dijiste adiós. Sé que este adiós es definitivo Con tu marcha me dejaste sin las ventanas de tus ojos. He de esperar, en la oscuridad de mi noche, tu vuelta como planeta azul que surca el cielo, sin tus manos, nubes de algodón que me acarician. En la soledad de esta habitación, vacía pero a la vez llena de tu presencia con mis recuerdos y fantasías, el calor de tu cuerpo, tu aroma, tu voz y esa risa que se expande y lo llena todo. Te sueño, te odio, te amo. Cuando no te tengo, el amor que siento por ti es mi locura.

Por Mayte Espeja 

Butterfly (II)

Llego tarde. Hoy cubro el estreno de Puccini en el Real. Van a cerrar las puertas. “¡Por favor, espere!” Una acomodadora me acompaña hasta mi butaca. Buena fila y bien centrada. ¡Qué silencio! A mi izquierda, una localidad libre y, a mi derecha, un caballero. Huele a jazmines. Me da las buenas noches con una deliciosa voz. Me disculpo por haber sido la última en sentarme. Es mi primera ópera, le digo, a lo que me responde que no será la última y que la disfrute. Comienzan los primeros sonidos de la orquesta. Acerca sus labios a mi oído y, en voz muy baja casi en un murmullo, me pide que cierre los ojos y que deje a mis sentidos empaparse de la música. ¡Qué buenas palabras para comenzar mi crónica! Le agradezco su gentileza.

Finaliza el primer acto, en el que me he sentido una joven esposa en su noche de bodas. Estoy emocionada y comparto mis impresiones con mi desconocido compañero de butaca. “Eso no ha sido más que el comienzo –prosigue-, ahora consiente que la música te envuelva; déjate besar por las notas; permite que el calor y el amor te abracen; abandónate a los sonidos y siéntete acariciada por cada instrumento; estás sola y desnuda, a punto de ser poseída”. Fin del segundo acto y noto que voy a mil con la piel completamente erizada tras el último coro. Miro a mi derecha buscando nuevos estímulos para sumergirme en el tercer acto y, una vez más, de su boca las palabras vuelven a susurrarme. Cierro los ojos y escucho: “Déjate llevar por lo que percibes y consiente que las emociones te penetren; disfruta de ello; encuentra el alma de Butterfly, comparte su deseo, su amor, su dolor, su coraje…”

Cuando llega el final me encuentro con los ojos, aún cerrados, inundados de lágrimas arrancando en una explosión de aplausos. Ahora, con la luz encendida, miro a mi improvisado maestro. Es un adonis. Lástima que tenga que tener el texto terminado en menos de dos horas para enviarlo a la redacción. Nos despedimos. Salgo deprisa, intentando que no se diluya ninguna de las sensaciones que aún impregnan cada poro de mi piel. Al alcanzar la puerta, me giro para dedicarle un adiós rápido, y entonces le veo desplegando su bastón blanco. Vuelvo sobre mis pasos; me acerco y le ofrezco mi mano. Mira que soy tonta, si estoy temblando. La acepta con una sonrisa que le ha iluminado el rostro y con la que me ha terminado de cautivar. ¿El reportaje?, ¿quién puede pensar ahora en eso? Tengo los sentidos repletos de olores, sensaciones, música, calor, excitación y creo, por el modo en que ha acaricia mi mano, que él también.

Por María Sergia Martín

martes, 20 de noviembre de 2012

D’ont stop me now

Los focos de la torre recortaban sus siluetas en la oscuridad del escenario. Eran cuatro figuras que comenzaron a moverse al ritmo de las primeras notas del piano. Brian comenzó a cosechar magia de los sencillos acordes y la voz de Freddie inundó las gradas del estadio:
Tonight I'm gonna have myself a real good time
I feel alive and the world turning inside out Yeah!
And floating around in ecstasy
So don't stop me now don't stop me
'Cause I'm having a good time having a good time
 Casimiro se estremeció al escuchar aquella primera estrofa. Era un sueño hecho realidad. De pie sobre el césped no tenía desventaja con el resto por su ceguera; él era capaz de percibir los matices que fundían la voz y la guitarra como nadie. A su lado y  susurrándole al oído, Lucía abrazada a él, le relataba todo lo que no podía ver.

I'm a shooting star leaping through the sky
Like a tiger defying the laws of gravity
I'm a racing car passing by like Lady Godiva
I'm gonna go go go
There's no stopping me

A la luz de los mecheros y al ritmo de los coros comenzaron a bailar. Lucía, cada vez  más cerca, hacía que sus senos calentaran su pecho. Sus manos, en los bolsillos traseros de su vaquero, presionaban sus glúteos para sentir su ya abultada erección. Casimiro abrazaba a Lucía; sus manos recorrían su espalda, sus labios, su cuello, al mismo ritmo que su pelvis realizaba rítmicos movimientos.

I'm burning through the sky Yeah!
Two hundred degrees
That's why they call me Mister Fahrenheit
I'm trav'ling at the speed of light
I wanna make a supersonic man out of you

Lucía no quería esperar más, quería tenerle, sentirle, quería descubrir el secreto que se ocultaba tras esa cálida voz y bajo esa sonrisa permanente. Era una fantasía que la había perseguido desde que conoció a ese muchacho con bastón. ¿Cómo sería? Más  que curiosidad, necesitaba que fuera Casimiro y no otro quien aplacara esa noche todas las sensaciones que su cuerpo ansiaba. 

Don't stop me now I'm having such a good time
I'm having a ball don't stop me now
If you wanna have a good time just give me a call
Don't stop me now ('cause I'm havin' a good time)
Don't stop me now (yes I'm havin' a good time)
I don't want to stop at all

Le dijo algo al oído y él asintió. Le cogió de la mano y se abrió paso hasta el fondo del estadio. Allí la oscuridad era completa y el césped mullido. Ese era el momento y aquel el lugar.

I'm a rocket ship on my way to Mars
On a collision course
I am a satellite I'm out of control
I am a sex machine ready to reload
Like an atom bomb about to
Oh oh oh oh oh explode

A pesar de su premura, le desvistió sólo lo preciso, con el tempo necesario; deseaba sentir el calor de su cuerpo sobre ella, necesitaba aquel encuentro por fugaz que fuese. Le quitó la camiseta y con sus labios comenzó a besar su cuerpo hasta que alcanzó sus aureolas, que succionó con fricción. Casimiro buscaba con sus manos y con su respiración jadeante acompañaba la de Lucía.

I'm burning through the sky Yeah!
Two hundred degrees
That's why they call me Mister Fahrenheit
I'm trav'ling at the speed of light
I wanna make a supersonic woman of you

Alcanzó entonces su cintura, coló la mano bajo el pantalón y, en ese instante, él calló y abandonó sus jadeos por un instante. Nada podía distraerle de aquella sensación. Sintió el tórrido contacto de las ardientes manos de Lucía sobre su piel más íntima.

Don't stop me don't stop me
Don't stop me hey hey hey!
Don't stop me don't stop me ooh ooh ooh (I like it)
Don't stop me don't stop me
Have a good time good time
Don't stop me don't stop me Ah

Casimiro no podía verlo pero gozaba más allá que ninguna otra ocasión. Hubiera ssido capaz de describir todos sus movimientos en una correlación de imágenes que su tacto catapultaba al cerebro con la misma rapidez con que el relámpago precede al trueno.

I'm burning through the sky Yeah!
Two hundred degrees
That's why they call me Mister Fahrenheit
I'm trav'ling at the speed of light
I wanna make a supersonic man out of you

Todos los poros de su piel eran capaces de alumbrar sensaciones, de lubricar deseo, de crear expectativas, de acompasar el ritmo de su cadera con el del bajo de John, y en ello se aplicó siguiendo también la cadencia de la batería...

Don't stop me now I'm having such a good time
I'm having a ball don't stop me now
If you wanna have a good time just give me a call
Don't stop me now ('cause I'm havin' a good time)
Don't stop me now (yes I'm havin' a good time)
I don't want to stop at all

Los silbidos y aplausos del público anunciaron el final de la canción. Se encendieron las luces y Casimiro apreció que Lucía que se había parado y aún abrazada a él le dijo al oído:

—Súbete los pantalones que la gente nos está aplaudiendo a nosotros.

Luis Carlos Castilla

*Se aconseja leer el relato con la banda sonora original. La mejor versión es la del álbum Queen Live Killers, primer corte, segundo disco. Y como dice la canción espero que al leerlo paséis un buen rato.

La oportuna avería

—Vaya faena lo del coche —comenta Jaime, con cierto aire timorato.
—No me lo puedo creer. Esta mañana arrancó sin ningún problema; lo dejo en el parking de la oficina, y al rato no funciona —contesta Silvia contrariada, sin dejar de deleitarse con la fragancia que ondula el ambiente—. Podría haber llamado al seguro, pero dentro de una hora debemos estar en Toledo. No me hubiera dado tiempo.

Jaime se siente cortado. Se encuentra a escasos centímetros de la directora de comunicación, la mujer más soñada por sus compañeros varones y, apostaría él, por no pocas compañeras.

 —¿Cómo es que vas también a la convención?, pensaba que era yo la única que asistía.
—No, no voy a la convención. Mañana se celebra, en otro de los salones del Palacio de Congresos, un simposio comercial. Vienen agentes de toda España. Tengo todo el día para preparar la sala, con los medios audiovisuales; mañana, después del acto, lo recojo todo y me vuelvo. Me preguntaron si podría llevarte.

Silvia nunca había reparado en Jaime, que, a pesar de su aspecto desaliñado, posee un especial atractivo, amén de una personalidad cautivadora. La ejecutiva no suele relacionarse con personal que no sea de su departamento. Cerca de la cuarentena, y aunque sin pareja, eligió ser madre, por lo que ha estado largo tiempo sin acudir al trabajo.

Jaime es ingeniero informático. Tiene categoría de técnico, pero nunca se ha codeado con la jefatura. Se considera un trabajador de base, como todos sus colegas. Recién cumplidos los treinta, vive solo en un pequeño apartamento del centro.

—Has estado mucho tiempo sin venir a la oficina —interviene Jaime, mientras su mirada traspasa el ceñido cristal que cubre las piernas y se esconde bajo el dobladillo de la falda de su acompañante.
—Solicité un año de excedencia. Decidí ser madre antes de hacerme demasiado mayor y quería disfrutar de la maternidad. Pensaba estar sólo los cuatro meses de baja, pero preferí quedarme cerca de mi hija y que siguiera tomando pecho el mayor tiempo posible; trabajando no podía ser. Hoy la he dejado con mi madre.

Jaime vislumbra, entre los resquicios de la blusa y el despejado sujetador, unos senos que, sin ser grandes, perfilan un sugerente dibujo, que la recién concluida lactancia, o quizás el fresco que penetra a través de la ventanilla medio abierta,  marca con unos curiosos ojos que, ya realizado el más tierno de los cometidos,  parecen buscar otro pasatiempo.

—Es bonito este coche; pequeño, pero elegante —considera Silvia, mientras lucubra sobre su viabilidad de uso como cámara amatoria.
—A algunos le parece un poco femenino, pero a mí siempre me ha gustado.

Cerca de Toledo se produce una retención, lo que obliga a Jaime a conducir utilizando la palanca de cambios más de lo habitual, resolviendo dejar la mano allí descansando durante un rato, consciente de la aceleración que esto ocasiona, no sólo en su frecuencia cardiaca.

La cercanía de la mano del conductor causa en Silvia gran desasosiego, y el cosquilleo que siente en su interior, que no pasa inadvertido a Jaime, le obliga a separar levemente las piernas y a bajar del todo la ventanilla, creándose aún una mayor agitación bajo la blusa.

—¿Vuelves hoy a Madrid o te quedas en Toledo hasta mañana?
—Me han hecho una reserva en el Hotel Regidor. Creo que es uno de los mejores —contesta Jaime, que siente terribles deseos de que su mano resbale hasta el muslo de Silvia.
—He estado allí. Es amplio y bueno, te ofrecen de todo, hasta albornoz. Además, las empresas siempre reservan habitaciones dobles —asevera Silvia, a la que le cuesta mantenerse quieta en el asiento—. No sé a qué hora terminará hoy la convención. Posiblemente sea tarde y deba pasar la noche en Toledo. Llamaré a mi madre para que se quede hoy en casa con mi hija.

Tras unos segundos de turbado silencio…

—No conozco a nadie aquí. Si te apetece, luego te busco y comemos juntos —se atreve la mujer, mientras el hombre asiente, con lentos movimientos, cada vez más encendidos.
—Ya estamos en la Cuesta de las Armas. Hemos llegado —concluye Jaime, que, tras detener el coche, regala a Silvia una tierna mirada, aderezada con una profunda inspiración.
Por Vicente Briñas

lunes, 19 de noviembre de 2012

Música y sueños

Era pronto. Sentando en la terraza tomaba un té, rememorando aquellos días. Conocer a Julia había dado un vuelco radical a mi vida.

Julia dice que se enamoró de mí la primera vez que me vio. Estábamos en el Auditorio escuchando un concierto de Beethoven. La melodía nos penetraba. Sentada a mi lado, oyó un suspiro, y volvió la mirada. Vio que mi rostro era bello; puro; expresivo. Estaba conmovido. Sintió gran afinidad y cariño. No pudo evitar acariciar mi mano… a pesar de estar acompañada.



Lo hizo tan sutilmente que pensé: “es un sueño”. Volvió a rozarme y la toqué suavemente. Al poco, mano con mano, nos adivinábamos. La música nos envolvió en una atmósfera intensa y profunda. El concierto acabó. Nos despedimos con disimulo y me dio una nota. Me citaba el martes a las siete en Chez Olivier. Cuando nos encontramos me dijo: “he dejado a mi actual pareja, estaré a tu lado; enamorada; para siempre”. Le hice entender que no podía aceptar tal propuesta, aunque también la quisiera apasionadamente. No es justo que me ofrezca tal sacrifico. Mi falta de visión, en estos tiempos, me convierte en una persona muy limitada.

Desde entonces, la amo sin poder pensar en otra cosa. Daría mi alma por sentirla de nuevo. He asistido a cada uno de los conciertos que se han ofrecido y no he vuelto a encontrar sus caricias. Supongo que nos añoramos a distancia. Sueño que nos abrazamos, nos descubrimos, que jamás he tenido a alguien como ella en mis brazos. Suave y cálida. Su aroma especial. Pasar mis manos por su rostro, oler su cabello, oír sus latidos. ¡Es bellísima!

Ahora que no podemos ser amantes, extasiado, me entrego a la música soñando lo imposible.

        Por Mercedes Martín Duarte

Negro blues

Traspasar su umbral era para Olvido zambullirse en un mar de sensaciones. Los olores golpeaban su pituitaria y la excitaban sin más. La música erizaba su cuerpo y su ceguera se hacía invisible en la oscuridad de aquel local.  Plegaba su bastón y se lo escondía en el bolso. Allí era fácil ir a tientas, tantear. Cuerpo tras cuerpo iba ganando posiciones hasta llegar al rinconcito donde se sentía segura. Cerca del escenario, pronto empezarían a tocar blues, y pronto llegaría hasta ella su efluvio, su influjo, su melodía.

Primero fue su aliento, caliente, denso; después su cuerpo abrazándola por detrás. Por fin sus labios húmedos succionando su cuello al mismo tiempo que el piano reptada sensualmente por sus oídos. El ritmo de la batería acompasó el movimiento de sus ágiles dedos y todo culminó con el solo triste de la guitarra.

El negro blues acabó y Olvido se quedo sola. Ciega, pero con luz.

Por Raquel Ferrero

domingo, 18 de noviembre de 2012

Butterfly (I)

Faltan apenas unos minutos para que comience. A mi izquierda se acaba de sentar alguien que huele a hierba recién cortada y a agua de lluvia. Es una mujer. Le doy las buenas noches y se disculpa por haber acudido tan justa de tiempo. Tiene una voz dulce y fresca. Me dice que es su primera vez. Recuerdo el día en que yo lo hice también. Le doy unas pautas, en voz muy baja, para que disfrute de la obra. Me agradece el interés y quedo prendido de su suave fragancia y de su cálida voz. Por un momento dejo de pensar en Butterfly y la imagino a ella. ¿Cómo serán sus ojos? ¿Y su pelo? ¿Cuál será su nombre?

No sé qué patrañas le estoy contando al oído. Debo parecerla un pedante. De nuevo me responde con gratitud. ¡Dios!, creo que sería capaz de pasar el resto de mi vida así, sentado a su lado, respirándola. Estoy embrujado por la dama y el hechizo está a punto de concluir. Tercer acto y se marchará para siempre de mi lado…Es mi fin.

Se despide. Creo que voy a morir aquí mismo. Dejaré de respirar y todo habrá terminado antes de que me dé cuenta.
Segundos más tarde una brisa a hierba fresca vuelve a envolver mis sentidos. Es ella. Ha regresado y me ofrece su mano. Le sonrío, pliego mi bastón blanco y el aire vuelve a hacerse presente en mis pulmones. Si seré tonto que estoy temblando…

sábado, 17 de noviembre de 2012

Fantasías

Natalie no imaginaba que aquel mes de julio, con una escayola hasta la rodilla en la pierna derecha iba a ser diferente.

Su amigo Fran le había dado una dirección de internet, mejor dicho de un chat y la convenció para que entrara y se entretuviera un rato.

Una noche de calor insoportable, que no podía dormir ni combatirlo con duchas ni piscinas, entró en el chat.  

Aquello parecía un supermercado donde te ofrecían toda clase de fotos de hombres clasificados por edades, países, etc. Entonces eligió uno, 'Viento'.  Al instante apareció una frase en la pantalla.

Hola, ¿qué tal?

No me lo podía creer, me lo decía a mí.

Le contesté y siguieron otras preguntas y respuestas hasta que me dijo…
-Qué llevas puesto.

A esa hora Natalie estaba lista para acostarse y llevaba puesta una camiseta nada sexy, así que se inventó un vestuario de alta lencería.

-Un camisón negro de raso.
-¿Y debajo del camisón?
- Unas gotas de Chanel nº 5.
 
Juanjosé -así se llamaba-,  empezó a sugerir toda clase de fantasías e imaginaciones que le empezaban a subir el tono y la temperatura, ya alta en aquellos días.

Repitieron varios días y decidieron quedar para conocerse y ver si aquellas fantasías podían hacerse realidad.

La cita en aquella terraza no resultó como esperaban, ninguna atracción ni sorpresas como las que experimentaron cada uno en solitario imaginando lo que eran capaces de decirse.

No volvieron a chatear. La fantasía se esfumó.

Amparo Santos Gómez

viernes, 16 de noviembre de 2012

En tinieblas

¡Ayer fue mi cumpleaños! ¡No me gusta cumplir años! Pero esta vez era especial. El primero en oscuridad. Sufrí una enfermedad que me dejó muchas secuelas, pero la más importante fue la ceguera.

Los comienzos fueron duros. Sientes que eres un estorbo. Es uno de los peores sentimientos que una persona ya adulta puede tener.

Distintas técnicas de aprendizaje (sistema braille, el uso del bastón, el método de cálculo mediante Sorobá) consiguieron desenvolverme normalmente en el medio y seguir viviendo. También el cuerpo es sabio y comienza a agudizar y sensibilizar el resto de los sentidos para suplir el ausente.

Decidí hacer una macrofiesta. Invité a amigos que hacía muchos, pero que muchos años no sabía nada de ellos. Los saludos fueron cuanto menos de asombro: unos de enmudecimiento, mutismo, silencio y otros de piedad, lástima, consuelo… los primeros momentos de tensión dieron paso a risas, jolgorio y alegría.

Marcos también vino a la fiesta. Me hizo mucha ilusión. Fue un amigo especial del instituto. Aunque la cosa no pasó de manoseos y toqueteos, todavía la recuerdo con mucho cariño. Seguro que él también.

Por la noche fuimos a escuchar un concierto de jazz. Era un grupo muy conocido y la sala estaba repleta. Fue un deleite de armonía, de composición y de interpretación.

Después del concierto, Marcos me invitó a tomar algo. Enseguida nos enzarzamos en una animada charla acerca del grupo. Parecía ser un enamorado y gran conocedor de su música. Lentamente fue desgranando toda su discografía.

¡Qué eufórica me sentía! Parecía que no había pasado el tiempo. Fuimos abriendo nuestros corazones y, poco a poco, desmenuzando nuestras vidas. Vidas que en mi caso fueron truncadas; los anhelos dieron paso a la apatía y las ambiciones al desinterés. La vida con él había sido más amable. Se notaba un hombre feliz. ¡Él sí había logrado todas, o si no todas, muchas de sus ambiciones!

¡Estaba muerta de miedo! Aunque habían pasado muchos años, él seguía gustándome. Poco a poco iba acercándome más a él. Sentía su aliento. Su olor (¿olía a cedro, a sándalo, a jengibre?). Desde la penumbra, afloraban deseos que llevaban durante mucho tiempo escondidos.

El comportamiento de Marcos fue cambiando. Aunque seguía allí, estaba ausente, inquieto, inseguro. Intentó darme palabras de consuelo, de aliento; pero no dejé que continuará ¡No quería limosnas! ¡No quería favores! ¡No pedía nada! Sólo pedía amor.
Por Pilar Martínez Hidalgo

jueves, 15 de noviembre de 2012

El único beso

“Aquí hay sitio, Juan”, me orienta Luis. Avanzo cuatro asientos, hasta que mi hermano indica que me siente. Él se acomoda a mi derecha.

Por fin voy a poder ver a mi cantante favorita. Es guapísima, con esas facciones tan finas y esa generosa melena negra. Sólo hay que escucharla, interpretando fados, para advertir lo bella que es.

Alguien se acerca. Se ha sentado a mi lado. Es una mujer. Le dice a su compañera que es un buen sitio, que se ve perfectamente desde aquí. Su bonito timbre de voz me sugiere una edad cercana a la mía.

Mi vecina de asiento tiene el pelo largo, y limpio; acaba de liberar su cabello y, ese aroma a cantueso y espliego, me ha hecho evocar mi infancia.

Cuando tenía trece años. Lo bien que lo pasaba con la pandilla en el pueblo. Yo siempre procuraba estar cerca de Silvia. Algunas tardes, al final del verano, ya sin nuestros amigos veraneantes, dábamos los dos largos paseos por el camino que rodea el cementerio, junto al río. A menudo, se nos hacía de noche,  y se asustaba, o lo parecía. Entonces, se abrazaba a mí y me decía: “se puede escapar un espíritu, me da miedo”. Yo le decía: “no seas ñoña”; pero esperaba con ansia ese momento. Notaba sus tímidos pechos, presionando mi torso, mientras su áurea melena cosquilleaba mi nariz, esparciendo ese fresco aroma a cantueso y a espliego. Al retirarlo de mi cara, aprovechaba para acariciarlo, sintiendo tal suavidad entre mis dedos que se estremecía hasta el más diminuto de mis poros. Descubría mi inocente sexo comprimido, que, seguro, ella también adivinaba. Un día me espetó: “¿no me dices nada?”. Yo callé. Me besó en los labios. Quedé paralizado, mientras ella, con risa burlona, corría en dirección al pueblo. Aquel sabor a mantequilla y azúcar quedó guardado, bajo llave, en la alacena que construí en mi memoria.

Ese beso fue único, el único. A los pocos días los padres de Silvia se marcharon del pueblo. Al verano siguiente contraje la afección que me hizo perder la visión.

Ya ha terminado el concierto. Mi contigua compañera se levanta y vuelve a agitar su cabellera, deleitándome de nuevo con su perfume. Su amiga le comenta: “bonito concierto, ¿verdad, Silvia?”.
Por Vicente Briñas

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Sones de luz

Era pronto. Estaba sentando en una terraza, tomando un café. Apareció mi amigo  Juan, al que hacía tiempo que no veía.

—¿Cómo te va? –preguntó-. ¿Tienes algo nuevo que contarme?
—¡Sí! –exclamé-. Mi vida ha dado un vuelco radical. He conocido a una gran mujer, Julia.
 
Y pasé a contarle mi historia.

—Sabes las emociones que me despierta la música. Son tan intensas que, sin poder disimular, afloran a mi cara. No olvides que retengo los gestos faciales de la infancia, antes de aquel brutal accidente que me dejó sin visión. Los sonidos me transportan a mundos indefinidos. Veo paisajes, luces y colores deliciosos. Mi alma y mi cuerpo cambian, mientras la armonía rastrea en mi interior.

Julia dice que se enamoró de mí la primera vez que me vio. Lo relata así:

—Estábamos en el Auditorio escuchando un concierto de Beethoven. La melodía le penetraba hasta encontrar su espíritu, le hacia removerse entera. Sentada a mi lado, oyó un suspiro de pena o de deseo, un gemido, y volvió la mirada. Dice que mi rostro era bello; puro; expresivo; estaba conmovido. Sintió gran afinidad y cariño. No pudo evitar acariciar mi mano…
—Sí, Juan. Lo hizo tan sutilmente que pensé que era un sueño. Volvió a rozarme y la toqué suavemente. Al poco, mano con mano nos adivinábamos.  La música nos envolvía en una atmósfera intensa y profunda. Cuando acabó el concierto, la lluvia y la noche facilitaron nuestra huida. Nos entrelazamos apretadamente, ansiosos por estar solos.

Por fin, fuimos a mi casa. Allí era más fácil orientarme. Acordamos rápidamente la música que íbamos a compartir. Nos abrazamos, nos besamos, nos descubrimos. “Jamás he tenido a alguien como ella en mis brazos”. Hablábamos entre susurros, con voz ronca de deseo. Era suave, cálida, su aroma, especial. Le decía pequeñas cosas con gran pasión. Respondía con gemidos, y se dejaba ir. Pasé mis manos por su rostro, mis labios, mi lengua… olí su cabello, oí sus latidos “¡era bellísima!”. Ella se demoraba en mí percibiendo de una forma nueva. Quedamos tan extasiados que, desde entonces ¡somos amantes inseparables!, entregados a la música con todos los sentidos. 

Por Mercedes Martín Duarte

martes, 13 de noviembre de 2012

Cálida lluvia

Hoy no me quiero levantar. Deseo seguir disfrutando de este sueño de las siete de la mañana, interrumpido por la alarma del reloj. ¡Qué bien estoy arrebujada y calentita! ¡Mmm! Pero al fin me despego de las sábanas y, tras el aseo personal y el desayuno rápido, salgo disparada. Estoy empleada en una zapatería que está en el centro, por la zona de Fuencarral.      

 No me gusta mucho lo que hago, pero fue lo único que encontré. Algunas veces me pasa lo de hoy, que no tengo ganas de ir. ¡Si con veinticinco años ya estoy en este plan, qué me espera para el futuro! 

Cuando salgo del trabajo, a las ocho, llueve torrencialmente. Corro hasta la cafetería de la esquina donde suelo ir habitualmente. Justo en ese momento, queda libre mi mesa preferida, junto a la ventana. ¡Hoy es  mi día de suerte! Me gusta porque desde esta ubicación puedo mirar hacia fuera; ver el ir y venir de las personas, observarlas; es algo que me encanta. Más aún, cuando diluvia como hoy. 

Esta tarde me siento nostálgica, con ganas de compañía. También es un buen día para jugar (esta vez sola), como lo hacía con mi hermana: escoger, de los hombres que pasan, con cuáles tendría una aventura.

Como en este tramo de la acera se detienen bajo el toldo para guarecerse, hoy puedo observarlos a voluntad. Algunos esperan a que escampe, lo que viene bien a mi juego. Suelo mirarlos desde abajo hacia arriba: zapatos (deformación profesional), pantalones (deteniéndome en un punto), hasta llegar a la cara. Voy anotando los seleccionados.

Desde este rincón, calentita por el café y la calefacción, y viendo esa fría lluvia que no cesa, me entran ganas de llevarme uno a casa. Un hombre, digo. No sé si el deseo que me invade no sea tanto de sexo propiamente dicho, como de prólogo y epílogo, como dijo mi admirado Sergi Pamies en un relato.

Llevo cuatro en mi lista, cuando, de pronto, me llama la atención un hombre que cruza la calle sin prisas: botines GEOX, vaqueros estrechos que insinúan buenos músculos, gabardina clara y manos enguantadas que sostienen un paraguas, ocultándole la cara. Lo cierra cuando se detiene frente al bar, junto a la ventana. Asoma un rostro singular y expresivo; ojos grandes y negros, nariz algo achatada, labios gruesos, sensuales y tez negra. Nuestras  miradas se encuentran a través de la cristalera. Tiemblo de arriba a abajo ante esos ojos penetrantes; pero no aparto los míos.
Entra y se dirige a mi mesa.

—¿Puedo sentarme?

Mi cara está ardiendo;  debo estar roja como un tomate.

—Sí, sí– le contesto.

Se quita el impermeable y lo cuelga en una percha. Lleva un jersey blanco ajustado, de cuello subido, a través del cual se adivina un tórax y unos brazos fuertes. Sonríe al decir gracias. “Es que no hay más sitios libres”, se disculpa. Hablamos del frío y de lo bien que sienta el café caliente. “Muy caliente”, pienso. Después de un breve silencio, cuenta que ha venido a una librería del barrio y ya estaba cerrada. Habla con voz grave y cálida, acariciando cada palabra antes de soltarlas. Transmite sensualidad. 
Al cabo de una hora hemos hablado mucho. Él es de Costa de Marfil; hace ocho años que está aquí; trabaja como enfermero, aunque estudió medicina en su país.  Me dice que… No me entero de lo que cuenta. Estoy pendiente del movimiento de sus labios, los que mordería ahora mismo. 

No sé qué decirle. Sonríe y me pide que le hable de mí. Le cuento de mi trabajo, de  mis frustrados estudios universitarios y de cómo me gustan los días de lluvia.

Mientras hablo me observa atento y sus ojos tan negros miran muy fijamente, tanto que me perturban. Entonces sonrío algo nerviosa. Él también sonríe y su expresión cambia; su mirada se vuelve húmeda y chispeante.
Estamos a gusto.

Me invita a una pizzería, y charlando llegamos a las once de la noche. El vino me da más calor; estoy ardiendo. Noto mis pezones que pugnan por salir a través de la ropa. En este punto recuerdo mi idea de llevarme a uno de los seleccionados. Sería la primera vez que invitase a un hombre a casa el mismo día de conocerlo. Recuerdo el deseo de prólogo y epílogo. A esta altura estoy confusa, con miedo de que sea sexo y nada más. ¿Y qué? ¿Por qué no?   Él interrumpe mis pensamientos: 

—¿Quieres venir a mi casa a tomar algo? Está cerca de aquí.
Su invitación hace tambalear las débiles barreras que podría estar levantando hace un minuto.

Voy al lavabo un momento y cuando regreso está guardando su teléfono. Me recibe con una amplia sonrisa, cogiéndome la mano.

Salimos a la calle. La lluvia sigue cayendo; es mansa y persistente. Ahora también tengo húmedos los pies.

Subimos a su piso que está en un 4º sin ascensor. Voy expectante y algo temblorosa por la excitación. Entramos a un largo pasillo que termina en un salón, iluminado en este momento.

Allí nos espera una alta y hermosa muchacha rubia. Es su mujer. Me recibe con una sonrisa, cogiéndome ambas manos. Sus ojos verdes, felinos, me recorren de arriba abajo. Con temor de que se me note mucho el estupor, balbuceo: “¿el lavabo?”

Cuando me alejo escucho la voz del hombre: “¿Te gusta?” Y la voz femenina: “Ya sabes que me fascinan las morenas de pelo largo”.

Sentada sobre la tapa del water, con la boca abierta y una mano sofocando un grito, intento hilar algo que se parezca a un razonamiento. ¡Esto es muy fuerte! ¡No me lo esperaba!
 ¿Cómo era? ¿Prólogo, epílogo? ¡Qué va! ¡Esto puede ser el texto completo del kamasutra!

Por Elsa Velasco 

domingo, 11 de noviembre de 2012

Good vibrations

Siempre viene sola. Se sienta en la mesita del rincón, pide una Guinness y no deja de mirarme mientras toco.  Luego, antes de que acabe la última canción, se levanta y se va. Dos meses así. Frank dice que tiene un acento raro, que parece alemana. Se esconde detrás de las gafas y de esa melena rubia que parece tener vida propia. A veces se recoge el pelo y un cuello felino y sensual la delata. Sí, eso es. Como un felino, sigilosa y paciente me vigila de lejos, sin apenas moverse pero sin perderme de vista. Estoy esperando el día en que por fin se abalance sobre mí. O mejor, seré yo quién la dé caza. Aunque no es mi tipo, hay algo en ella que me da buenas vibraciones. Me atrae.

     Hoy he decidido seguirla. Le he pedido a Frank que deje la barra y me sustituya en el bajo. Ella, al no encontrarme, no tardará en marcharse y yo la estaré esperando. Ahí está. Ahora soy yo el que la observa detrás de una columna, agazapado.  Mira hacia el escenario y se da cuenta de que no estoy. Gira sobre sus pasos y se marcha. Lo sabía.

      Voy tras ella. La tarde está lánguida y tiene esa luz inquietante del final del día. Anda despacio, se ha subido el cuello de su abrigo y ajustado el cinturón. Con las manos en los bolsillos y mirando sus pasos parece más sola que nunca.  Se detiene en la parada un instante; se sienta; enciende un cigarrillo.  Viene el bus, pero ella lo deja pasar, se levanta y sigue andando.  Camina de una manera graciosa, como si sus huesos hubieran crecido demasiado y aún no se hubiera adaptado a ellos. Me gusta. La llovizna ha encrespado su pelo y su bamboleo me hipnotiza.

      Decido acercarme más. Estoy a escasos dos metros de ella. Va dejando un leve olor a rosas que se mezcla con el del nuevo cigarrillo que acaba de encender. De repente se le cae el pitillo de las manos, frena en seco y se gira para mirarlo topándose de lleno con mi figura. Sus ojos se han abierto como un cervatillo asustado, su cara está  humedecida por la lluvia y sus gafas se acaban de empañar porque el rubor le ha teñido el rostro de un carmesí infantil.

       La miro con intensidad. Tiene unos labios frambuesa, frescos y carnosos.  Con la sorpresa se han entreabierto y puedo inhalar su aliento pleno de deseo y vergüenza.  Una ráfaga de viento coloca un mechón rubio sobre su rostro. Lo aparto muy suave y dejo mi mano suspendida sobre su sien. La atrapa  con fuerza, posa en ella su mejilla y cierra los ojos.

      Deseo besarla y acerco mis labios a los suyos. Me abraza y se ciñe a mi cuerpo como un molde a su original. El fuego nos envuelve, nos aísla, nos hace únicos e invisibles. Las lenguas se entrelazan y la respiración se agita. Como un mismo cuerpo vamos dando tumbos hasta acomodarnos en el pequeño jardín de una casa a oscuras. A intervalos separamos nuestros rostros y nos miramos. Sonreímos de placer y volvemos a saborearnos con avidez. Nos hablamos, pero nuestras palabras no tienen sonido. Nos desnudamos, pero aún estamos vestidos.

      Ella desliza su pantalón y a continuación desabrocha el mío. Su mano tantea y encuentra lo que está buscando. Levanta sus piernas y yo me dejo hacer. La abrazo, la beso, me acaricia, me aprieta. Se anticipa a lo que deseo y yo le doy lo que parece esperar. Bailamos borrachos una danza frenética y sin fin. Ella abre los ojos un instante y es entonces cuando los dos nos desvanecemos en un último suspiro y el silencio nos mece hasta adormecernos.

      La ayudo a levantarse y a componerse. Me acaricia con dulzura la cara. Me rodea la cintura y yo la sostengo por el hombro. Salimos del pequeño jardín oscuro y, a la luz de la primera farola, veo sus felinos ojos verdes.

      -¿Cómo te llamas?
      -Leonela.
     
     
Por Raquel Ferrero

El sueño a la luz de la luna

Sobre las sábanas, abrazando la duermevela, la mujer vestía una ropa interior ajustada a sus formas. Desde una distancia que me permitía observaba sin obstáculos —estaba al otro lado de la cama—, controlaba los movimientos de su respiración. Yacía sobre el lado derecho y me impedía acariciar con los ojos su cuerpo completo. Aún deseaba darle la vuelta y contemplarla en todo su esplendor, pero temía perturbar sus sueños. Ella tan relajada, yo, tan sin dormir aquella noche, admirando su esbelto talle y el discurrir de la luna sobre el firmamento a través de la cristalera de la terraza. Al astro nocturno le faltaban unos minutos para ocultarse por el horizonte, los mismos que empleé para vestirme y despedirme como un ladrón de sueños. Sin importar la estación del año, mi hora límite era el alba. Le di un beso en la frente y salí de la habitación, bajé las escaleras del chalé y me encontré de nuevo en la calle.

Siguió besándome a la vez que me quitaba la ropa en un tiempo próximo a la eternidad. Luego se arrellanó. Observaba mi torpeza de lado, con el codo sobre la almohada y sujetando su cabeza con la mano. Cuando acabé de sacarme la última prenda aún reía, y continuó riendo hasta que me abalancé sobre ella. Se sintió perdida y se rindió sin mucha batalla. Convertido en huracán, terminé por fundirme con su ser. Conseguí moverme sobre ella, buscando una postura perfecta donde nuestras esencias se moldearan en una única figura. Nada nos iba a separar, ni los locos, ni la luna, ni el tiempo. Seguimos abrazados hasta que nuestros cuerpos exhaustos dijeron basta. Luego se enfundó con su escasa ropa íntima, esperando a los sueños. No le gustaba dormir desnuda. Acabamos de observarnos hasta que la abrumó la somnolencia y se echó a mi lado, estrechándome con sus brazos. Me dijo adiós con una caída de ojos. Alargué mi deseo viéndola sobre las sabanas con la misma intensidad que cuando la encontré en el pub después de muchos días.

La ventana de la terraza estaba abierta. A través del vuelo de los visillos entraban jirones de oscuridad. Magdalena se dio la vuelta y se colocó sobre mí. A horcajadas me sujetaba las inglés, sonreía. Nunca la había visto disfrutar tanto con mi inmovilidad. Ella dominaba nuestro encuentro y yo me dejaba llevar. Cruzó sus brazos y se sacó el vestido por arriba, deslumbrándome con la luz de su sol. Entonces se echó sobre mí. Acaricié su espalda, llegué más arriba y más abajo. Repasé todas sus vertebras hasta que logré retirar los obstáculos, y mis manos la recorrían sin las prendas seductoras que, a aquellas alturas, las calificaba de estorbos. Mientras tanto, ella me ahogaba con sus besos.

Llegamos a la puerta de su casa en silencio. La noche había sido perfecta y no queríamos que los sonidos estropearan las primeras horas de nuestra vida noctámbula. Abrió la puerta, subimos las escaleras y obviamos las palabras. Habíamos hablado durante toda la noche. Me cogió de la mano y me ascendió hasta el dormitorio. Nos encontramos frente a frente, con muchas prendas que quitar, hasta rozar aquellas que sólo los dedos sensuales pueden despegar de la piel. Nos fundimos en un abrazo y nos tumbamos en la cama. Las sábanas nos envolvían con otra capa de oscuridad.

Ella tenía en el cuerpo media botella de champán y yo añadía un cubalibre al vino espumoso que vibraba en mi interior. Salimos del local nocturno cubiertos por la claridad de la luna. La señalé en el cielo. Aquella noche de lunáticos podríamos participar de su carnaval, de su fiesta de locos. Ella se negaba. Tiraba y aflojaba con sus palabras y me traía muerto de deseo. Agarré su cintura por el talle. Mis dedos acariciaban su piel a través de la tela fina del vestido. Reía como si la doblegaran las cosquillas y acompañaba sus risas esquivando mi afán. De mi boca salían palabras de mendigo, las de un bohemio que buscaba un lugar donde pasar la noche. Un vagabundo eterno que acabaría de dar vueltas por la vida si ella dijera una sola palabra.

Querida ilusión, me despido de ti por esta noche, pero no con un adiós, pues dentro de poco, en algún momento, en algún lugar, aquí o en otro sitio, volveremos a encontrarnos.
Por Tomás Alegre

sábado, 10 de noviembre de 2012

Inexperta en Cuba

Por fin, después de muchas horas de avión llegamos a La Habana. Un conductor nos esperaba para llevarnos al hotel. Subimos al autobús. ¡Qué calor! Fredy, el conductor, nos dijo: “mijitos, esto es Cuba, y ahorita mismo les voy a poner unos ritmitos latinos que se van a quedar impregnados en su piel hasta el resto de su días”. Fuimos recorriendo diferentes barrios: La Habana Vieja, Miramar, el Malecón, hasta llegar al hotel que estaba en el centro de la ciudad. Me sentía fascinada viendo la algarabía de la gente por la calle (su sonrisa parecía a flor de labios). Sinuosas calles con edificios desconchados y, en sus aceras, bandas de músicos tocando diferentes ritmos. ¡Ya sé por qué la llaman “la Perla del Caribe”!

Al día siguiente, me dirigí a la agencia de viajes, con la que teníamos concertado el tour “cicloturismo por Cuba”. ¡Mi primer viaje de guía! ¡Qué insensata! Mis miedos y temores empezaron a aflorar, y mi subconsciente diciendo. “¡Ánimo, todo va a salir bien!”. Ensimismada con mis pensamientos llegué a la agencia. Douglas, el guía local estaba impaciente esperándome.

Un saludo informal, una conversación banal e inmediatamente comenzamos a diseñar el viaje: logística, dificultades de las rutas, itinerarios, distancias, etc. Se notaba que él tenía muchos conocimientos y, muchos años de experiencia; así que fue fácil organizar los circuitos de cada día. Mis angustias iban desapareciendo. A su lado todo era más fácil.

Parecía un hombre tranquilo y con pocas pretensiones, pero firme y seguro en sus convicciones. Físicamente, era muy atractivo; su cuerpo perfectamente musculado, sus manos  largas y fuertes y su pelo ondulado y negro. Sus rasgos duros junto con su piel oscura (negra), hacía muy difícil adivinar su edad. Sin embargo, mi segundo yo me alertaba: “¡Leti, no te ilusiones, sólo hace tres horas que lo conoces y no sabes nada de él!”.

Douglas, orgulloso de sus raíces, me invitó a caminar por el Malecón; es  considerado fiel reflejo de la vida de sus habitantes, sus amores, tristezas y encuentros. Todo ello en un espacio de pocos miles de metros sosegados. De fondo, sus aguas procelosas chocaban contra el muro. Y, entre tanto, miradas furtivas se encontraban.

El viento traía notas musicales de una canción de Celia Cruz, y sin saber cómo ni cuándo, me estrechó contra su pecho a ritmo de salsa. El contacto con su cuerpo despertó en mí un deseo incontrolable; ¡Cómo me gustaría saborear su piel! Sólo imaginarlo, percibí mis pechos turgentes, mis pezones erectos y un ardor invadía todo mi ser.

De repente, su móvil sonó. Una llamada del hospital. Su hijo había tenido un accidente y su estado era grave. Nervioso, angustiado, sin saber qué hacer, qué decir, apretó fuertemente sus manos con las mías y, apagado como un candil sin aceite se alejó.

Muy azorada, me dirigí al hotel. El recepcionista me entregó una nota que decía: “mi hijo se está recuperando y mañana os recogeremos en el hall a las ocho de la mañana”. Comenzaba nuestra primera ruta (treinta kilómetros), por los alrededores de la Habana. ¡Cuántas cosas que preparar! Sin embargo, mi otro yo decía: “quiero sentir sus labios pegados a los míos”.

A las ocho de la mañana allí estaba él para iniciar nuestra primera marcha. Después de unos cuantos kilómetros recorridos las fuerzas empezaron a flaquear. El calor tan húmedo y las temperaturas tan altas menguaban aún más la poca energía que nos quedaba. Decidimos hacer una parada para recuperarnos; bebidas isotónicas y galletas energéticas. Nos vendrían bien para retomar fuerzas y empezar de nuevo.

Mi camiseta estaba totalmente adherida a la piel y, por la cara, corrían unos regueros que podían rebasar hasta el cenote más profundo. Douglas cogió una toalla y, gota a gota, fue retirando el sudor de mi cara. Un cuatro por cuatro en esos momentos venía hacia nosotros. Un señor bajó corriendo del coche y gritando como un desesperado nos preguntó: “¿Alguien ha visto a Leti?” Por cierto, él era  mi marido.

Por Pilar Martínez

Vane y Dale

Dirección:Vane1969a100@gmail.es
Asunto:    No me lo puedo creer
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¡Pero qué guarra eres, Vane!  ¿Cómo se te ocurre contármelo? No me puedo creer que le hayas hecho eso al Joaqui. Me reafirmo, ¿cómo puedes ser tan guarra? No, no te lo iba a contar, pero ya que me has hecho esa confidencia lo haré. Eso sí, espero que luego me lo cuentes todo, segundo a segundo, jadeo a jadeo; todos los detalles sin excepción.

¡No lo puedo creer! ¿Se lo hiciste así, en esa postura? ¿Dónde? Uf, se me pone todo de punta, hasta las cejas. Vane, con el Joaqui y así. Anda, que has elegido mal, y ¿te costó mucho? Uf, ¡no me lo puedo creer!

¿Sabes? te cuento. El otro día vi a mi corazón entre sus cuatro hermanos, tan espigado que sobresalía sobre todos ellos, a izquierda y derecha, tan suave, tan dulce, tan sabroso, tan delicioso. Cada vez que le veo, me siento morir, sucumbo, tiemblo. Cuando se acerca y puedo oler el perfume de su aroma, me invade, me penetra, me inunda una sensación que me sonroja, me evade, me lanza, me descalza, me arrebata; pero cuando se posa sobre mí y dibuja sus delicadas caricias de color me carga, me dispara, me recarga, me voltea, me lancea, me mata, me resucita, me dinamita, me expande, me limita, me imploxiona, me detona, me impresiona.

Me dirigí a él y le sujeté con fuerza hasta que se colocó sobre mí. Recorrió las cordilleras de mi piel, y sutilmente merodeó sobre las laderas de mi envés hasta alcanzar la rotonda de mi mundo. Selló mis labios que gemían, húmedos, dulces, ávidos del manjar presente; mi lengua desarbolada por las sísmicas vibraciones de sus yemas, emergía de su gruta en busca de fruta fresca que saciara su sed de excitación, de piel, de hiel, de miel. Desterró los labios mi corazón y, junto a sus hermanos, se lanzaron a explorar vericuetos y cañadas, sombras y luces, escalofríos y sudores hasta que mi voluntad fue una, la suya, y me arrastró, me marcó, me devoró, me extenuó, me quebrantó.

No podía más, me sentí tan húmeda que temí rechazarle, mojarle, ahuyentarle, que me abandona en mis temblores, mis contracciones, mis palpitaciones, mis ojos en blanco, mis sofocos, los ahogos, los silencios, los jadeos, las expiraciones; pero para el inmenso placer de mis sentidos, se deslizó sobre mi vientre con movimientos de serpiente, siseos de vida y me asió, mi piel vibrando, rezumando, destilando. Llegó entonces a la ondulación que precede la luz. Exploró mis senderos y vericuetos, escrutó donde de placer fluyen los torrentes, me exploró, toda y fallecí, fenecí, me desmoroné y resucité con su sincopado ritmo en mi interior, su redoble de percusión, su rasgueo en los acordes de mi ser. ¿Sabes? No pude gritar más en silencio, tampoco pude enmudecer, me escuché. Gimoteé, supliqué, imploré, americé y me sentí tan plena como agradecida. Los cinco en una vida. Corazón, medio, índice, pulgar y meñique.

Nos vemos a la salida, te mando un whasapp  cuando salga de clase.
Por Luis Castilla

viernes, 9 de noviembre de 2012

Un regalo muy especial

Llueve. El otoño se ha dejado caer de repente, casi sin avisar. Paula acaba de salir de un exclusivo centro comercial, cargada de bolsas, y la lluvia le ha pillado desprevenida. Con el paso acelerado se dirige al cobijo de una cafetería. La barra del local está atestada de personas que, como ella, han buscado un refugio rápido para escapar del agua. Al fondo hay una mesita libre frente a un gran ventanal. Un camarero se le acerca para tomar nota de lo que desea, recomendándole el cappuccino de la casa. Acepta la sugerencia; está muy destemplada y le sentará bien algo caliente. El cristal de la ventana le devuelve un reflejo de su imagen algo descompuesta y diferente a la que acostumbra a mostrar. Está tan empapada que la camisa se ha adherido a su cuerpo como si de una segunda piel se tratase, insinuando a la perfección sus generosos pechos; el pelo goteando aún por su espalda, el rímel corrido y el eyeliner desdibujado… Abre su bolso del que saca un pequeño espejo redondo donde contempla, con una mueca divertida, los estragos del aguacero. Un desconocido, desde la barra, ha estado observando minuciosamente todos sus movimientos sin poder apartar los ojos de ella. Paula ha sentido esa mirada penetrante, como un escalofrío recorriendo su cuello y se ha vuelto instintivamente para comprobar la procedencia. A poco más de un metro ha encontrado al dueño de esos ojos incisivos que la estaban taladrando y, en el cruce de miradas, no ha podido evitar ruborizarse. “Dios, qué forma de mirar”, se ha dicho para sus adentros.

El camarero le ha servido un cappuccino humeante. Se dispone a tomar el primer sorbo cuando, frente a ella, el hombre le solicita permiso para sentarse a su lado. Paula asiente. Es un tipo atractivo, de unos cuarenta años, canoso en las sienes, cejas cuidadas, pestañas largas y pobladas, ojos oscuros y penetrantes que le hacen sentirse desnuda, labios gruesos y perfectamente dibujados, barba de dos días y una sonrisa muy seductora. El corazón de la mujer ha comenzado a retumbar acelerado cuando el galán, sin mediar palabra, ha acercado con ternura su mano hacia la mejilla de ella, aún sonrojada. Paula ha girado el rostro buscando con su boca un acercamiento más íntimo y en el contacto ha depositado un tímido beso en la suave mano del caballero. Este breve roce ha sido el detonante para la serie de caricias que, en los instantes siguientes, le han recorrido los labios por entero. Ni un solo milímetro de su boca ha quedado por explorar. Hubiera deseado poder abrirla y participar del juego, degustando el sabor de tan cálidos dedos pero se siente paralizada. La temperatura ha subido tanto y de manera tan súbita que su blusa ha perdido la humedad, no así ella. Vuelve a tomar la taza entre sus manos temblorosas dando otro sorbo al café, ya casi frío. Un poco de espuma se ha quedado sobre el labio de Paula; espuma que él, en un sensual gesto, recoge con la punta de su dedo llevándoselo después a su boca, donde sus jugosos labios parecen disfrutarla. Paula se siente sin fuerzas, cautivada y entregada al juego seductor de un desconocido, que le acaba de robar la voluntad.

Fuera, la lluvia ha cesado y las personas comienzan a abandonar el recinto. El hombre se levanta de la silla aproximándose despacio hacia su rostro, muy despacio, intentando hacerle saborear el deseo que ambos comparten. Lo ha visto en sus ojos; los mismos que, ante su proximidad, ella ha cerrado en espera de un desenlace apremiante. Los labios le han comenzado a besar despacio; recorriendo su cuello de manera suave, lenta, haciéndose apetecer, dibujando un largo camino hacia la boca… para terminar posados sobre los suyos en una tentativa de beso entre labios, que apenas ha sido un tímido roce. Un primer contacto, demasiado fútil para ambos, que da paso al instinto primitivo del beso con pasión, ése que invita a las sedientas lenguas a explorarse cada vez un poco más allá…

Con los ojos aún cerrados, ha tomado aire intentando llenar sus pulmones de todos los aromas que embriagan sus sentidos, humedeciendo sus labios una y otra vez, en un intento de saborear y retener de nuevo el beso. Al volver a la realidad y abrir los ojos, el desconocido de mirada penetrante ha desaparecido, dejando en ella una excitación extremadamente placentera.

Paula no sabe con certeza cuánto tiempo ha pasado sentada en ese limbo de sensaciones en el que ha estado sumida, aunque le ha parecido muy breve. Apenas queda ya nadie en la cafería. La mujer recoge sus bolsas y sale del local rumbo a su casa. Allí, le espera su marido. Hoy es su aniversario y se ha comprado lencería de ensueño, ésa que a él tanto le seduce. Presiente que este encuentro furtivo no ha sido fruto de la casualidad, y entiende que su esposo esta vez sí ha logrado sorprenderla con un regalo muy especial… Lo que está a punto de suceder esta noche, entre sus sábanas, no está escrito aún en ningún lugar.

Por María Sergia Martín González

miércoles, 7 de noviembre de 2012

El postre

Cuando inició esa estúpida abstinencia nunca pensó que le fuera a costar tanto cumplir su promesa, que treinta días de privación fueran a convertirse en semejante tortura.

Pero por fin había llegado el final de su sufrimiento.

La cena estaba riquísima. Sin embargo, lo que vendría después sería mucho mejor. El momento más dulce de la velada se aproximaba. El postre. Fuera la cena ligera o pesada, nadie podía resistirse a un buen final. Y menos ese día, en el que sabía lo que le esperaba.

Para no alargar la espera, dejó los platos donde estaban y se fue directa a su objetivo.

Le dedicó una mirada larga y lujuriosa al paquete que escondía su premio, su deleite. Acariciando con la yema del dedo la rugosa superficie, fantaseó con su sabor aun sabiendo que la realidad superaría al recuerdo de sus papilas gustativas.

Con delicadeza y coquetería se deshizo de la barrera que los separaba.

Al quedar al descubierto, sonrió y se aproximó disfrutando de la mezcla de aromas del ambiente y de su ansiedad.

Abrió la boca y asomó la lengua para dar la bienvenida a su regalo. El sabor le impregnó la lengua y tragó la saliva que se le había concentrado en la boca. Oprimió con los dientes la punta y se relamió, dejando escapar un ronroneo de agrado.
En un arranque de locura se metió todo en la boca y tardo apenas un minuto en comérselo.

Estaba segura de estar incumpliendo uno de los siete pecados capitales, la gula. Pero bien lo merecía aquella barrita de chocolate blanco.

Tendría que buscar otra manera de bajar de peso. Nunca podría prescindir del chocolate.
Por Jenny Tejada